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Brasil: el dolor de un silencio

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El nombre de pila de Gal Costa era inmenso: Maria da Graça Costa Penna Burgos. Mucho más inmensa –en realidad, infinita– era la belleza de su voz luminosa, cristal y luna, viento y sol.

El miércoles 9 de noviembre esa voz se calló para siempre. Y frente a ese silencio súbito, Brasil quedó sumergido en una marea de tristeza. Mi país también silenció, un silencio cargado de dolor y de ausencia.

Recuerdo la aparición de Gal, una muchacha hermosa, flaca, delicada. Su voz de timbre perfecto, una afinación angelical, y cantaba siguiendo las huellas de João Gilberto, el alma de la bossa nova del maestro Tom Jobim. Era de una timidez apabullante en aquellas primeras presentaciones. Su primer disco –en aquellos tiempos ahora remotos eran llamados LP– fue también el estreno de otro bahiano como ella, Caetano Veloso.

Era el auge de una generación irrepetible, integrada por Chico Buarque, Edu Lobo, Milton Nascimento y otro bahiano eterno, Gilberto Gil. Era el tiempo en que cantantes como Ellis Regina y la también bahiana Maria Bethania daban un vuelco en el escenario de la música popular brasileña con ecos por varias playas del mundo.

Recuerdo su voz de timbre absoluto cantando versos de Caetano que decían Es preciso, oh dulce enamorada; seguir firmes en la carretera / que no lleva ningún dolor. / Mi dulce y triste enamorada / mi amada idolatrada / salve y salve nuestro amor.

Esa ingenuidad olímpica, aliada a una melodía delicadísima, alzó vuelo rumbo a la eternidad en la voz de Gal. Rejuveneció a los mayores y prendió fuego en el alma de los jóvenes. Y ahí fue siempre con Gal en todo lo que cantó.

Sí, sí, soy de la generación que a vio Gal Costa surgir, hermosa, altiva, dueña de una voz sin igual. Recuerdo cómo en muy poco tiempo la imagen y la voz de Gal se extendieron a todas las generaciones de brasileños, las que llegaron antes y las que vinieron después de la mía.

Discretísima en su vida particular, ha sido radicalmente revolucionaria en los escenarios, desafiando la censura de los militares cuando Caetano, Gilberto Gil y Chico Buarque amargaban el exilio. Y no desafiaba solamente con sus canciones, sino con su actitud, su osadía bajo las luces de los teatros.

Todavía me parece increíble cómo semejante estrella fue reservadísima en su vida personal y absolutamente explosiva en los escenarios. Estuvo bajo las luces por décadas, impactó plateas con su ropa sensualísima, con su atrevimiento frente a la censura de la dictadura, su repertorio cada vez más amplio y libre de rótulos. Y de su intimidad se sabe que estuvo casada con un músico por escasos dos años, y tuvo compañeras amorosas que iban de actrices famosas a mujeres anónimas. Ahora, con su partida, se supo el nombre de su última compañera, una relación de años encubierta por el silencio.

Incentivó a nuevos autores, le dio vida nueva a canciones de Chico, de Tom Jobim, de Milton Nascimento, de Edu Lobo, de sus coterráneos. Con Caetano, Gil y Bethania integró el cuarteto Dulces Bárbaros, fue la musa del movimiento Tropicalista, que cambió el panorama musical de Brasil. Supo ser vanguardia mientras rescataba canciones clásicas de décadas y décadas anteriores. Reveló autores que se hicieron astros del cancionero. Le encantaba cantar. Y, cantando, encantó multitudes.

Sí, sí, ha sido una voz de cristal y de luz que supo interpretar y describir a Brasil y a los brasileños a lo largo del tiempo.

La conocí cuando todavía se presentaba como Maria da Graça y comenzaba en São Paulo. Casi no tuvimos ningún contacto desde entonces. Cosas de la vida.

Pero cuando supe de su partida, sentí de inmediato que se abría un abismo en mi alma. Y ese abismo quedará abierto, inmenso, por los tiempos que vendrán.

¡Gracias, Maria da Graça! ¡Gracias, Gal! ¡Hasta siempre!

 

Por Eric Nepomuceno

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