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Vaticano, autoritarismo y antisemitismo (XX)

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Otra expresión de la mantención del antisemitismo vaticano durante la segunda guerra mundial y después de ella fue la actitud totalmente contraria de Pío XII a la emigración de judíos a Palestina y a la creación del Estado de Israel. Conducta que en ningún momento se debió a una preocupación especial por la eventual afectación de los derechos del pueblo palestino; sino exclusivamente por la negación a considerar aquello como un derecho de los judíos -¡y ni siquiera como un expediente legítimo para librarlos del Holocausto!- y por el “daño” que ello podría significarle a la cristiandad y a los intereses de la Iglesia Católica en Tierra Santa.

 

Ya el Vaticano había expresado su antisemitismo respecto de este tema cuando en 1904 Theodor Herzl le había solicitado ayuda a Pío X, respecto de su proyecto sionista para que los judíos escaparan de la atávica persecución en Europa. Sin hacer ninguna mención en defensa de los derechos de los palestinos (entonces bajo la dominación otomana), el Papa le negó toda forma de simpatía a los judíos. Así, de acuerdo a Herzl, aquél le dijo: “Los judíos no han reconocido a nuestro Señor, de modo que nosotros no podemos reconocer al pueblo judío (…) La religión judía sirvió de fundamento a la nuestra, pero fue sustituida por las enseñanzas de Cristo y no podemos concederle ninguna validez ulterior” (Daniel Goldhagen.- La Iglesia Católica y el Holocausto. Una deuda pendiente; Taurus, Buenos Aires, 2003; p. 262).

 

Y frustrado por la negativa papal, Herzl le respondió que “‘el terror y la persecución no pueden ser los medios apropiados para iluminar a los judíos’. Pío X no repudió el uso de tales medios, sino que más bien los justificó de forma tácita, dado lo que desde la perspectiva eclesial se interpretaba como obstinación de los judíos: ‘Por consiguiente, los judíos –dijo a Herzl en tono vehemente- tuvieron tiempo de reconocer su divinidad (de Jesús) sin presión alguna. Pero al día de hoy siguen sin hacerlo’” (Ibid.).

 

Posteriormente, durante la segunda guerra mundial, la actitud contraria del Vaticano a salvar judíos europeos a través de su emigración a Palestina -entonces bajo dominio británico- se hizo patente en 1943. En efecto, en marzo de ese año, el entonces delegado apostólico en Turquía, Angelo Roncalli (futuro Juan XXIII) transmitió al Vaticano la petición del representante de la Agencia Judía para Palestina, Chaim Barlas de que hiciese esfuerzos con el gobierno eslovaco (como vimos presidido por el sacerdote católico Josef Tiso) para que “permitiera que a 1.000 niños judíos se les permitiese emigrar a Palestina” (John Morley. Vatican diplomacy and the Jews under the Holocaust 1939-1943; Ktav Publishing House, New York, 1980; 92). En dicha petición, Roncalli “indicaba que el gobierno británico les permitiría a los niños establecerse en Palestina” (Ibid.). Al mismo tiempo, el delegado apostólico en Londres, el arzobispo William Godfried, había enviado un mensaje similar al Vaticano, “con la diferencia que aquel se refería a niños judíos de toda Europa” (Ibid.).




 

Preparando una respuesta negativa, en abril el subsecretario de Estado, Doménico Tardini, escribió en sus notas: “La Santa Sede no ha aprobado nunca el proyecto de hacer de Palestina un hogar judío. Pero, desgraciadamente, Inglaterra no se rinde ¿Y el tema de los Santos Lugares? Palestina es ahora más sagrada para los católicos que para los judíos” (Ibid.). Y el secretario de Estado, Luigi Maglione, respondió el telegrama de Godfried el 4 de mayo de 1943 señalando que “la Santa había hecho todo lo posible para ayudar a los judíos, y especialmente a los niños judíos. Adicionalmente, le recordó a Godfried que el Vaticano desde hace mucho se ha opuesto a la noción de un hogar judío en Palestina. La tierra de Palestina era sagrada para los católicos porque fue la tierra de Cristo y, el cardenal se preocupaba de que los católicos temerían justificadamente por sus derechos si la tierra fuese ocupada alguna vez por una mayoría de judíos” (Ibid.; p. 93).

