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Los caminos de la constitución

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Al fin, después de meses de deliberaciones, debates y por cierto, muchas tensiones entre sus redactores, la propuesta de la nueva Constitución para Chile, ha sido oficialmente presentada y todos nosotros podemos ahora leerla.

Quienes hemos seguido este tortuoso camino constituyente desde lejos, no dejábamos de inquietarnos sobre sus vicisitudes y las maniobras de quienes querían, desde un primer momento, que el esfuerzo fracasara. Por cierto, esas fuerzas enemigas del cambio seguirán en su tarea en todo este tiempo hasta el plebiscito del 4 de septiembre. Ellos cuentan con los recursos para intentar desrielar el que es el más interesante proceso de transformación política experimentado por Chile en las últimas décadas e incluso uno de los más significativos en toda su historia.

La redacción de una constitución política fue históricamente considerada como una tarea para ciertas mentes ilustres. Algunos, difícilmente cuestionables en cuanto a sus pergaminos: Aristóteles, por ejemplo, redactó una constitución para Atenas; la Carta Magna habría sido redactada por el entonces Arzobispo de Canterbury, Stephen Langton; Nicolo Machiavelli, si bien no fue autor de ninguna, sí hizo interesantes  propuestas constitucionales en favor de un sistema republicano en su Discursos sobre Livio. Independientemente de la brillantez de algunos de los autores, el hecho que se encargara a unos pocos hombres la tarea de redactar las constituciones, reflejaba el pensamiento elitista de gran parte de las sociedades humanas. Eso sí, a partir de la Revolución Francesa, vimos con más frecuencia el fenómeno de asambleas constituyentes encargadas de la tarea de fijar el marco institucional de las sociedades. En años recientes, las constituciones de algunos países latinoamericanos como Ecuador, Venezuela y Bolivia fueron creadas por asambleas constituyentes.

El caso chileno sobresale especialmente por la amplia variedad en la representatividad de los integrantes de la Convención Constitucional (aunque los chilenos del exterior lamentamos no haber tenido presencia) y sobre todo, por la paridad de género en la selección de los constituyentes. Esto último, un hecho único y que esperamos, sea adoptado en el futuro por otros países cuando decidan redactar una nueva constitución o reformar la que ya tuvieren.

Cuando este 4 de julio la Convención Constitucional hizo entrega al Presidente Gabriel Boric del documento final, fruto de un trabajo de doce meses, se completó un importante ciclo, pero ahora se abre otro aun más importante: el proceso de discusión y la campaña que debe culminar el 4 de septiembre con el plebiscito de salida y su eventual aprobación o rechazo por la ciudadanía.

Por cierto, visto desde la distancia como harán los chilenos en todas partes a partir de ahora, el texto propuesto tiene dos méritos centrales: uno formal, la amplia diversidad de quienes lo redactaron y otro, de fondo, el contenido de las propuestas que provee un marco para la modernización de Chile, tanto en su institucionalidad, como en la manera como los chilenos concebirán a futuro su propia sociedad.

¿Es este texto algo perfecto? Por supuesto que no, y todos podemos tener nuestros propios reparos a algunos de sus artículos, pero en la actual coyuntura es lo mejor que pudo lograrse. Además, como se ha escuchado en estos días, incluso por boca del propio presidente Boric, “todo es perfectible”.

El tema de la paridad de género en los órganos del Estado es una de las innovaciones—junto a los aspectos que tocan la ecología—que seguramente hará de esta constitución un modelo para otras en el futuro. Eso sí, en este sentido, hubiera sido bueno que el artículo que lo menciona (Art. 6) hubiera sido más explícito en incluir también a las fuerzas armadas en la noción de paridad (esto ciertamente se puede dar por subentendido, pero puede quedar sujeto a interpretación).

En relación a las fuerzas armadas, si bien se señala claramente su subordinación al poder civil, hubiera sido bueno ver claramente establecido su carácter profesional, garantizar el acceso más amplio, apuntando a conseguir paridad de género en todas sus escuelas de formación. También muy importante, debió haber quedado en claro que en Chile no debe haber Servicio Militar Obligatorio (esto es un resabio de la antigua servidumbre de tiempos feudales), que la carrera militar, como cualquier otra profesión debe ser de acceso para todos los que les guste, con especial atención a quienes provengan de sectores de menos recursos.

La policía es otro tema complejo que pudo haber sido ahondado un poco más. La derecha ha hecho gran escándalo porque el texto constitucional hace de Carabineros un cuerpo civil, no militarizado. Sin embargo ese es el caso en muchos países de occidente. Aquí en Canadá, por ejemplo, la muy reconocida Real Policía Montada es un cuerpo civil, igual sucede en Francia donde los integrantes de la policía incluso pueden sindicalizarse, y en  España la Guardia Civil dejó de ser militarizada en los años de la transición democrática. Es claro que un cuerpo policial moderno puede ser eficaz y disciplinado sin que opere con una estructura y mucho menos, una mentalidad militar. En los estados democráticos se entiende que la función policial es diferente de la militar.

