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De la constitución del 33 a la del 80: de Egaña a Guzmán

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Para los que afirman que la historia no se repite, cabe ejemplarizar con procesos históricos que, si bien no son calcados,  puede decirse que son casi gemelos.

Veamos lo que acontece a través de la mirada de don Benjamín Vicuña Mackenna, en los tiempos en que se elabora la Constitución del 33 por el gran Mariano Egaña, hijo del autor de la Constitución del 23, don Juan Egaña y cómo tales textos son inspirados por una oligarquía igualmente demofóbica (antipopular), como la que inspiró la Constitución del 80.

El bueno de don Mariano Egaña era un hombre inteligente y culto, pero con un sesgo aristocrático, tan enorme, que Vicuña Mackenna le supone una ferviente vocación de acarrear a nuestra naciente república un reyezuelo desde Europa, para que pusiera un tono de distinción y peso a esta republiqueta de aficionados y aparecidos. Así como don Juan Egaña había confeccionado una carta magna corporativista y extemporánea, en que la Iglesia era prácticamente el alma mater de la república y el poder civil quedaba prostrado ante sus designios sagrados, lo que le valió ser prontamente y expeditivamente repudiada por la ola civilista, laica y racionalista que inspiró a nuestros primeros revolucionarios. Don Mariano, al parecer, también había metido mano en esa Carta frustrada y pareciera que, en venganza, se impone redactar esta otra Carta Magna llamada conservadora, del orden, pero de un orden casi monárquico.

Los equilibrios de poderes se darían, en la preferencia de don Mariano, por una cámara similar a los de los Lores de Inglaterra. El Senado vendría a ser una especie de antro vitalicio de “pelucones”, cuyos discípulos del señor Joaquín Tocornal (fundador del partido  de los pelucones), hasta osaban usar pelucas al estilo de la nobleza inglesa. Relata Vicuña que los pipiolos derrotados en Lircay bautizaron a don Mariano con el gracioso sobrenombre de “Lord callampa”, justamente por su condición física regordeta y su elevada aspiración aristocrática.




Ese otro personaje contemporáneo, de tinte autoritario, oligárquico y antidemocrático es Jaime Guzmán Errázuriz, hijo de los apellidos que se presentaban, desde los inicios de la república, empotrados en los círculos del poder y que se fueron manteniendo incólumes hasta nuestros días, sin alterar un ápice su doctrina religiosa y semi feudal del poder.

Ambos redactaron constituciones no democráticas, más bien con fuerte sesgo autoritario, centralista y ajeno a lo popular. Estaban dirigidas a ser administradas y regidas por un poder casi monárquico, con poderes poco balanceados y con caudillos  de fuerte personalidad.

En el caso de la Constitución del 33, sería don Diego Portales, un hombre poco probable para el rol que en efecto tuvo. Su ascenso se debió a la presencia de una generación de militatares y políticos poco determinados, poco pragmáticos y sin un ideal de acción  ante la encrucijada de la nación recién en formación. En cambio, Portales tuvo la osadía de tomar las riendas con mano firme y decidida. No era hombre de letras ni que se detuviera ante las especificidades de las leyes; lo que a él le motivaba es que los revoltosos fueran anulados y que el poder se

ejerciera sin complejos, en función de la voluntad del que manda. Odia a los pipiolos como a los pelucones ineptos o que no demuestren simpatías con su forma de gobernar. Fue  resuelto a la hora de castigar a quienes lo desafían y su personalidad violenta y resuelta volvió temerosos a todos sus aliados, quienes le consultaban todo lo que atañe a nombramientos y medidas delicadas. Indudablemente poseía una energía ilimitada para dedicarse a una multitud de deberes y poco dejaba al azar o a la iniciativa de delegados y funcionarios. Los políticos o funcionarios que le imitaban en carácter y autovalía eran considerados sus rivales, y no cejaba hasta desplazarlos o anularlos. Como son los casos del coronel Cruz, Rodríguez Aldea. Ya fuesen Ohigginistas, pelucones, eclesiásticos o federalistas, no hacía distinciones a la hora de apretar el torniquete de su férrea y dictaminante voluntad. Ovalle y Prieto fueron sumisos a sus dictados como presidentes de una República que se sostenía al móvil de los hilos de la vicepresidencia. Joaquín Tocornal le fue útil, y lo consideró por su eficiencia y probidad en el cargo de reemplazo en la vicepresidencia, al igual que Rengifo en hacienda. A Fernando Errázuriz lo despachó luego, por ser demasiado independiente, soberbio y contestatario. Lo hizo a pesar que ello le costó una división dentro de los pelucones.

Vicuña Mackenna hace una crítica dura y profunda a la Constitución autoritaria del 33.

La llama la Constitución “Mariana”, pues, en sus palabras, don Mariano se encerró en su gabinete, seguro de que nadie le perturbaría y se puso a dar a luz ese monstruo de absolutismo que se llamó la Constitución del 33. No muy diferente al origen de la Constitución del 80, en la que la tinta de Jaime Guzmán incide de manera sobresaliente, sobre todo en la estructura estratégica de la misma.

La plana oligárquica y el partido pelucón se dio a publicitar y endiosar a esa Constitución como si fuera la ley de Moisés creadora de todas las virtudes de la República, y que todos los males vienen de la política, de los hombres, de las ideas y de sus libertades desmedidas. La gente es el caos y la Constitución es el orden, el éxito de una nación que, de no ser por ese texto prodigioso, sería nada, sólo caos y desgracia.

Chile, dice Vicuña, nunca fue esa república desordenada insumisa, su gente ha sido laboriosa y disciplinada, nunca irresponsable ni levantisca. Pero “el tizne de carbón”, al decir de Sarmiento, pinta las cosas muy obscuras para nuestro destino, según la “linterna engañosa del sofisma” autoritario.

