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Lo que la historia reciente nos enseña sobre el papel de EE.UU. en Ucrania

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La cuestión más importante a la que nos enfrentamos es, con diferencia, qué deberíamos estar haciendo para aliviar la violencia criminal, la miseria y una catástrofe en potencia. Lo detallaré más tarde, pero antes nos pueden venir bien unas aclaraciones.

 

Un comentario que debería ser superfluo, pero que desafortunadamente no lo es, afecta a uno de los principios morales más elementales: habría que centrar la energía y la atención en lo que más sirve para el bien. Con respecto a los asuntos internacionales, significaría fijarse en lo que hace tu propio Estado, particularmente en sociedades más o menos democráticas en las que los ciudadanos tengan alguna participación en fijar resultados. Decir que la práctica no se adhiere a ese principio elemental sería quedarse muy corto.

Hay un comentario que se le atribuye a Gandhi al preguntarle lo que pensaba sobre la civilización occidental. Su respuesta fue que creía que estaría bien. Lamentablemente, esa respuesta también vale para el derecho internacional. Estaría bien si les interesara a los estados.

El estado más importante es, irrefutablemente, Estados Unidos, que lleva dominando la sociedad mundial desde la Segunda guerra mundial, reemplazando al Reino Unido y Francia. Como cabe esperar, ha adoptado las políticas de sus antecesores: desdén absoluto por el derecho internacional, tanto de palabra como de hecho, combinado con alabanzas a su propia nobleza.

Estados Unidos tiene una Constitución que se supone que deberíamos venerar todos. El Artículo VI declara que los tratados válidos son la «ley suprema del país» y vincula a todos los cargos. Aquí se incluye la Carta de Naciones Unidas, pilar del derecho internacional moderno. La Carta prohíbe la «amenaza o el uso de la fuerza», excepto en condiciones que casi nunca se dan. Cada presidente de los EE.UU. vulnera alegremente la Constitución. Lo he mencionado alguna vez en facultades de derecho. A nadie le importa. Desafortunadamente, es una reacción muy realista.

 

A menudo se oyen proclamas sonadas sobre la santidad del derecho internacional (como arma para atacar a los enemigos por sus crímenes). Sin embargo, los que hacen las proclamas adoptan el principio de Atenas al enfrentarse a Melos, mucho más débil: ríndete o atente. La moralidad y el derecho son irrelevantes: «El fuerte hace lo que puede y el débil sufre lo que debe», como resumió Tácito en el principio imperante. En la práctica, eso es el derecho internacional.




Eso no quiere decir que debamos ignorar la moralidad y el derecho como Atenas y sus imitadores contemporáneos. La moralidad y el derecho pueden ser indicados para quienes que se oponen a los crímenes de estado: con fines educativos y como directrices para contribuir a un mundo mejor, un mundo bastante distinto de este mundo.

Fijémonos en este mundo. Lamentablemente es demasiado fácil hacer inventario de historias horribles. En cada caso, la pregunta crucial es ¿qué se puede hacer para acabar o al menos mitigar esos horrores? Otra pregunta sería cómo surgió la situación qué podemos aprender de ello.

Un ejemplo verdaderamente aterrador es Afganistán. Millones de personas literalmente se enfrentan a la inanición, una tragedia colosal. Hay comida en los mercados, pero sin acceso a los bancos la gente con poco dinero tiene que ver como sus hijos mueren de hambre.

¿Qué podemos hacer? No es ningún secreto: Presionar al gobierno de los EE.UU. para que libere los fondos de Afganistán, custodiados en bancos de Nueva York para castigar a los pobres afganos por osar resistirse a los 20 años de guerra de Washington. La excusa oficial es aún más vergonzosa: los EE.UU. deben retener los fondos de los afganos hambrientos por si los estadounidenses quieren resarcirse por los crímenes del 11-S de los que los afganos no son responsables. Recuerdo aquí que los talibanes ofrecieron su total rendición, lo que habría implicado entregar a los sospechosos de al-Qaeda, pero los EE.UU. respondieron rotundamente que «no negociamos rendiciones». Fue el secretario de defensa, Donald Rumsfeld, principal muñidor de la guerra, secundado por George W. Bush.

