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El mundo está loco, loco, loco, loco (It’s a Mad, Mad, Mad, Mad World) fue el título de esa gran película de Stanley Kramer de 1963, por otro lado, el iconoclasta Enrique Santos Discépolo nos recordaba en su célebre Cambalache que “el mundo fue y será una porquería nada más / en el quinientos diez y en el dos mil también” y en una de sus tantas historietas, Mafalda había puesto una serie de vendas y parches al globo terráqueo de su casa, para mostrar el estado enfermo en que éste se encontraba.

Bueno, las cosas no han mejorado, o más bien dicho, han empeorado. Claro, tampoco es cosa de ponerse pesimista en exceso, pero hay que admitir que incluso para uno que siempre veía las cosas con una cierta dosis de optimismo—siempre racional, nunca ilusorio—, tal como se ve el panorama no hay mucho motivo para pensar muy positivamente.

Tanto en los aspectos éticos, como en la política, sea esta mundial o doméstica, como en las perspectivas del estado del planeta mismo, hemos llegado a un punto en que las cosas no dan signos de cambiar para bien. Ese panorama seguramente ya no cambiará en el período de vida de quienes fuimos jóvenes en esos lejanos años 60, pero lo que es peor, es probable que ni siquiera mejore para las generaciones que nos han seguido.

En Chile, para mí, un lugar lejano que cada día parece distanciarse más de nuestras memorias y esperanzas, hace ya poco más de un mes que por amplia mayoría la gente rechazó el proyecto constitucional más moderno y democráticamente generado de toda su historia. “Era demasiado buena” escribió Miguel Lawner, en referencia al texto echado al papelero. Seguramente tiene razón, aunque por otro lado eso indirectamente significa admitir que el pueblo chileno simplemente no estaba a la altura de ese texto. “No (hay que) perder el tiempo lanzando perlas de sabiduría ante cerdos impíos”, advertía Jesucristo a sus discípulos en el Evangelio según San Mateo (7:6). Duras palabras sin duda, algunos dirán que son reacciones elitistas, al ver que el pueblo no acompañó un proyecto demasiado vanguardista. Algunos han apuntado a que se habría pasado a llevar un principio esencial de estrategia política, muy bien delineada por no otro que el propio Lenin: la vanguardia debe guiar al pueblo, pero al mismo tiempo debe tener cuidado de no adelantarse demasiado y quedar sola. En ese sentido crítico se han explayado especialmente quienes han subrayado el presunto carácter “maximalista” de la propuesta constitucional.




Por cierto, habrá aun muchas más interpretaciones de por qué se rechazó una propuesta que buscaba mejorar las condiciones de vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad chilena. ¿Qué llevó a la gente de las comunas más pobres a votar del mismo modo que los habitantes de las comunas más acomodadas? ¿O es que esto de las clases sociales ya no tiene vigencia? Algunos han enfatizado conductas de los propios convencionales que tempranamente habrían creado un ánimo de escepticismo e incluso de antagonismo en la ciudadanía. Estuvo ese caso de Rojas Vade, ese sujeto que se hizo pasar por enfermo terminal para recolectar dinero y ser elegido, o ese otro que durante una sesión remota estaba en el baño, o esa convencional que, no se sabe a título de qué, se exhibió semidesnuda. Si bien es cierto todas estas fueron en diverso grado, errores, estupideces o derechamente sinvergüenzuras como el del falso enfermo, esas desgraciadas ocurrencias no podrían considerarse como factores determinantes, aunque si contribuyeron a la derrota.

El voto obligatorio—sobre lo cual siempre he estado en contra—sin duda fue otro factor que contribuyó a la derrota del 4 de septiembre. En un artículo Gonzalo Martner apuntó muy certeramente a este punto, al señalar que hizo converger dos posiciones conservadoras, la de la derecha, por un lado, pero también lo que llamó un “conservadurismo popular” también muy enraizado. Lo que por mi parte siempre señalé, es que era un error pensar que ese vasto sector que tradicionalmente se abstenía de concurrir a las urnas, por el hecho de ser más numeroso en las comunas de bajos ingresos votaría por la izquierda. Lo cierto es que no fue así. Siempre señalé que, forzados a votar, esa gente no se comportaría diferentemente del resto de la población. En verdad, me quedé corto en esa apreciación ya que ese segmento de “votantes obligados” incluso se inclinó más a la derecha de lo que podía esperarse.

Esto nos debe llevar a reflexionar muy seriamente sobre cambios en los patrones de conducta electoral de los sectores más pobres de la sociedad, que no son privativos de Chile, sino que—desgraciadamente—se observan en otros países también. Baste recordar como amplios sectores de bajos ingresos, incluyendo de la propia clase obrera, apoyaron (y siguen apoyando) a Donald Trump en Estados Unidos. Bueno, algunos dirán que ese país no tendría una tradición de conciencia de clase muy arraigado, pero en cambio Francia sí que la tendría y también hay que ver que allí, en muchos sectores populares e incluso de clase obrera, en las últimas elecciones la extrema derecha de Marine Le Pen obtuvo gran votación.