Los hijos de la bandera aristocrática, afanados en justificar la letra eterna de la norma que les legitima, atemorizan con los demonios que acechan las repúblicas vecinas de América: “miren y comparen”, suelen decir para espantar a los que dudan. No muy distinto a lo que se ha hecho con la vigencia de la Constitución del 80. Los que querían cambiarla, “fumaban opio”.

Pero Chile, según Vicuña, no fue la excepción, el oasis de paz y progreso que quieren pintar los que portan la bandera partidaria de la oligarquía exitista, no era tal oasis. Más de 1/3 del tiempo que rigió la Constitución, en verdad no rigió, pues se lo pasaron decretando estados de excepción y de emergencia. Cuando sucede eso, la Constitución  con sus garantías democráticas queda suspendida, es decir no rige.

Al no habilitar las libertades elementales para el intercambio y desarrollo de una verdadera cultura progresista, “la Constitución del 33 se transformó en sólido muro de granito, arrojado por manos ciegas, las que han impedido el progreso del espíritu”.

Vicuña reconoce la genialidad y solvencia intelectual de don Mariano, pero no por eso deja de entender su  obra como una combinación inepta y grosera. “Nunca un hábil tramoyista ajustó con más primor una máscara brillante sobre una figura antigua y carcomida, que la que usó den Mariano Egaña, echando sobre los vetustos hombros de la tradición monárquica, de la que era representante, el augusto manto de la libertad y de la democracia. El fondo de la Constitución del 33 es el unipersonalismo absoluto, la dictadura evidente y constante. La República, es decir los derechos y las garantías, son sólo el disfraz.”

La cubierta dorada de la democracia, en la obra de Egaña, queda evidenciada en las libertades y derechos que se aseguran en su articulado Nº 2, 4, 12, 32,145 y 146, amén de los derecho y libertad de opinar y publicar, de propiedad, etc.

¿Pero cómo se bajan del caballo tales derechos y garantías?

La división de poderes es absolutamente engañosa, pues la normativa permite que los cargos  de parlamentarios sean ocupados por funcionarios de gobierno, los cuales tienen las ventajas financieras y de los apoyos oficiales. El parlamento será “termal” de manera inevitable y si no lo fuera, el ejecutivo tiene el derecho a Veto, con lo cual no se podrá ejecutar por ley más que lo que el Presidente (el ejecutivo) autorice. Esto es lo más parecido a una dictadura, a una monarquía o a un poder absoluto.

No muy distinto pasa con la Constitución del 80, donde las iniciativas de ley que importan compromisos fiscales sólo pueden ser originadas desde el ejecutivo; además el Presidente tiene derecho a veto. Es decir el Parlamento sólo existe para aprobar lo que el presidente del ejecutivo determine. La Constitución actual, además, protege con quórums imposibles de alcanzar las reformas de ley que pudieran cambiar las relaciones de fuerza instaladas de manera estructurada. Esta Constitución del 80 estableció también senadores designados y vitalicios, sistema electoral binominal y un Tribunal Constitucional, que oficia como la Cámara determinante sobre la legitimidad de las leyes, tribunal que se cuotea por los mismos poderes dominantes.

Como decía el nuevo “marianista”, señor Jaime Guzmán, se redactó de tal forma que si el poder pasa a otras manos, con criterios diferentes a los que se dirige la Constitución de manera específica, no puedan actuar de otra forma de cómo lo haría el poder dominante.

La Constitución del 80 establece amarres más sólidos que la del 33. De hecho, ya  ante de los 20 años la Constitución del 33 fue siendo modificada y los políticos liberales pudieron gobernar con dicha Constitución hasta 1925.

Las reformas que se hicieron a la Constitución del 80 el año 1988-89 (cuando le poder pasaba a otras manos), no hizo más que dificultar más sus posibilidades de cambiar la realidad que se instaló en 1980, dado que elevaron los quórums y las normativas restrictivas para la acción pública. La Constitución estaba diseñada para el dictador, no para la democracia, por tanto se ajustó el cinturón para que no se deslizada la montura autoritaria, durante la cabalgata futura.

Vicuña Mackenna revisa varios elementos de la Constitución del 33 y va deshilando el tejido contradictorio entre derechos democráticos y la realidad de su estructura. Lato sería abordarlas todas, pero el hecho más sobresaliente de ese tiempo es que don Diego Portales, cacique inapelable de esa Constitución del 33, nunca la quiso leer, revisar ni enterarse de sus designios. Para él era un papel insustancial en las tareas de gobierno. La Constitución era una damita a la que se le debía violar cada vez que fuese necesario. No muy distinto se ha hecho con la Constitución del 80. Los mismos que la impusieron la han violado tantas veces, y lo siguen haciendo, que ya la damita ha quedado tan desprestigiada y anulada, que el pueblo ha pedido su eliminación y reemplazo, tarea en la que se encuentra hoy la Convención Constituyente, ante lo cual nuestros “neopelucones” intentan violar sus garantías y credenciales, para evitar lo que ya se afirma y entiende como inevitable. Por otro lado, la presión que ejercen los lobystas a través d los modernos medios de comunicación, es tan feroz que, a pesar de la derrota electoral de sus representantes en la Constituyente, se las arreglan para relativizar todo lo que allí se defina. Los poderes no se doblegan ante la evidencia democrática, tal como don Diego nunca se arredró ante la letra de la norma constitucional.

Finalmente la lucha será de poder contra poder y no se definirá necesariamente en el plebiscito de salida, será necesario otro largo transitar por las arenas movedizas de los cambios estructurales que pasan del papel a la espinosa realidad.

 

Por Hugo Latorre Fuenzalida

 



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