Sin duda, uno de los puntos de mayor contención fue el del sistema político, en especial el reemplazo del Senado por una Cámara de las Regiones. Aunque en un primer momento hubo también un cierto apoyo a la idea de un congreso unicameral, al final esto no prosperó, y la adopción de un poder legislativo asimétrico creemos que ha sido una genial manera de resolver el problema.  No hay que olvidar que la lógica para el bicameralismo se apoya en el carácter dual de los criterios de representatividad: demográfica y según las divisiones administrativas de un estado. Los diputados son elegidos de acuerdo al primer criterio (a tanta población corresponde tantos representantes), en cambio y en principio, aunque no en la realidad ya que no todas las regiones eligen el mismo número, los actuales senadores deberían ser elegidos de acuerdo al criterio de la división administrativa del país, en el caso de Chile, las regiones. En otros países puede llamarse provincias o estados. El modelo original para el bicameralismo se encuentra en Estados Unidos, donde la Cámara de Representantes se elige según el criterio demográfico, y los estados más poblados tienen, por lo tanto, más representantes. El Senado, en cambio, se elige de acuerdo al criterio de unidades administrativas (estados), y cada uno tiene el mismo número, sin importar su población. Estados como California con 30 millones elige dos senadores igual que Wyoming que tiene poco más de medio millón de habitantes. En este sentido, la futura Cámara de las Regiones, tal cual ha sido ideada en Chile es un muy buen modelo que permite dar peso en la toma de decisiones, a las regiones de menor población, contrarrestando la natural propensión de los dirigentes políticos de favorecer a las regiones donde hay más votos.

Si bien es cierto que la Cámara de las Regiones tendrá algunas atribuciones más acotadas que el futuro Congreso de Diputados y Diputadas, ello no es tampoco inusual en otros estados. El Senado español, por ejemplo, tiene menos peso que el Congreso de los Diputados; la Cámara de los Lores en el Reino Unido, aunque en teoría tiene las mismas atribuciones que la Cámara de los Comunes, la costumbre la ha hecho menos relevante; similar situación ocurre en Canadá con su Senado, donde dado que sus integrantes son todos designados, se hallan menos legitimados para, por ejemplo, rechazar una iniciativa legal aprobada por la Cámara de los Comunes, cuyos miembros son elegidos por votación popular. En buenas cuentas, la asimetría en los cuerpos legislativos no es un fenómeno inusual.

Si en algo estoy en desacuerdo en principio, ha sido con la instauración del voto obligatorio (Art. 160) que hasta los años 70 no fue un tema, pero que en los últimos tiempos ha sido promovido por algunos sectores de la izquierda, basándose en el dato estadístico de que con voto voluntario los mayores índices de abstención se observan en las comunas de sectores más pobres de la población. Aunque obviamente eso no se dice, lo que prima aquí es más bien una conveniencia electoral: la presunción de que obligados a votar, esos sectores de clases más pobres deberían votar por la izquierda. En teoría eso haría sentido, excepto que en los últimos años la llamada conciencia de clase se ha deteriorado mucho, y no sólo en Chile. Lo cierto es que esa presunción no está probada y nos atrevemos a decir que, dadas las cosas en Chile hoy, lo más probable es que cuando esos votantes, ahora obligados a votar, concurran a las urnas, al final no sufraguen de manera muy diferente al resto de la población. Pero es el tema de principio y de la esencia misma del concepto de ‘derechos’ vs. ‘deberes’ el que está en juego. Por definición, el ejercicio de un derecho no puede ser obligatorio. Por ejemplo, uno tiene el derecho a casarse y formar familia, pero sería absurdo hacerlo una obligación. El acceso a los estudios superiores es otro derecho que justamente se trata de hacerlo efectivo, pero eso no significa que todos ahora tengan que ir a la universidad: a muchos no les interesa y prefieren entrar a trabajar una vez que salen de la secundaria, otros pueden tener otras vocaciones, y por cierto, hay otros tantos que simplemente no tienen la capacidad intelectual para los estudios a nivel universitario.

Los convencionales debieron haber tenido presente que los deberes legales (al revés de los deberes éticos, que pueden ser más complejos de definir) son simples y pocos: pagar los impuestos, no infringir los derechos de los otros y acatar las leyes. Deberes que, al revés de los éticos, tienen el respaldo del poder del Estado: hay sanción para quienes los violen.

