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Blindar la democracia liberal para salvar el planeta

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Desde mediados de los 70 del siglo pasado Chile pone en marcha la escuela económica neoliberal. País doblemente pionero, tanto en la implementación autoritaria del neoliberalismo pinochetista, como en su gestión los últimos 24 años, de 32 de posdictadura, por la centroizquierda, que logra articular una cuadratura del círculo con una operación virtuoso de políticas públicas, a pesar de que el Estado tuvo un escuálido 18-22% del PIB (la media en la OCDE es de 48%); los datos son incuestionables: la pobreza baja de un 40% a un 9% antes del estallido social y la pandemia; el poder económico casi se cuadruplica, y el ascensor social crea una enorme clase media baja.

Sin embargo, dentro de estos nuevos parámetros de mayor bienestar socioeconómico, se ha gestado una desigualdad de vértigo: el 1% de la población, dueña del sistema económico y financiero, concentra, según World Inequality Report de 2022, el 49,6% de la riqueza total, creando las condiciones perfectas para un tsunami de descontento social que cristaliza en el estallido del 19/10/2019, cuyas reivindicaciones aún no se materializan.

La consecuencia más perversa del neoliberalismo, es la desfinanciación del Estado para mercantilizar la protección social en la esfera económica privada, destruyendo su capacidad para solventar el bien común y, así, vaciando de sentido a todas la instituciones de la democracia, en especial el Estado y el Congreso y, obviamente, esto conlleva al descrédito y  deslegitimización de la razón de ser del sistema democrático liberal: minimizar siempre la inequidad.

En consecuencia, el malestar social contra la democracia se ha ido consolidando bajo el capitalismo neoliberal ya que la somete a una disfuncionalidad estructural al quitarle su base económica y financiera impidiéndole solucionar las injusticias socioeconómicas que, por cierto, el mercado privado ya sabemos no soluciona. Con las instituciones de la democracia en crisis por el neoliberalismo, las fuerzas ultraderechistas han logrado canalizar el enorme malestar social, proponiendo administrar un neoliberalismo autoritario institucionalizado; quizás la última etapa de esta escuela económica.

Históricamente, este escenario de gran descontento social en democracia generalmente alienta a la ultraderecha a provocar intencionalmente la polarización política para destruirla, convirtiendo a esta ideología ―con base neonazifascista― en auténtica carroñera del sistema democrático en crisis hasta, haciendo uso de las bondades de libertad que ofrece este sistema, alcanzar el poder para erosionar las instituciones y, literalmente, asaltarlas, como sucedió en las administraciones de Donald Trump, en EE UU y la de Jair Bolsonaro, en Brasil.

Con un fuerte componente fundamentalista de género sobredimensiona una masculinidad racial de hombre blanco con un feroz patriarcalismo de composición vertical y jerárquica y, por tanto, antidemocrática; su narrativa ideológica es el discurso del odio perenne alimentado de racismo, homofobia y misoginia endémicos. Con estos mimbres, la ultraderecha nos propone en el plano social y de derechos civiles y humanos, una regresión total y en toda regla, devolviendo a las catacumbas a las mujeres, a la comunidad LGTBIQ+, a toda persona que sea “distinta” ―morena/negra o extranjera― y a las capas sociales más vulnerables. En el plano económico, promete un retorno al ultraneoliberalismo autoritario de corte pinochetista, pero ahora ratificado por voto popular.

Además, la ultraderecha es negacionista del cambio climático ya verificado por la ciencia. En estricto rigor, el político ultraderechista es el genocida del futuro más próximo, ya que serán  ―y ya comienzan a serlo― los responsables directos de un auténtico apocalipsis provocado por el calentamiento de la atmósfera.

En esta dramática coyuntura histórica, una  propuesta es blindar la democracia liberal para no acabar en un sistema autoritario iliberal de capitalismo neoliberal salvaje ultraderechista. Esto se lograría constitucionalizando un poder simétrico entre mercado y estado, de tal forma que uno de ellos no destruya al otro, como lo ha hecho el mercado neoliberal en detrimento del estado democrático representativo. Un auténtico sistema democrático liberal garantiza el bien común con un volumen estable de capacidad económica y financiera para gestionarlo.

Conjuntamente, se debe blindar una economía sustentable, ¿criminalizando el negacionismo del cambio climático que alienta el cataclismo voluntario del ecosistema?; ¿se debe declarar un crimen de lesa humanidad a priori ya que, boicotear el plan de acción para minimizar el calentamiento del planeta, morirán millones de personas? Ya están muriendo; 24 personas en el penúltimo incendio forestal en el sur del país.

Epílogo: el fin de la democracia liberal en manos de la ultraderecha autoritaria, es el fin del planeta.

 

Por Jaime Vieyra Poseck

 

 

 

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