Podemos hacer muchas cosas y aprender muchas lecciones si nos logramos despojar de los poderosos sistemas de propaganda occidentales y mirar a los hechos como son.

 

Pasemos a otro caso. Lo que la ONU describe como la peor crisis humanitaria del mundo: Yemen. El número de víctimas oficial alcanzó el año pasado las 370.000. El número real no se sabe. El país, destrozado, se enfrenta a la hambruna generalizada. Arabia Saudí, la principal culpable, ha ido intensificando el bloqueo al único puerto que se usa para importación de alimentos y combustible. La ONU está emitiendo advertencias extremas de que cientos de miles de niños se enfrenta a inanición inminente. Esto viene secundado por especialistas estadounidenses, entre los que destacan Bruce Riedel de la Brooklings Institution, antiguo analista principal de la CIA para Oriente Medio para cuatro presidentes, quien sostiene que las ofensivas saudíes se deberían investigar como crímenes de guerra. Y lo mismo se puede decir de quienes lo ejecutan.

¿Podemos hacer algo? Sí. Todo. Las fuerzas aéreas saudíes y emiratíes no pueden funcionar sin aviones, formación, inteligencia o repuestos estadounidenses. Eso se puede acabar. Una orden de los EE.UU., salvaría cientos de miles de niños de una muerte de hambre inminente. El Reino Unido y otras potencias occidentales han participado en el crimen, pero los EE.UU. están muy a la cabeza.

Por tanto, podemos salvar a la población de un sufrimiento indescriptible y podemos aprender algo, sí así lo queremos. Pero en lugar de ello, preferimos declaraciones grandilocuentes sobre crímenes y enemigos, lo que resulta mucho más fácil y práctico. Nada nuevo. No lo ha inventado los EE.UU., pero como poder hegemónico mundial, EE.UU. está al frente de la desgracia.

No es difícil continuar. Veamos la mayor prisión a cielo abierto del mundo, Gaza, donde dos millones de personas, la mitad niños, viven «a dieta», como lo llaman sus carceleros: suficiente para sobrevivir, porque un genocidio en masa no estaría bonito, pero poco más. Tienen poca agua potable. Se ha destrozado alcantarillado y centrales eléctricas con repetidos ataques de los que no se libran hospitales, residencias, población civil en general y todo sin un pretexto creíble. El despliegue cotidiano de violencia sirve para advertir a los súbditos para que no se yergan. Las autoridades internacionales predicen que pronto no se podrá literalmente vivir en la prisión.

Las cosas van mejor en la otra parte de los territorios ocupados, donde colonos y ejército no solo someten a los palestinos a un terror diario, sino que también les expulsan de sus aldeas destrozadas para hacer sitio a más asentamientos ilegales.

Ya ni se habla de la anexión de los Altos del Golán o la gran ampliación de Jerusalén que vulneran las estrictas órdenes del Consejo de Seguridad y ha reconocido oficialmente la administración Trump, que también ha autorizado la ocupación del Sahara Occidental por Marruecos, quebrantando órdenes del Consejo de Seguridad y la Corte Internacional de Justicia. Así que es totalmente normal que, a día de hoy se esté celebrando una reunión entre Israel, Marruecos y las dictaduras asesinas árabes como un maravilloso paso hacia la paz y la justicia gracias a la benevolencia estadounidense.

¿Podemos hacer algo? No hay más que decir. ¿Podemos aprender algo? No es difícil.

Podríamos seguir tranquilamente, pero vamos a dejar la lista de historias de miedo y miremos al tema candente ahora y con razón: la invasión criminal rusa de Ucrania que, por su carácter, aunque no por su escala, se sitúa junto a otros grandes crímenes de guerra como la invasión de Irak por parte de EEUU y Reino Unido, la invasión de Polonia por Hitler y Stalin y otros sombríos episodios de la historia moderna.

