El valor patrimonial del vino chileno: una identidad propia.
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«El Espíritu responde:
es bello tu canto
y tan profundo
como las raíces que te sostienen
y no alcanzas aún a comprender».
(Elicura Chihuailaf).
La profundidad de esta poesofía escrita por Elicura Chihuailaf y hermosamente cantada por Tata Barahona y el grupo Kalfu se conjugan para provocar un remezón al espíritu desde esa ternura propia del amor profundo a la tierra que es manifestación de una sabiduría que permanece en territorios rurales de nuestro querido Sur. Refiero al sur chileno, en esta columna, dado que este territorio se viene destacando por una producción de vinos naturales con cepas ancestrales que apenas conocemos, éstas son: País y Cinsault.
Un viejo paradogma quizá instalado por las grandes viñas productoras de vino localiza al vino en el Valle Central y lo limita al cultivo de algunas cepas reconocidas y aceptadas por las grandes potencias europeas. Esta concepción vitivinícola estimuló grandes esfuerzos por alcanzar reconocimientos internacionales importantes que ayudaron a la difusión del vino chileno. Nuestra historia actual del vino es mucho más amplia que este relato recién comentado por eso es que me detengo en la imagen del sur.
Nuestra cultura del sur antes de que la invadieran las forestales con los cultivos de pino y eucaliptus que fueron atentando contra el bosque chileno también poseía una importante cantidad de viñas que por años no llamaron la atención de la gran industria del vino. Sin embargo, en estas tierras es donde existen nuestras viñas más antiguas, es decir patrimoniales, en muchos casos plantadas por las congregaciones religiosas del régimen Colonial.
Como ha sugerido Patricio Tapia, tal vez desde estas uvas y cepas provenga lo más novedoso que se pueda aportar a la historia y cultura universal del vino. Hoy son varias las viñas familiares que han tomado conciencia de la valorización que porta la sabiduría heredada por generaciones que comprendieron la importancia de crear vinos nobles. Aportando a este relato me permito destacar el notable trabajo de vino cultor que ha realizado Manuel Moraga con sus notables vinos allá en la Parcela 33 cercana al pueblo de Yumbel reconocido como milagroso por la cultura campesina.
Los vinos de Manuel Moraga poseen una identidad propia hoy reconocida nacional e internacionalmente consolidando su pasión bajo la figura de Cacique Maravilla. Estos exquisitos vinos hoy son referidos en un circuito de grandes conocedores del vino, la sabiduría y el trabajo de éste gran vino cultor chileno cuenta con un merecido reconocimiento. Destaco en primer lugar, lo que podríamos llamar su vino ícono «Pipeño», un vino tinto que alcanza su mayor virtud al servirlo frío. Al paladar este vino es pura fruta, la consistencia de la uva permanece siempre, al igual que en el Cabernet Sauvignon.
Sería injusto que nos quedáramos sólo con la imagen de este par de vinos. La pasión y conocimiento que proviene desde Cacique Maravilla es bastante más generosa, por eso debo mencionar sus ensambles «Gutiflower» como el compuesto por Moscatel, Torontel y Chasselas que entrega un distinguible sabor a flores, junto a las otras mezclas con provocadores ácidos. Otra novedad es el vino naranja con la cepa Moscatel de Alejandría generalmente usada en la producción de los piscos. Finalmente, lo que para mi es su última novedad, el Chacolí un vino espumoso y ácido a base de Moscatel intensamente con notas de frutas.
Este tipo de creaciones que aportan vinos con identidad y que recuperan la sabiduría patrimonial con profundo reconocimiento de la tierra, respetando la cultura propia son muestra sólidas de un saber único que dota al vino de un espíritu auténtico que le dan vida a una «revolución» para la cual se comienzan a ver algunas condiciones que tendrán que ser reconocidas como los hitos fundantes y que son parte de nuestro patrimonio vivo.
Alex Ibarra Peña.
Dr. En Estudios Americanos.
@apatrimoniovivo_alexibarra