«La Ballena»: el delicado puente entre el amor y la muerte
Tiempo de lectura aprox: 2 minutos, 21 segundos
Uno de los rasgos distintivos del arte mayor es el de ocupar un espacio común de realidad con su espectador. El último capítulo de «El Quijote» —lo analizan Borges y Unamuno— tiene la propiedad de ubicar al protagonista como parte de la historia, no de la fantasía. En ese último capítulo Cervantes renuncia a la sorpresa y anticipa la muerte del héroe y amigo que nos ha acompañado durante todo el viaje. Un profesor hace muchísimo tiempo me preguntó, basándose en lo mismo, que dónde estaba enterrada la canilla de El Quijote. En «La Ballena» ocurre lo mismo. En la primera escena Charlie (Brendan Fraser) se nos presenta dándose placer frente a un video pornográfico haciendo explícito no solo el fin de la historia, sino que la tragedia, la soledad y la muerte inminente de quien será el protagonista.
Pero — y en esto me quiero detener— la riqueza de las comunicaciones y la portentosa industria en que monta su trabajo el director de la película, Aronofsky, hacen además que a quién veamos en esta primera y brutal escena sea simultáneamente al propio Brendan Fraser. Un discreto actor de los 90 —es unos meses menor que yo— protagonista de la única película que he abandonado de la sala «La Momia» (además de otros prescindibles títulos) y de quien sabemos que ha vivido una propia tragedia de abuso y gordura que lo hacen indistinguible del personaje. Tuve además la suerte de ver la película con alguien que simplemente creía que Fraser no estaba caracterizado, sino que había llegado a pesar los 270 kilos que representa la película. Charlie y Brendan Fraser —ya en la primera toma— se nos presentan como un continuo narrativo y un intertexto entre la fantasía y la realidad.
El propio Fraser al recibir el Oscar vociferó exaltado y lloroso —un tanto loco— aduciendo que la película planteaba una crítica a la «gordofobia» ( asumo el neologismo) y que al mismo tiempo era una segunda oportunidad para él mismo. Quien habló en la fastuosa ceremonia de los Oscares era secundariamente el actor y prioritariamente el propio Charlie que había perdido peso luego de filmarse la película. Una voz potente y algo descontrolada que estuvo oculta bajo el dulce y delicado fraseo de Charlie durante la película. A su turno, el Director Aronofsky el 2008 recuperó a Mickey Rourke —en este caso de la miseria y el alcoholismo— en una película muy conectada temáticamente, El Luchador (The Wrestler). Este doble factor intertextual resulta determinante para comprender la película.
Dicho lo anterior, «La Ballena» aparece narrada en un lecho de muerte. Mientras vi la película creí que era una cabaña en la playa, pero al preparar esta nota pude darme cuenta que era un departamento. El ambiente es de ensoñación y quiénes lo visitan bien pueden ser fantasmas. Su cuñada que lo conduce, su hija que lo impulsa, su ex mujer que lo perdona, y un evangélico que bien puede haber llegado a robar. Hay además un vendedor de pizzas que puede ser el demonio y un cuervo —siguiendo la tradición de Poe— que alimenta el nunca más de Charlie. La narración es tan profunda, los diálogos tan trascendentes, los conflictos tan reconocibles que resulta imposible verla sin llorar durante esas brevísimas dos horas.
Charlie/Fraser es Mobby Dick y el capitán Ahab de la legendaria novela de Melville. Es el odio y lo odiado. Es también el Mobby Dick de Led Zepellin y el solo de Bonham. Es Teseo y el Minotauro, es Ariadna y Pasifae. Charlie/Fraser es —además— el portaestandarte de una generación que madura en los 90, uno de los períodos más oscuros de los últimos 500 años quizá. Un bufón de cierto atractivo, condenado de antemano al basurero y ahora redimido por quiénes le abrieron las puertas del infierno. Charlie/Fraser parecen volar con el amor mientras se desploman esperpénticos contra el suelo de siempre. Charlie/Fraser logra finalmente reconocerse en el espejo, redimirse, aceptarse y al hacerlo volver a vivir, un instante, unos segundos de esa libertad y ese amor que justifican la travesía.
Una película que no puedes ver comiendo siquiera palomitas, pero que debes ver con quien amas.
Por Luis García Brun