En estos días, la derecha fascista y cavernaria, lanzó su ansiado programa desestabilizador. O sea, el Decálogo para incendiar a Chile. El documento, sometido a revisión de estilo y gramatical, a cargo de la directiva de los amarillos, comienza a ponerse en práctica. Una de sus tantas recomendaciones, consiste en provocar la inflación. Si usted está de ánimo, consulte en el diccionario su significado. Sin embargo, le ahorro el trabajo, para que continúe leyendo esta crónica. Dice: “Engreimiento y vanidad. 2.- Elevación de los precios a causa del desajuste entre la demanda y la oferta”. Como me gusta crear definiciones, a causa de la manía de considerarme escribidor, me he atrevido a incluir este nuevo significado: “Impuesto que aplica la oligarquía a sus trabajadores, para esclavizarlos y obligarlos a sentirse asalariados”.

Es hora, según la derecha, de poner en contra de la pared, a un gobierno populista, cuyo programa se encuadra dentro de una democracia tradicional. Nada del otro mundo. Las medidas que éste piensa impulsar, no asusta ni siquiera a esa elite holgazana, que vive de la especulación. La oligarquía quiere desacreditarlo, incluyendo a la Convención Constitucional. Les duele la existencia de semejantes escenarios, encargados de desnudar sus tropelías. Como su patria se llama capital, jamás han pensado en Chile. Si lo hubiesen hecho en alguna época, nuestro país sería próspero y la miseria, un cuento del pasado. ¿Dónde están las riquezas acumuladas y robadas en siglos de depredación, por estos badulaques enemigos de la patria? Depositadas en Panamá, en las Islas Vírgenes o en la banca internacional, bajo nombres ficticios. ¿Cómo entender que la pandemia y la guerra en Europa, los haya vuelto a enriquecer? Sus fortunas se han quintuplicado y no paran de aumentar. Una verdadera bendición del destino. En el fondo, auspician las desgracias, pues les arroja beneficios. Amigos de la inflación y la indigencia, estos usureros vestidos de doncellas, suelen beneficiarse en las desdichas.

Conocen las historias de la miseria. Las han leído en novelas, visto en la TV o en el cine y ello no les produce, remordimiento alguno, o una furtiva lágrima. Se sienten ajenos a esas desdichas y a menudo, las califican de invenciones. Jamás han dormido en el suelo, o sobre un colchón destripado, en el cual habitan las chinches y se llueve la pieza. Quienes padecen estas adversidades, deben cubrirse con plástico. Desayunan un pan añejado y una taza de té, y si es domingo, agregan la mitad de un huevo duro. Semejantes desgracias concluyen, cuando aparecen en las poblaciones, oleadas de señoras piadosas, que llevan ropita usada, algunos artículos de almacén y los obsequian a los centros de madre.

No es casualidad el saqueo en un supermercado de Talagante y la paralización de un sector de camioneros. Ni hablar de la crisis permanente, que se vive en Wallmapu. La turba encargada de atacar el centro comercial, demostró poseer una eficaz coordinación y planificación en el saqueo. ¿Se trata de un ensayo general, dirigido a conocer la reacción del gobierno? Crear desconfianza, inseguridad y miedo en la ciudadanía. Introducir incertidumbre, ansiedad y la sensación que el gobierno permanece ajeno a la realidad del país. Y como el trabajo de la Convención Constitucional se acelera y los cambios y propuestas enriquecen la Carta Magna, se angustia la derecha troglodita.

Aman la Constitución de Pinochet-Guzmán y se apresuran a rendirle pleitesía, como si fuese el catecismo. Escrita a la medida de la oligarquía, igual a un traje de gala, le ha permitido a destajo enriquecerse. Dominar y administrar el país a su amaño, desde fuera o al interior del gobierno. Perder semejantes prerrogativas, la sulfura. Si nacieron para mandar a la plebe, porque según ellos así Dios lo quiso, deben cumplir el precepto divino.




Día a día, nos vamos a enfrentar a una seguidilla de actos sediciosos, en ascendente escala. Urge cerrar el paso a esta cáfila de infelices, olor a rancio, cuyos hijos putativos son los amarillos, artífices emboscados de este escenario.

 

Por Walter Garib

 

 



El Clarín de Chile

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