Uno de los puntos que más controversia levantó entre ciertas figuras de la izquierda (al punto que algunos—a nuestro juicio con muy mal criterio político—han anunciado su intención de anular el voto o incluso votar Rechazo), es el tema de los recursos mineros como el cobre (y ahora el litio), sobre los cuales no se reinstala la nacionalización hecha en la administración de Allende en 1971 y que la propia Constitución pinochetista no habría modificado. El artículo 147 de la Constitución propuesta dice: “1. El Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas y las sustancias minerales, metálicas, no metálicas y los depósitos de sustancias fósiles e hidrocarburos existentes en el territorio nacional, con excepción de las arcillas superficiales, sin perjuicio de la propiedad sobre los terrenos en que estén situadas. 2. La exploración, la explotación y el aprovechamiento de estas sustancias se sujetarán a una regulación que considere su carácter finito, no renovable, de interés público intergeneracional y la protección ambiental”. Como se recuerda, la redacción de este artículo generó un fuerte intercambio entre algunos convencionales. A muchos nos hubiera gustado que se hiciera una referencia más explícita a lo que se llama el “dominio patrimonial” del Estado sobre esos recursos, de modo de no dejar lugar a ambigüedades. Sin embargo, es uno de los textos que puede precisarse a futuro. De ninguna manera cabe valerse de este desacuerdo para sugerir que “sería preferible rechazar” porque la actual Constitución tendría una “mejor redacción” sobre el tema. Aun cuando la nueva redacción de ese particular tema no nos guste, quienquiera que se sitúe en la izquierda del espectro político no puede seriamente desconocer todo lo positivo que contiene el resto del texto y rechazarlo sólo por un artículo que no nos gusta. Eso sería actuar más por capricho que por verdadera convicción política que, se supone, es basada en la racionalidad.

¿Hay otros temas discutibles del texto? Por cierto que sí, y aunque no debe afectar nuestro compromiso con la opción de aprobarlo, es bueno que también los tengamos presentes, más que nada como una advertencia porque sin duda ellos dan argumentos gratuitos a la derecha. La compensación a detenidos por error, y el excesivo y detallado articulado sobre penalidades (Art. 121, 122 y siguientes) efectivamente pareciera expresar mayor preocupación por los autores de delitos que por sus víctimas. Esto, especialmente, cuando el mismo texto no contempla compensación para las víctimas de crímenes, como existe en otros países.  Por cierto, las víctimas pueden recurrir a la justicia civil para resarcirse de sus daños, o incluso querellarse contra policías o fiscales por negligencia en su trabajo, pero ello es engorroso y costoso. Así como hay una Defensoría Penal (Art. 373) debió haberse establecido un órgano encargado de velar por la compensación a las víctimas de crímenes, ya sea por parte de los propios hechores o por fondos del Estado. Este intento por humanizar la justicia, que es seguramente lo que inspiró el texto apuntando también a la prevención y la rehabilitación, será presentado como un intento por proteger a los infractores penales por los partidarios del Rechazo, y esto precisamente en un momento en que hay una alta ola de criminalidad en Chile y la mayoría de  la población ciertamente no se inclina por ayudar a los criminales, cualquiera hayan sido las circunstancias sociales que los hayan llevado a esa tipo de vida. Con más prudencia política y sobre todo observando la coyuntura, hubiera sido más sabio no incluir el tema en absoluto y dejarlo más bien como materia de ley.

Es también inquietante eso de la autonomía del Banco Central, una fórmula que sólo se hizo presente en Chile con la imposición del modelo neoliberal. Previamente el directorio del Banco estaba mucho más sujeto a la autoridad presidencial y sus consejeros eran muy variados. Incluso la antigua CUT tenía un representante. Lo que sucede es que se le da atribuciones muy amplias a un grupo de gente—no elegida por voto popular—para que tome decisiones sobre temas de tanta transcendencia como la política monetaria del país. Se dirá que tratándose de materias técnicas, lo lógico es que sean manejadas por especialistas en la materia, en este caso economistas. El problema está en que a diferencia de otras áreas donde sí los especialistas son los adecuados, en este caso la llamada ciencia económica, en verdad no es una ciencia exacta como la física o la química, y por tanto lo que un grupo de economistas prescriba como receta monetaria, no siempre (y diríamos que más bien raramente) tiene una aceptación unánime.

Por último, el texto constitucional hace una interesante declaración de principios respecto de la conectividad (Art. 198), pero aquí bien pudo haber elaborado un poco más, como hizo en otros temas. Las urgencias del cambio climático, por ejemplo, hacen a muchos países hoy, reivindicar el ferrocarril como el medio de transporte más “amistoso” con el medio ambiente. Lo mismo respecto de medios de transporte urbano eléctricos como los trolebuses y tranvías, además, considerando el transporte urbano y suburbano como servicios públicos y no como negocios (en los hechos, en prácticamente todos los países industrializados, incluyendo Estados Unidos y Canadá—el país en que vivo—el transporte público urbano es operado por empresas públicas, sean estas municipales, provinciales o estaduales).

De cualquier modo, y acorde a como titulaba esta nota, estos son “los caminos de la Constitución”. Corresponderá luego a los gobiernos y demás instituciones del Estado, pero sobre todo al pueblo organizado y movilizado, el que estos caminos delineados por la Constitución propuesta conduzcan a los objetivos de un Chile mejor, más solidario, más humano. Y como dijera el poeta “Caminante no hay camino, se hace camino al andar…” Sólo transitando estos caminos ahora reseñados como las grandes guías, se conseguirán esos objetivos. Y naturalmente, este caminar empieza con un primer paso: lograr que el 4 de septiembre triunfe la opción Apruebo.

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

 

 

Desde Montreal, Canadá

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