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La calle está hablando en Perú. Y lo hace a gritos. Desde los rincones más lejanos y profundos de su geografía hasta la megaurbe de Lima, clama por el cierre del Congreso, por nuevas elecciones generales, una asamblea constituyente y por la liberación de Pedro Castillo.

La lucha de calle tiene una larga tradición en el país andino. En múltiples ocasiones ha definido cuestiones cruciales. Un nutrido archipiélago de movimientos populares ha florecido manifestándose por avenidas y veredas, bloqueando caminos, haciéndose cargo de su autodefensa en Rondas Campesinas y enfrentando la devastación perpetrada por la minería a cielo abierto.

La convocatoria en marcha a la insurgencia popular es hija de la crisis política causada por el anuncio de Castillo, a menos de 500 días de asumir la presidencia, de que su gobierno procedía a disolver temporalmente el Congreso de la República e instaurar un gobierno de emergencia excepcional, que gobernaría echando mano a decretos-ley hasta la instalación de un nuevo Congreso, y su casi inmediato arresto y sustitución por la vicepresidenta Dina Boluarte, ante el beneplácito estadunidense y de la Organización de Estados Americanos (OEA).

También es producto de una crisis política endémica. En cuatro años han gobernado Perú seis presidentes (Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino, Francisco Sagasti, Pedro Castillo y Dina Boluarte). La actual emergencia social se origina, en parte, en el agotamiento del régimen surgido en 1993 y en su caduca Constitución. Hay, no sólo un pulso permanente entre el Congreso y el Ejecutivo, sino también una falta de representación política de enormes sectores de la población.

Históricamente, el Sindicato Unitario de Trabajadores de la Educación en Perú (Sutep) ha sido clave en la forja de la fuerza social de izquierda que ha tomado las calles a lo largo de cinco décadas. Sus agremiados –unos 800 mil maestros– están en todo el territorio. El tejido invisible del internacionalismo llevó a que, a mediados de la década de 1970, el Sutep entablara una estrecha relación con los docentes mexicanos que, en 1979, fundaron la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE).

Surgido del Sutep, el profesor Pedro Castillo encabezó en 2017 una escisión de esa gremial para fundar la Federación Nacional de Trabajadores de la Educación de Perú. Después formó el Partido Magisterial y Popular del Perú, como una de las herramientas electorales que le permitieron ganar la presidencia.

El maestro rural Castillo nació en el seno de una familia campesina. Sus padres eran analfabetos. Nunca fue diputado ni ministro. Proveniente del evangelismo progresista, como dirigente del Sutep dirigió una de las más largas e importantes huelgas de los trabajadores de la educación peruanos en 2017. En 2021, el magisterio se convirtió en el eje vertebrador de su campaña electoral, en la que visitó las comunidades adonde no llegan los partidos políticos, con un enorme lápiz como emblema.

En un país marcadamente racista, el docente ganó las elecciones presidenciales en segunda vuelta, articulando a la izquierda social, los pueblos indígenas y a los sectores sociales no identificados con el sistema político. Ofreció, por ejemplo, convocar a una asamblea constituyente e impulsar la reforma agraria. Derrotó a la cleptocracia neoliberal encabezada por Keiko Fujimori, dotada también de importante base social, construida durante el gobierno dictatorial de su padre, alrededor de la lucha contra la pobreza.

Sin embargo, más allá de la victoria en las urnas, muy pronto quedó claro que Castillo ganó la presidencia, pero no el poder. Quedó en minoría en el Congreso, no contó con el apoyo ni del ejército ni del Poder Judicial, y enfrentó la animadversión de la prensa y los grandes potentados. Los hechos se sucedieron con rapidez. En dos ocasiones, el Congreso intentó removerlo. No alcanzaron los 87 votos que requerían.

Ante los embates de la derecha, lejos de recurrir a quienes lo llevaron a la presidencia, Castillo se aisló de ellos. Cedió a las presiones de la derecha y se deshizo de los mejores hombres y mujeres de su gabinete. Dejó de lado la convocatoria a una asamblea constituyente, elecciones adelantadas, reforma agraria y la lucha contra la minería a cielo abierto. Por si fuera poco, llamó a la OEA a mediar en el pulso que mantenía con el Congreso.

Pese a las acusaciones de corrupción en su contra, al momento del golpe contaba con una aprobación de 31 por ciento, mientras el Congreso tenía apenas 9 por ciento de simpatías. El pasado 7 de diciembre, los legisladores de derecha habían fraguado un nuevo intento de golpe cameral, para el que no contaban con los votos suficientes. Sin embargo, el fracasado llamado del presidente a disolver el Parlamento precipitó su caída.

La respuesta de los nadie contra el golpe de la derecha ha sido de un vigor impresionante. El Perú profundo habla con huelgas indefinidas, caravanas, manifestaciones, bloqueos carreteros, cuarteles de la policía incendiados, tomas de aeropuertos, choques con la fuerza pública. La insurgencia popular está en marcha.

¿Qué futuro tendrá esta explosión de los invisibles? ¿Podrá precipitar una convocatoria adelantada a elecciones (no la burla anunciada por Boluarte) y una nueva constituyente? ¿Se decretará el estado de emergencia? ¿Será ahogada a sangre y fuego? Independientemente del desenlace que tenga, como sucedió hace 151 años, cuando los comuneros parisinos tomaron el cielo por asalto, la insurgencia popular que hoy habla el idioma de la calle en la patria de José Carlos Mariátegui merece nuestra solidaridad y apoyo.

Por Luis Hernández Navarro

Fuente: La Jornada

Twitter: @lhan55

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