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Columnistas

Te regalo mi exilio (Carta abierta a Jordi Castell)

Tiempo de lectura aprox: 1 minutos, 27 segundos

 

Dijiste que te habría encantado que a tu familia la hubieran exiliado.

Te comparto mi experiencia:

Crecí en el exilio en Alemania Federal. Tengo cuatro años menos que tú, por lo que no guardo recuerdos de Chile cuando salimos con mi familia en 1974. Tras deambular por algunos países, finalmente nos asentamos en Berlín en 1976. Más precisamente en Gropiusstadt, donde empecé la escolaridad a los seis años. Era un barrio obrero de alemanes donde los extranjeros no eran bienvenidos. Yo era el “Türkenkopf” (cabeza de turco); no importaba que no fuera turco, pues todos los extranjeros oscuros eran “Türkenkopf”. Único extranjero de un curso de 30 alumnos en escuela pública, me recibieron a golpe limpio. Había especial animadversión contra los turcos y a mis compañeros les costó cierto tiempo darse cuenta que no era turco sino chileno (“¿Es una provincia de Turquía?” “No, es un país de Sudamérica.” “Ah…”) Poco a poco comenzaron a tolerarme y luego a aceptarme, más que nada porque era bueno para la pelota y en un país futbolero como Alemania eso se respeta. Léase en mi curso, no así en la escuela/liceo que albergaba cuatro cursos por nivel de 1° básico a 4° medio. Constantemente había niños y luego adolescentes que me desafiaban, así que aprendí rápido a contestar combos y patadas. En realidad, la escuela/liceo era una especie de oasis, porque había cierto orden y control. El barrio era otra cosa: la caminata del departamento a la escuela/liceo y la vuelta era un verdadero campo minado, entre neonazis, pandilleros, drogadictos y alcohólicos. Había que esquivar las agresiones verbales y físicas que eran diarias. En fin, a lo largo de los años me hice amigos… aunque eran otros extranjeros o alemanes marginales (no racistas). En la adolescencia me fui cuesta abajo, repetí curso y me dediqué a hacer puras leseras. Mi mejor amigo, exiliado chileno, se volvió heroinómano y nunca logró recuperarse. En fin, pude zafarme de esa situación porque en 1988 retornamos a Chile. (Otro aspecto de mi exilio: Como el sueldo de mi papá era insuficiente, él redondeaba sus ingresos, trabajando temporadas en Suecia e Inglaterra. O sea, no veía a mi papá muy seguido.) A los 18 años por fin conocí a mis prim@s y tí@s, quienes nos recibieron muy bien. Sin embargo, ese encantamiento no duró mucho, al fin y al cabo no habíamos crecido juntos. Inicié mi segundo exilio en Chile, nunca me adapté bien, y actualmente vivo en el extranjero.

Pero lo que importa es que aprendí alemán, ¿no es cierto?




¿Alguien más quiere regalarle su exilio a Jordi?

 

Por Lautaro Ataí



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  1. Jorge Vergara Estévez says:

    Hubo en Chile un «exilio interior» que abarcó cientos de miles de compatriotas, de los izquierdistas que permanecimos en el país. Los que no fuimos detenidos o exiliados vivimos siempre amenazados y sin poder trabajar porque existía una prohibición de acceso al trabajo a los exonerados. Nuestros proyectos de vida fueron destruidos. Después de 1989 no hubo ni justicia ni reparación para nosotros. Nuestras posibilidades de trabajo después del 90 eran muy limitadas porque al menos ya teníamos 50 años, salvo los que tenían contactos importantes. Logramos una humilde pensión que cada vez tiene menos poder adquisitivo y todavía somos segregados en instituciones y universidades. Muchos exiliados no pudieron volver después del 89 porque sus hijos eran extranjeros y perderían el acceso a los servicios médicos de los países que los acogieron.

  2. Gino Vallega says:

    Todo aquel que diga que los exilios son DORADOS, se hacen merecedores de las maldiciones y blasfemias que los migrantes a la fuerza les dedicamos cariñosamente.

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