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De los ministerios de defensa a los de la guerra

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La guerra mueve el mundo. Los ministerios de defensa deberían llamarse ministerios de la guerra o en su defecto oficinas para la guerra. Ambas denominaciones fueron utilizadas hasta mediados del siglo XX. Al día de hoy, un ministerio de defensa es un sin sentido. Sus objetivos se centran en producir armamento y aumentar el personal militar. Fabricar o comprar drones, misiles, carros de combate, fragatas, aviones, etcétera. Siempre están maquinando maniobras donde probar la eficacia de sus instrumentos de muerte y la preparación de sus cuerpos de élite.

La guerra posibilita el desarrollo de una industria siempre en alza. Invertir en tecnología militar es rentable. Baste recordar la respuesta de la actual ministra de Defensa de España, Margarita Robles, a quienes criticaron por el incremento de mil millones de euros en el presupuesto para el curso fiscal actual. Fabricar armas –dijo– crea puestos de trabajo. Más claro, imposible. La muerte es un negocio rentable. Siempre es necesario renovar el parque armamentístico. No son pocas las ocasiones en las cuales se destruyen carros de combate, buques, portaaviones, submarinos. Ametralladoras que no han disparado un tiro y morteros que no han lanzado un obús son llevados al desguace e inutilizados. Pero también pueden tener una segunda oportunidad. Alargar su vida útil, recuperar la inversión mediante el reciclado es una alternativa. Así, nace la oferta de material de guerra a terceros países y a precios de saldo. Su venta abre las puertas al mercado negro de armamento. Gracias a su excedente, es posible realizar espléndidos negocios, patrocinar conflictos y guerras espurias. Para eso sirven los ministerios de defensa. En definitiva forjar una economía de guerra. El complejo industrial militar está de suerte. Entre guerras civiles, étnicas, territoriales se cuentan un total de 76 escenarios bélicos.

Vivimos tiempos de involución democrática. Tras siglos de luchas por abrir espacios de negociación, participación, mediación y representación, vemos cómo son clausurados por gobiernos disque defensores de los derechos humanos. En pleno siglo XXI, la necropolítica es el abono para sembrar conflictos armados y definir políticas de seguridad, control y dominación global. El mundo desarrollado, aquel que se identifica con Occidente, está en manos de sicópatas, asesinos en serie. La última reunión de la OTAN, en Madrid, lo corrobora. ¡Guerra, queremos guerra!, fue el grito entonado al unísono por los asistentes. Cerraron la ciudad, impusieron controles. Se adueñaron del espacio colectivo, expulsaron de las calles a sus viandantes. El mensaje era uno, somos los amos del planeta.

Su mundo no es el mundo de quienes sufren día a día las privaciones. No por otra razón hicieron públicos los menús de degustación, reservados sólo para paladares exquisitos. Cocineros de renombre prepararon las viandas. Bogavantes, langostas, carnes, pescados, frutas exóticas; todo regado con buenos caldos para acompañar la digestión. Demostración de poder de una élite a cuyos miembros no les afectan los dolores del mundo. Mientras saboreaban sus platos, agradeciendo a los chefs su buen gusto, platicaban de la crisis alimentaria y la hambruna que se avecina. Ellos no padecen los dolores del mundo, realidad cotidiana para más de mil millones de seres humanos. En su lenguaje el hambre, la pobreza, la violencia y la desigualdad son problemas estéticos. Si se crean muros, expulsan e invisibilizan a los pobres, es labor suficiente para contener el problema. Guerra a los pobres, no a la pobreza.

Los nuevos ministerios de la guerra deben tener un sólo objetivo: generar muerte, odio y destrucción. No deben tener tiempo para reflexionar sobre el despojo, por parte de las trasnacionales de la agroindustria, de las tierras de los campesinos. Menos aún, pensar en el deterioro de las condiciones laborales de mujeres, hombres que trabajan 10, 12 o 14 horas en las empresas de maquila en todo el mundo. Tampoco, sentir empatía por los cientos de emigrantes muertos en el Mediterráneo. Los ministerios de la guerra, deberán mencionar la igualdad de género, y permitir que otras dependencias, legislen a favor del boyante comercio de vientres de alquiler. Sus ministros deberán defender la infancia, no a los niños soldados, pero deberán miran hacia otro lado cuando niños y niñas sean explotados y violados por sus soldados. Entre sus obligaciones estará construir muros, formar a mercenarios, apoyar a grupos paramilitares, proteger a los ejércitos irregulares y financiar fuera de sus fronteras.

Los gobiernos occidentales y su institución que gestionan los asesinatos en serie de la población civil tienen miedo. Razón de peso para entender sus conductas. Sus delirios de grandeza, de poder imperialista, les hacen temblar de ira. Necesitan visualizar enemigos y si no existen su obligación es crearlos. Se nutren de la violencia. En su cinismo, ocultan sus verdaderos fines, sembrar el mundo de guerras. Debemos exigir el cambio de nombre para que se ajusten a sus objetivos. De ministerios de defensa a ministerios de la guerra. Aunque, en justicia, deberían llamarse oficinas de gestión de guerras.




Por Marcos Roitman Rosenmann



Profesor titular de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid y profesor e investigador invitado en la Universidad Nacional Autónoma de México así como docente en diferentes centros de América Latina. Columnista del periódico La Jornada de México y Clarín digital de Chile

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