Cuando un amigo te cierra la puerta y un desconocido te tiende la mano
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Estas experiencias pasaron en todos lados. En la Alemania del Holocausto, en la Europa invadida, en las dictaduras de América Latina. Porque el ser humano suele ser valiente y cobarde, generoso y egoísta, solidario y individualista. ¿Quizás las dos cosas a la vez? Pero no voy a referirme a eso, todos lo hemos vivido.
Sólo quiero hablar ahora de un hombre valiente y solidario.
Eduardo Wolnitzky se llamaba, nunca supe su segundo apellido. No era un compañero, ni siquiera un amigo. Era un cliente de mi marido, Héctor Behm, que en su despacho de abogado le estaba atendiendo un asunto civil.
Eduardo era un hombre de alrededor de 50 años, que llegaba muy temprano a nuestro departamento en la calle Paraguay. No llamaba por teléfono ni tocaba el timbre, sólo se sentaba en la escalera a esperar. Cuando Héctor salía en la mañana, se lo encontraba. Supongo que el contrato que le estaba haciendo le importaba mucho a Eduardo.
Después no sé qué pasó, cuando vino el golpe entiendo que Héctor lo llamó, como llamó a mucha otra gente para buscar un refugio que no fuera en casa de personas de izquierda conocidas.
Pues los niños y yo fuimos a dar a la casa de Eduardo, un departamento en la Avenida Santa María. Héctor se quedó afuera, haciendo gestiones diversas. En esos departamentos de Avenida Santa María, que eran muy buenos, ha vivido mucha gente conocida: mi tío Santiago Labarca, también Santiago Aguirre con la Flor, Agustín Alvarez Villablanca y otros.
Pues el hecho es que mis hijos y yo estuvimos en el departamento de Eduardo Wolnitzky, en plena dictadura, como 15 días o más. Llegaban sus hijas con sus maridos, tenía una empleada y claro, todo el mundo, los vecinos, los proveedores, los parientes se daban cuenta de que allí había otra gente, aunque nos manteníamos en un cuarto interior. Cualquiera nos podía haber denunciado y a Eduardo también por refugiar a gente peligrosa, buscada por la dictadura.
Eso pasaba en todas partes. Era casi imposible ocultarse en el Santiago de septiembre de 1973. Por eso tantos compañeros cayeron.
Un día mis hijos se fueron con mis padres a una casita que éstos tenían en Peñaflor. Más tarde le pedí a Eduardo que por favor me llevara a Peñaflor para recogerlos. Fuimos en su auto y la casa estaba cerrada, no había nadie.
Un vecino nos dijo que habían llegado los policías o los militares, buscando ¿a mi hermano Eduardo? Se fueron diciendo que volverían
Mis papás tomaron a los niños y volvieron a Santiago. ¿A dónde? No a su casa, no a la casa de nadie conocido. En suma, no podía yo encontrara a mis hijos.
Fue la única vez que me quebré después del golpe y me puse a llorar desesperadamente: se me habían perdido mis niños pequeños. Mi mamá no sabía dónde estaba yo ni nadie sabía nada de nada.
Eduardo Wolnitzky me consolaba lo mejor posible. Era un hombre bueno, un hombre tierno, un hombre solidario.
Después de varios días encontré a los niños: por suerte los teléfonos seguían funcionando normalmente, todavía no había muchas interferencias. Mi mamá se había llevado a los chicos a casa de una amiga porque la suya no era segura.
Por último nos asilamos en la embajada de Panamá, la más accesible y que había cambiado de domicilio y los milicos no lo sabían porque todavía no estaba en la guía de teléfonos. El que nos llevó a esa embajada en su auto fue Eduardo, corriendo todos los riesgos del caso. Los niños con órdenes de no abrir la boca, pasara lo que pasara.
En Cuba no nos podíamos comunicar con Chile y más tarde, desde México no convenía.
Después de la muerte de Héctor comencé a recapitular en todo. Traté de ubicar a Eduardo Wolnitzky en Chile. Pero no lo logré, ya había fallecido.
Hubiera querido darle las gracias, decirle que probablemente nos había salvado la vida, que se había portado como un hombre valiente, generoso, altruista. En suma, como un hombre extraordinario.
No se lo pude decir, pero ahora lo digo aquí, porque él tenía hijos, parientes, posiblemente nietos y por si alguien se los dice o en cualquier forma se enteran de esto, para que sepan el maravilloso ser humano que fue Eduardo Wolnitzky.
Por Margarita Labarca Goddard