¿Cómo explicar que, en Brasil, en las últimas elecciones, si bien Lula obtuvo el primer lugar y disputará la presidencia en segunda vuelta, en el parlamento y en los gobiernos estaduales haya ganado la derecha ampliamente? ¿O que, en Perú, después que el año pasado la ciudadanía hubiera elegido a un presidente izquierdista, en las recientes elecciones regionales y municipales haya sido la derecha la que se hizo de las principales ciudades, incluyendo a Lima, la capital?

Se puede decir incluso que el fantasma del fascismo ha hecho su reaparición, nada menos que en el país donde el término se acuñó hace justamente un siglo. El triunfo inapelable del partido Fratelli d’Italia ha enviado un serio mensaje, la extrema derecha, incluso en su versión fascistoide está resurgiendo. Por lo demás ya hay partidos de extrema derecha gobernando en Hungría y Polonia, en tanto que en España los neofascistas de Vox se hacen muy fuertes. El caballito de batalla de esta nueva versión del fascismo es el tema de la inmigración, lo que en Europa los grupos fascistas ven como una amenaza a su identidad.

Incluso en el país en que vivo, Canadá, y más concretamente en la provincia de Quebec, la ultraderecha de corte fascistoide se hizo con una abrumadora victoria en la asamblea provincial hace pocos días. La Coalition Avenir Québec (CAQ) liderada por François Legault, obtuvo un holgado triunfo, favorecido además por el sistema electoral. Días antes de los comicios, nada menos que el ministro provincial a cargo de la inmigración, un señor Jean Boulet, se había referido a los inmigrantes del modo tan ofensivo como sólo Trump lo había hecho en Estados Unidos. “Los inmigrantes se vienen a Montreal, no trabajan y no hablan francés…” había dicho Boulet. Una notoria manera de insultar que además desconoció un hecho significativo: en lo peor de la pandemia, mientras los hospitales estaban a punto de colapsar, el trabajo más duro de cuidado de pacientes y de tareas de aseo en los hospitales era hecho principalmente por inmigrantes, en especial haitianos y africanos. ¿Perdió votos el Sr. Boulet por sus ofensivas declaraciones? Absolutamente no, por el contrario, en su circunscripción, en una ciudad de mediano tamaño y con abrumadora mayoría francófona y blanca, este hombre obtuvo una resonante victoria. No hay que engañarse pues, sea aquí en Quebec, en Italia, o en las localidades del norte de Chile, el discurso antinmigrante tiene eco y resulta ganador.

El mundo está loco como decía el cineasta Kramer, o enfermo como lo veía Mafalda, o—yendo a un juicio más extremo—a lo mejor es “una porquería”.  Habrá que ver si aun nos queda un poco de optimismo frente a un mundo, que por cierto no ha salido de la nada, sino que ha sido fabricado por los que manipulan el modo de pensar de la gente. En este contexto de neoliberalismo, donde más que ciudadanos encontramos consumidores, y donde se desprecia al que es diferente, no debe sorprender que gente como Bolsonaro en Brasil, Giorgia Meloni y sus Fratelli d’Italia, o Legault y Boulet con su CAQ en mi provincia de Quebec, en Canadá, gocen de un innegable respaldo popular.  La tarea de cambiar este mal estado del mundo es ciertamente enorme, aun así, lo que me queda de optimismo me dice que debe ser factible, aunque los de nuestra generación no alcancemos a verlo.

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

 

 

 

 

 

Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín

 



Desde Montreal, Canadá

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  1. Ante todo el entusiasmo del 80% a favor de una nueva constitución, en los mismos días, la votación para el parlamento aumentaba el poder de la derecha de 1/3 a 1/2 : 50% del odioso senado era ( es ) de la derecha que rasguñaba y se defendía con los 2/3 para aprobar cualquier ley : los mismos que repelían a los políticos y a Piñera, le daban un triunfo que liquidaba, por secula seculorum, la posibilidad de una NC progresista. Los animales de la tropa deben seguir al animal con la campana y a lo Lenin. prohibido adelantar al guía. El aborto de la NC lleva el país a otra NuevaNueva Constitución que no será sino la pinochet-lagos parchada, tal vez con el TPP 11 que hará de Chile un país aún más dependiente de las transnacionales (súmele a la dependencia de USA-asociados). Esta hermosa historia de un país que se llenó de esperanzas y las rechazó, será estudiada y comentada por historiadores y politólogos surtidos que no lograrán revertir el destino conservador de nuestro pueblo.

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