Encontrar en la calle a un mendigo muerto, a nadie debe sorprender. Como se ignora su domicilio y quien es, la municipalidad se preocupa de retirar el cadáver y lo envía a la morgue. Ahí puede ser reclamado por sus familiares. Si al cabo de unos meses nadie realiza la diligencia, es arrojado a la fosa común del cementerio.

“Una ciudad donde no hay mendigos no es ciudad”, escribe una poeta y acierta en su análisis. Idea que ha recogido del proverbio árabe: “Casa sin niños no es casa”. De morir cualquier mendigo, en nada altera la marcha de la ciudad. Si se seca algún árbol de las calles o lo abate un temporal de viento o lluvia, es talado y convertido en leña.

En Ocho Norte de Viña del Mar, a tres cuadras de la avenida Libertad, hay un banco frecuentado por un mendigo. Se tiende sobre cartones, pedazos de diarios y se cubre con una frazada sebosa, agujereada por las polillas. A distintas horas duerme, como cualquier holgazán. Lo acompaña un perrito, que se guarece debajo del banco, cuya fidelidad siempre conmueve. Los animales demuestran esta condición mejor que los humanos. No duerme sobre una alfombra, en una caseta en el jardín o metido en la cama, abrazado a la soledad del amo.

Nuestro mendigo —nos pertenece porque vivimos en su misma ciudad— cumple si puede las normas del ciudadano. Se las ingenia para obtener la merienda. Pide en los restoranes las sobras antes que la boten a los contenedores de la basura, o él mismo la recoge de ahí. Donde también consigue la ropa que cubre su precariedad. Al momento de realizar sus urgencias biológicas, busca un lugar discreto. Sabe de pudor, aun cuando la condición de ser mendigo, lo aleja de ciertas conductas de urbanidad.

Como yo circulo a menudo por ahí, lo observo en silencio movido por la curiosidad de quién recorre las calles como él, empeñado en descubrir lugares donde el misterio escribe historias. Cada esquina la tiene. He sentido en ocasiones la tentación de hablarle, de mantener una mínima conversación, para distraer nuestra ociosidad. Al ignorar cual va a ser su reacción, prefiero seguir de largo.




Hace una semana ha dejado de frecuentar el banco, su lecho de emergencia, el cual no debería de serlo, al no disponer de otro lugar donde vivir. Como deseo por curiosidad saber de su destino, pregunto al conserje del edificio situado frente al banco, si algo sabe del mendigo, pues en las tardes riega el jardín del inmueble.

—Murió de frío y se lo llevaron a la morgue.

— ¿Se supo quién era?

—En cierta ocasión, me contó que había huido de su casa cuando era muy niño y desde hacía años, vagaba por la ciudad. Ni siquiera sabía su nombre y el lugar de donde era, porque lo había olvidado.

— ¿Y qué ha sabido del perrito que lo acompañaba?

—Desapareció apenas llevaron a su amo a la morgue.

Como la respuesta creaba un nuevo escenario, lo cual imaginaba que podía suceder en cualquier instante, me marché en silencio. La ciudad, mientras empezaba a llover, la sentía distinta. Por fin había llegado la ocasión que tanto anhelaba: disponer del banco desocupado.

 

Por  Walter Garib

 

 

 

 

 



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