Deuda o no: una falsa disyuntiva
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Para el Partido Republicano reducir el gasto del gobierno, más que una medida para limitar la deuda, es un dogma. Pero no todo el gasto, sino básicamente el del sector social: salud, escuelas, apoyo directo a las familias en condiciones de pobreza, etc. Cuando ponen en tela de juicio el aumento del techo de la deuda, en su limitada y mezquina visión, comparan el gasto de un país con el gasto doméstico. Parafraseando al novel Krugman, no entienden –o no les conviene entender– que la deuda del gobierno se paga con los impuestos de todos, cuyo monto aumenta conforme crece la economía, lo que a su vez permite aumentar el límite de la deuda. Lo que la historia sí nos enseña es que, en términos de gasto social, a los únicos que les toca ajustarse el cinturón
es a quienes más lo necesitan. Ni por equivocación se les ocurre que lo más lógico y necesario es pagar el incremento de los gastos del gobierno con un aumento de impuestos a las grandes corporaciones, a quienes ganan más y a quienes acumulan la mayor parte de la riqueza que la sociedad en su conjunto produce. Tampoco parece importarles que con el castigo al gasto social se propicia el aumento relativo de la pobreza y, por extensión, una mayor brecha económica entre quienes todo tienen para satisfacer sus necesidades y el de quienes sobreviven a duras penas.
Esa es una máxima del sistema que se complementa con otra que se advierte más claramente en esta coyuntura. En el afán de combatir la inflación, el Banco de la Reserva de Estados Unidos subió nuevamente la tasa de interés, decisión que, desde su punto de vista, se puede explicar de varias maneras, una es que hay que limitar el crédito mediante el aumento de los intereses. Lo que sigue será una reducción del dinero en circulación, lo que propiciará un menor consumo, principalmente de la mayor parte de la población. Como por arte de magia, el mecanismo derivará en una disminución en el crecimiento de los precios y, en última instancia, de la inflación. Todo este proceso deja de lado la especulación y la imperfección de un sistema económico que la prohíja. Lo que sí es muy probable es que, acto seguido, ocasione una recesión, según estiman algunos economistas, aunque ninguno sabe cuán profunda y larga pudiera ser.
Quienes tienen salarios lo suficientemente altos y un amplio colchón de riqueza acumulada saldrán airosos de la recesión, pero el resto de los mortales, que son la mayoría, se verán en serios problemas para sobrevivir. No menos grave es que al reducirse la actividad económica producto de la recesión, crecerá el desempleo. Aparentemente, es una de las metas del Banco de la Reserva para, de esa manera, paliar la inflación, según ha declarado su presidente. Esa es la lógica cruel de la economía, al menos la de esta economía.
Se cierra así el círculo maldito con el que han vivido millones durante años. La explicación tiene muchos hoyos negros, si se atiende a los criterios económicos más formales, pero en última instancia es, o más bien ha sido, el modelo predominante en por lo menos los dos últimos siglos. Atendiendo al desastre que ha ocasionado en términos de pobreza, hambrunas, migraciones y desigualdad social y económica, no sería mala idea intentar una reforma de fondo –y no solamente cosmética– para construir un modelo menos egoísta y más humano, lo que el actual presidente de Estados Unidos parecía pretender cuando llegó a la Casa Blanca. Sin embargo, presionado por las circunstancias y las demandas de sus antípodas republicanos, parece empezar a ceder en una de sus más caras metas, preservar y en alguna medida aumentar el gasto social como medida para proteger a la población más necesitada. Una moderna utopía que los patibularios del siglo XXI quisieran enviar a la guillotina, con todo y quienes la proponen.
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