 

Y dado que organizaciones judías le habían planteado las mismas demandas al delegado apostólico en Washington, el arzobispo Amleto Cicognani; Maglione le respondió a este último en el mismo sentido. Concretamente, le señaló que habían dos problemas envueltos: “El primero era el tradicional derecho de control que los católicos habían ejercido desde hace siglos sobre los numerosos lugares santos en Palestina”. Y el segundo se refería a Palestina misma: “De acuerdo a Maglione, los católicos de todo el mundo veían a Palestina como una tierra santa debido a que fue el lugar de nacimiento del cristianismo. Si, no obstante, Palestina llegaba a ser predominantemente judía, la piedad católica se vería ofendida y los católicos estarían comprensiblemente angustiados respecto de si podrían continuar disfrutando pacíficamente de sus derechos históricos sobre los santos lugares” (Ibid.).

 

Además, Maglione le agregaba: “Es verdad que en un tiempo Palestina fue habitada por judíos. Pero ¿cómo se podría adoptar históricamente el criterio de traer a la gente de vuelta a territorios donde estuvieron fuera desde hace diecinueve siglos? (…) no sería difícil en el caso que haya un deseo de crear un “hogar judío” de encontrar otros territorios que serían más adecuados para dicho propósito; mientras que Palestina, bajo una mayoría judía, provocaría nuevos y graves problemas internacionales, disgustaría a los católicos en todo el mundo, provocaría la justa protesta de la Santa Sede y malamente respondería a las caritativas inquietudes que la misma Santa Sede ha tenido y continúa teniendo por los judíos” (Ibid.).

 

Por último, Maglione le encareció al delegado en Washington de hacer esta opinión conocida por Myron Taylor, el representante personal del presidente Roosevelt ante el Papa; y le advirtió que alertara a los obispos estadounidenses de cualquier cambio en la opinión pública respecto de Palestina que pudiera ser dañina a los intereses católicos (ver ibid.).

 

Era tan fuerte el antisemitismo vaticano a este respecto, que el propio Angelo Roncalli, que tanto ayudó a los judíos europeos perseguidos, ¡manifestó tener que vencer sus propias aprensiones a este respecto! Así, le escribió a Maglione el 4 de septiembre de 1943 que “confieso que este convoy de judíos a Palestina, ayudado específicamente por la Santa Sede, parece como una reconstrucción del Reino Hebreo, y de este modo despierta ciertas dudas en mi mente” (Peter Hebblethwaite.- Pope John XXIII. Sheperd of the Modern World; Doubleday & Company, New York, 1985; p. 192).

 

Por tanto, luego de la guerra y pese al Holocausto, Pío XII continuó opuesto a la creación del Estado de Israel, prefiriendo que los judíos sobrevivientes gravemente desplazados y con temor a volver a sus lugares de origen, emigraran a Estados Unidos en lugar de Palestina (ver Michael Phayer.- The Catholic Church and the Holocaust 1930-1965; Indiana University Press, Bloomington, 2000; p. 176). El cardenal holandés Johannes Willebrands sintetizaba los fundamentos últimos de la postura vaticana -¡sin estar de acuerdo para nada con ella!- en la tesis de que “debido a que los judíos como pueblo eran culpables de la muerte de Cristo, habían sido condenados a un eterno peregrinaje a través del mundo fuera de la tierra de Israel” (Ibid.).

 

Por ello, no reconoció al nuevo Estado de Israel creado por la ONU en 1947, fundamentando dicha actitud L’Osservatore Romano en que “el Israel moderno no es el auténtico heredero del Israel bíblico sino un Estado secular. Por lo tanto, la Tierra Santa y sus sagrados lugares pertenecen a la cristiandad, el auténtico Israel” (Goldhagen; p. 262). O sea, no influyó para nada el que eventualmente se considerare que la creación de dicho Estado pudiese estar afectando los derechos del pueblo palestino…

 

Pío XII mantuvo su actitud hostil al nuevo Estado. Testigo de ello fue James McDonald, representante especial de Estados Unidos ante el gobierno provisional de Israel, que “informó  que el pontífice se oponía al control israelí de la ciudad de Jerusalén porque no confiaba que los israelíes mantuvieran sus promesas respecto de los derechos religiosos de las Iglesias cristianas” (Phayer; p. 176). Por su parte, el cardenal Eugene Tisserant aconsejó al Papa a que fuese conciliatorio y buscara un compromiso con los israelíes, sin obtener resultado alguno (ver ibid.).

 

E incluso, cuando el ministro israelí de asuntos Religiosos, Jacob Herzog, visitó el Vaticano en 1948, esperando dar seguridades de protección de las propiedades de la Iglesia, “no pudo ni siquiera hablar con los subsecretarios de Estado Juan Bautista Montini y Doménico Tardini, y menos aún con el Papa” (Ibid.).

 

Por Felipe Portales

 

 

 

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Historiador y sociólogo

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