La tarea inmediata es acabar con los crímenes que están devastando Ucrania. Si le preocupa lo más mínimo el destino de las víctimas ucranianas, lo que EE.UU. debe hacer es acceder a participar diplomáticamente para acabar con el ataque y plantear un programa constructivo para facilitar este resultado. Y se le debe presionar para que lo haga.

Es bien sabido como sería un programa constructivo. Su elemento principal es la neutralidad para Ucrania: sin adhesión a alianzas militares hostiles, ni albergar armas que apunten a Rusia, ni ejecutar maniobras con fuerzas militares hostiles. Un estatus como el de México y, de hecho, de todo el hemisferio occidental que no puede entrar en la alianza militar dirigida por China, instalar armamento chino dirigido a los EE.UU. en la frontera ni ejecutar maniobras con el Ejército de Liberación Popular chino.

En resumen, un programa constructivo sería lo contrario a la política oficial actual de EE.UU. formalizada en una declaración conjunta sobre la alianza estratégica EE.UU.-Ucrania firmada en la Casa Blanca el 1 de septiembre de 2021. Este documento, críticamente importante, se ha suprimido en EE.UU. y supongo que, en todos lados declaraba enérgicamente que Ucrania debe ser libre de adherirse a la OTAN. Para justificarlo, Washington sigue con su postura sobre la santidad de la soberanía que ruboriza a los círculos civilizados, particularmente del Sur Global, que saben bien por amarga experiencia que EE.UU. es el abanderado del desprecio a la soberanía.

 

Sigamos con la Declaración conjunta. La cito: «concluye un Marco estratégico de defensa que sienta los cimientos para intensificar la cooperación estratégica de defensa y seguridad entre EE.UU. y Ucrania» ofreciendo a Ucrania armas avanzadas antitanques entre otras junto con un «sólido programa de formación y entrenamiento para mantener el estatus de Ucrania como socio de la OTAN de oportunidades ampliadas». Esto fue en septiembre pasado.

Este sorprendente documento, que no es público (sí es público, pero no está declarado), incrementa el desprecio desdeñoso de Washington por las preocupaciones rusas desde que Clinton quebrantara en 1998 la firme promesa de George H. W. Bush de no ampliar la OTAN hacia el Este, una decisión que desató las advertencias de diplomáticos de alto nivel como George Kennan, Henry Kissinger, el embajador Jack Matlock, el director de la CIA William Burns y muchos otros; e hizo que el secretario de defensa William Perry casi dimitiera como protesta, junto con una larga lista de otros que tenían los ojos abiertos. Esto se suma por supuesto a las medidas agresivas de Clinton y sus sucesores que afectan directamente a intereses rusos (Serbia, Irak, Libia y otros crímenes menores), realizadas para que se maximizara la humillación.

Ya que ha habido mucho encubrimiento y escaqueo de la promesa de Bush y Baker a Gorbachov, tal vez convenga citar literalmente al Archivo de Seguridad Nacional:

«El secretario de estado, James Baker, concuerda con la declaración de Gorbachov en respuesta a la declaración de que «la expansión de la OTAN es inaceptable». Baker aseguró a Gorbachov que «ni el Presidente ni yo tenemos la intención de sacar rédito unilateral de los acontecimientos» y que los estadounidenses han comprendido que «no solo es importante para la Unión Soviética, sino también para otros países europeos, que se garantice que si los EE.UU. mantienen su presencia en Alemania en el marco de la OTAN, la jurisdicción militar actual de la OTAN no se extenderá al este ni una pulgada más».

Sin reservas, ni ambigüedad, ni hipótesis, ni nada que defienda la evasiva actual».

