En Memoria a Miguel Vicuña Navarro (1948-2022)
Tiempo de lectura aprox: 1 minutos, 49 segundos
caída, inmersión, olvido, pérdida…».
Sirvo una copa de vino y abro uno de tus libros de poesía «dicha non desdicha» ambos gestos reviven recuerdos de compartir los alimentos en una misma mesa: «mira, querido!». Supe de tu enfermedad y no fui a visitarte, la pandemia trajo muerte y aislamiento. Te tocó sufrir la misma enfermedad que le causó la muerte a mi madre, como fuiste más sabio supiste darme una palabra y brindar gestos de ternura.
Sin duda, resististe hasta el final, así te conocí, resistiendo sin vender tu alma al diablo. Sin ninguna pretensión de santidad, lleno de ritos de purificación honrando la amistad. Contertulio, maestro de la palabra, bien sabías que «una palabra se abre igual que una breva». Hoy es tiempo es brevas maduras, antes de que lleguen los higos, la higuera es tan generosa en la entrega de dones, como tú mismo lo fuiste. Parecías severo, a veces, mas siempre tu corazón titilaba en ese cuerpo resistente.
Entre los filósofos chilenos era notoria tu erudición, siempre tenías algo que aportar en una conversación y más todavía cuando esta te interesaba, por lo tanto la mayoría de las veces, sin temor al tiempo, el reloj no te afligía. Pocos entre nosotros han tenido el privilegiado don de lenguas, destacabas como traductor de varias de éstas en las que se ha depositado la filosofía.
Eres una llama, encendiendo la palabra y los ánimos, animando el espíritu, diré ilustrado. Contertulio decimonónico, lagarrigólogo, bilbaino, respetando a ciertos espíritus que encarnaban sabiduría. Incluso un verano peregrinamos al cementerio, caminando desde el patio principal del Mercado Central, hacia Avenida La Paz, haciendo la ruta de los locos, para llegar a mausoleos que honrabas, hablándonos de tus antepasados escultores hasta encontrar un buen lugar de descanso en el popular «quita penas» ahí en calle Recoleta.
Te recuerdo sentado en alguna mesa en la calle Santa Rosa al llegar a la Alameda, cerca de ahí de San Isidro y de la Biblioteca Nacional, gozador de «pichangas». Otras veces, cerca de tu departamento ahí en el barrio París-Londres comiendo empanadas. Otras tantas, un poco más allá en el bar Las Pipas, o en La Unión Chica con «caldo mayo» o tortilla de papas, la última vez que te ví fue en el Don Rodrigo al costado del Cerro Huelén.
Tenías esa autoridad del maestro de otras épocas, legendario para varios de los que habían sido tus alumnos. Coherente con tus amigos disputando la palabra, también cubierta de retórica, filosa en el debate, como un caballero quijotesco con su espada en mano. Sigues presente en este Santiago entrañable, perdido hace tiempo, por eso nos cubre la nostalgia. Como bien escribiste: «Después de tanto pensarlo/ he logrado descubrir/ que vale nada impedir/ el destino que se cumpla».
Te escribo estas escasas palabras conmocionado desde el deber de los contertulios que entregaron parte de su vida en el respeto del verbo, en ese origen al cual tuvimos el privilegio de asistir aunque lejos del Edén, alegres sin estar colmados, resistiendo tantas veces y persistiendo en la conciencia de nuestra precariedad existencial, cobijados en el júbilo, evadiendo la tristeza, alejándonos de la última palabra.