Cómo seguir luego del triunfo de la elite: ¿Productoras de eventos o herramientas de lucha política?
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En tanto comienza a disiparse la bruma de la derrota, comienzan a quedar claros los efectos más notables de lo que pasó el domingo cuatro de septiembre: sigue viva la constitución redactada durante la dictadura, sigue viva la cultura de la mentira, y quienes están llamados o por lo menos se proponen como la alternativa a esa cultura, siguen sin dar pie con bola.
Si se quiere ver en una escala pequeña, lo que hubo fue una derrota electoral con visos elocuentes de fracaso. Quedó clara la operación de la ultraderecha que tenía objetivos muy claros: tranquilizar los ánimos encendidos en la revuelta de octubre, que el gobierno quedara en una situación casi límite y al borde de la subsistencia precaria y, por cierto, que nada cambie.
Convengamos en que el reventón de octubre de 2019 no fue una movilización popular que cumpliera con los requisitos necesarios para haber sido clara expresión de descontento que se proponía un cambio en el modelo.
Pudo ser. Pero no fue.
Más bien fue una señal de la crisis del neoliberalismo tal como lo hemos conocido, pero con un pueblo inorgánico, afectado en su diario vivir, en sus bolsillos, sus créditos y deudas que se lanzó a las calles dando rienda suelta a una rabia muy profunda y desfinanciada.
También despolitizada.
No fue posible controlar el estallido de millones de personas por la recurrente y hasta entonces efectiva represión. Se prendieron las alarmas: aquello que antes era infalible hoy no daba resultados.
La elite necesitaba salir del atolladero. Algunas voces entendían que para resolver el peligro era necesaria la renuncia de todo el sistema político. Fue cuando Sebastián Piñera pone en juego la joya de la corona: la Constitución del 80/05.
En ese momento la ultraderecha y sus aliados de la exconcertación echaron a andar su plan: si antes fueron los tanques rusos entrando a La Moneda, hoy sería el miedo a perder la segunda casa de aquellos que ni siquiera tienen una.
El resto ya lo sabemos.
Esta derrota electoral que tiene el tufillo amargo del fracaso y hay que entenderla en un contexto de mayor envergadura estratégica, partiendo por el rol del pueblo en esta pasada.
¿Dónde estuvo?
Ni el estallido de octubre, ni el proceso constitucional, derrota de por medio, fueron instancias en las cuales se vio al pueblo organizado diciendo su palabra: nadie jugó un rol conductor del proceso.
Nadie siquiera se lo propuso. De la derrota nadie se hace cargo, pero de haber ganado sobrarían padres del triunfo.
Entendamos por movilización popular no la marcha ni el desfile, sino que el impulso de una estrategia popular de poder que supone medios, métodos, políticas de alianzas, características y objetivos políticos medibles y contrastables, capaz de generar un estado de ánimo que allane el trabajo articulado, promueva la unidad y genere una mística indestructible.
En el pasado esas estrategias las dirigían los partidos políticos de izquierda, cuya mayor y mejor expresión fue el proceso que terminó en el gobierno Popular encabezado por Salvador Allende.
El resultado del plebiscito no fue una derrota del pueblo organizado porque no hubo pueblo organizado.
Más bien el pueblo fue arrastrado a la derrota de un proceso que no fue otra cosa que la salida de la elite para soltar la presión que amenazaba un modelo que había sido duramente golpeado.
Y en este punto resalta con luz propia la pregunta necesaria: ¿Quién debe ponerse a la cabeza de un movimiento o estrategia democratizadora que represente los interés de la gente más golpeada y muestre un camino?
Hasta ahora, ese rol lo han cumplido a medias ciertas organizaciones sociales las que por mucho tiempo vienen elevando reivindicaciones y luchas populares, muchas de ellas que calaron en la gente.
Pero se quedaron en la denuncia estéril, casi salva. ¿El resultado del plebiscito tiene que ver con eso?
Los partidos políticos hoy están comprometidos con el rodaje del sistema por lo que les resulta casi imposible deshacerse de la inercia que impone el poder formal. Y el mundo social está en un estado de tal levedad, que parece seguir esperando algún milagro caído del cielo para que las cosas cambien.
Hay una crisis en el sistema que por esta vez la sacó más que barata porque alguien no hizo la pega. Pero la crisis del modelo salvada en esta pasada por la misma elite, seguirá su curso.
Hace falta la opinión y gestión organizada del pueblo respecto de cómo se debe enfrentar lo que viene: una estrategia de poder, una consigna, una idea de país por la cual pelear: una causa.
Si se mira lo que sucede en el mundo se comprueba que el capitalismo no es la solución a la crisis: antes bien, el capitalismo es el problema: la solución es más democracia, es participación popular, es solidaridad, colaboración, paz, amistad entre los pueblos y el desarrollo de estrategias que pongan en el centro al ser humano y su subsistencia en un planeta agotado, seco y sobreexplotado.
A la gente bien intencionada que hablan de otro país posible hay que advertir que, además, es urgente y necesario.
Es legítimo preguntarse si habrá dirigentes de cualquier naturaleza que entiendan que el sistema jamás va a ir en contra de sus propias obras solo porque se lo pide un pliego de peticiones. El sistema no se suicida
El capitalismo extremo tal como lo conocemos no está en condiciones de garantizar ningún derecho social ni resolver nada que provenga de la crisis estructural de su orden económico.
Lo que determina la crisis global que alcanza a miles de millones de seres humanos en el planeta -sequías, calentamiento, falta de alimentos y agua, migraciones y guerras-, son condiciones que parten y llegan a los mismos responsables: quienes consideran al ser humano una mercancía más, una engranaje, una mano de obra barata y descartable.
Matable por guerra o por hambre.
Si se mira no solo con la óptica electoral lo sucedido el cuatro de septiembre, esos resultados cobran una realidad de mayor peligro: anuncian un triunfo ideológico de la derecha, la que lo hará valer con prepotencia y decisión.
Vea cómo fue posible que calaran en esa gente que comienza a aparecer en videos testimoniales, cuyas razones para rechazar se basan en las mentiras que la derecha esparció impunemente. Y que no fueron debidamente enfrentadas por la gente de mayores recursos políticos y con otros medios.
¿Cuál fue el rol de los comandos que dirigieron esa campaña? Vale preguntarse de qué sirvió una Alameda con centenares de miles de personas viendo a los mejores artistas de la plaza.
De pronto da la impresión de que se trabajó con un criterio de productora de espectáculos.
El legado de la dictadura sigue vigente, con buena salud y sin que nadie levante la mano para proponer algo que se le cruce luego de haber estado en el suelo, casi en peligro.
¿Habrá dirigentes convencidos de que no se puede seguir haciendo aquello que no ha servido para nada?
Por Ricardo Candia Cares
Hugo Murialdo says:
Como decía un amigo economista hondureño: «la inercia, es el más grande de los intereses creados».