Volviendo a la Declaración conjunta de Septiembre de 2021, fue por supuesto, muy instigadora. Puede haber afectado perfectamente a la decisión de Putin de acelerar la movilización anual de fuerzas en la frontera ucraniana para atraer la atención a los intereses de seguridad rusos, llegando en este caso a una agresión criminal directa.

Un elemento en un programa constructivo es la neutralidad, que de hecho ofreció Zelensky y no respaldó EE.UU.  Es sabido que no se puede saber si funcionará la diplomacia si no se intenta. Por ahora los EE.UU. con el apoyo de sus aliados se niega a intentarlo mientras sacrifica a los ucranianos condenándolos a un festino nefasto.

Solo se puede conjeturar sobre los motivos, pero es importante reconocer que Putin le ha dado a Washington un regalo maravilloso. Le ha metido Europa hasta el fondo del bolsillo, un asunto mundial de primer orden desde la Segunda Guerra mundial.

Durante la Guerra Fría, Europa tuvo elección. ¿Accedería a subordinarse a los EE.UU. en el marco OTAN-Atlantista o perseguiría la visión de un «hogar común europeo» del Atlántico a los Urales o incluso de Lisboa a Vladivostok, sin alianzas militares, que se convertiría en una «tercera potencia», un actor independiente en asuntos mundiales? Esta es la propuesta que hizo Charles de Gaulle. Estaba implícita en la Ostpolitik de Willy Brandt. Gorbachov la dejó muy clara cuando se derrumbó la Unión Soviética.

Por supuesto, EE.UU. se ha opuesto frontalmente, a menudo de forma muy esclarecedora. Se dio un caso hace 50 años cuando los EE.UU. preparaban el golpe militar que derrocaría la democracia parlamentaria en Chile e instauró el sangriento régimen de Pinochet. El artífice del crimen, Henry Kissinger, lo explicó así: el «virus» de la reforma social democrática de Allende podría «contagiarse» a otros sitios y llegar a España o Italia amenazadas por iniciativas reformistas de izquierdas. Dichas consideraciones han sido un principio rector de la política exterior estadounidense, igual que de sus predecesores en la masacre imperial. De hecho, volviendo a Atenas, sus órdenes a Melos tenían motivaciones similares: que la independencia de Melos se extendiera a otras islas griegas. Un principio fundamental en asuntos mundiales

Por ahora, Putin ha descartado la posibilidad de una Europa independiente, un regalo inconmensurable para la política imperial de EE.UU. Puede que Washington esté muy satisfecho con cómo se están desarrollando los crímenes en Ucrania. Tal vez, como ha insinuado desde arriba recientemente Hillary Clinton, se dé la posibilidad de apoyar una insurgencia como en Afganistán, que devastó el país mientras impedía a Rusia retirarse como estaba intentando, según demuestran los archivos rusos publicados, y que también contribuyó al hundimiento de la Unión Soviética.

El mérito por haber instigado a Rusia a invadir se lo lleva el asesor de Seguridad Nacional de Carter, Zbigniew Brzezinski, un destacado analista estratégico. Como él explicó, el destino de millones de afganos apenas cuenta comparado con abatir al enemigo mundial. Ni tal vez el destino de millones de ucranianos. Nos lo pensamos.

Volviendo a las preguntas principales ¿Podemos hacer algo para evitar la masacre? ¿Podemos aprender algo? Parece obvio que la respuesta a ambas preguntas es un «sí» rotundo.

Aparte de los horrores que se muestren cada día en las portadas y que se visibilizan bien cuando un enemigo oficial es el responsable, hay sucesos en camino mucho más macabros. Algunos ya son reales, otros están demasiado cerca para que estemos tranquilos.

Ya está viniendo un agudo retroceso en los intentos de reducir el uso de combustibles fósiles, prácticamente una sentencia de muerte. La euforia en las sedes de las petroleras es incluso mayor que la alegría desatada en las oficinas de los fabricantes de armas. Las petroleras están exoneradas de la crítica de los estúpidos ecologistas y piden que se les ame (que se les abrace, como dicen ellos) como salvadores de la civilización mientras se les autoriza a afanarse para destruir el futuro de la vida humana organizada en la Tierra. Por no hablar de la ingente cantidad de especies que estamos destrozando desenfrenadamente.

Esto está ocurriendo a la vez que nos llega el análisis más acuciante hasta ahora del IPCC, la agencia internacional que observa el clima. En su presentación de agosto advierte de que tenemos que reducir inmediatamente el uso de combustible fósil y considerablemente cada año, si queremos evitar puntos de no retorno que ya no quedan muy lejos. Ni un demonio perverso habría elucubrado una tesitura así: por un lado, intentos enormes de aumentar el combustible fósil para salvar la civilización y por el otro se reconoce que hay que reducirlo sin demora para salvarnos de una catástrofe inimaginable.

Esa es la situación actual. Y eso no es todo.  La crisis de Ucrania amenaza con guerra nuclear; lo que significa guerra terminal. No se escapa nada. El país que lance el primer ataque quedará destrozado hasta tal punto que los afortunados serán los que mueran rápido.  Y eso no es una perspectiva remota. Putin ya ha emitido una alerta nuclear, probablemente simbólica, pero no sabemos dónde podría acabar.

Rusia tiene un sistema de alerta muy débil. Depende del radar, que solo llega al horizonte; a diferencia de EE.UU., que usa detección por satélite y advierte a la primera señal de ataque inminente. Rusia apenas tiene alertas de ataque y, por tanto, podría hacer un ataque devastador incluso en caso de accidente, como los que han ocurrido muchas veces y en los que la intervención humana ha evitado la destrucción total. La amenaza empeoró mucho cuando el terremoto de Trump desmanteló el Tratado INF entre Reagan y Gorbachov, dejando a Moscú a pocos minutos de misiles nucleares colocados cerca de sus fronteras tras la expansión de la OTAN de Clinton y sus sucesores. El desmantelamiento del tratado ABM que hizo George W. Bush tuvo consecuencias similares.

Según los sondeos, más de un tercio de los estadounidenses están a favor de «tomar medidas militares (en Ucrania) aunque esté en juego la guerra nuclear con Rusia». Eso significa que más de un tercio de los estadounidenses obviamente no entiende lo que significa un conflicto nuclear. Escuchan proclamas heroicas en el Congreso y la prensa sobre crear una zona de exclusión aérea, que hasta ahora está evitando el Pentágono porque entiende que eso requeriría destruir instalaciones antiaéreas en Rusia y probablemente pasar a una guerra nuclear.

Aparte de dicha locura, es obvio para cualquiera que tenga un cerebro funcional que, nos guste o no, Putin deberá tener algún tipo de salida, al menos si nos preocupa lo más mínimo el destino de los ucranianos (y del mundo). Desafortunadamente, parece que los atrevidos y descerebrados imitadores de Winston Churchill son más atractivos que preocuparse por las víctimas de Ucrania y más allá.

¿Qué podemos hacer? La única opción es trabajar con entrega: educación, organización y medidas para dramatizar las amenazas, confeccionadas para movilizar el apoyo. No es una tarea simple. Es necesario para sobrevivir.

 

–Este artículo es parte de una conferencia de Noam Chomsky en el Foro sobre resolución diplomáticas de conflictos organizado por la Universidad Carlos III de Madrid y la Secretaría de Estado para la Agenda 2030 y celebrado el 30 de marzo de 2022. En Público.es

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*Noam Chomsky



(1928 , East Oak Lane, Filadelfia, Pensilvania, EE.UU.) es un legendario lingüista, filósofo y activista político estadounidense. Es profesor laureado de lingüística en la Universidad de Arizona. Su libro más reciente es Climate Crisis and the Global Green New Deal: The Political Economy of Saving the Planet.

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  1. Gino Vallega says:

    Noam Chomsky, un visionario, «enemigo» de la elite yanqui guerrera y monocorde que ha habitado la casa blanca por siempre.

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