Guerra ruso ucraniana

¿Es “Ucrania culpa de Occidente”? Sobre las grandes potencias y el realismo

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Sí. Han leído bien. Al parecer, se trata de una furgoneta que emite por sus altavoces una charla de John Mearsheimer, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Chicago, sobre la crisis de Ucrania. Supongo que la conferencia en cuestión es la que Mearsheimer pronunció ante a los antiguos alumnos de la Universidad de Chicago en 2015. Merece la pena verla, solo sea por su brillante actuación retórica. Mearsheimer sabe de veras a quién dirigirle la palabra.

 

 

Cuando lo revisé el lunes por la mañana, el número de los que lo habían visto se cifraba en 17,5 millones, frente a los 15 millones de no mucho más atrás. Y hoy, en el momento de escribir este artículo, la cifra supera ampliamente los 18 millones.

A lo que parece, se ha convertido en “viral” en China.

Como era de esperar, dado el título de Mearsheimer, éste se ha visto reconvenido por diversos críticos liberales y neoconservadores, y hay algo de escándalo, al haberse mezclado Anne Applebaum y otros. La idea de que «Ucrania es culpa de Occidente» causa mucha indignación.

Me siento dentro del debate, puesto que comparto gran parte del análisis de Mearsheimer sobre la acumulación de tensiones entre Rusia y Occidente por causa de Ucrania -al menos en líneas generales-, pero rechazo su conclusión. No sólo explicar no es justificar, sino que el diagnóstico de una tensión estructural supone sólo el primer paso para dar una explicación adecuada, desde luego una explicación que valga la pena llamar realista.

Respecto a la distinción entre explicación y justificación, Eric Levitz en la New York Magazine se muestra, como era de prever, lúcido:

Argumentar que la invasión de Ucrania por parte de Putin era una respuesta previsible a las decisiones políticas estadounidenses no significa que fuera una respuesta justificada a esas decisiones. Demasiado a menudo estos últimos días, las personas que intentan formular el primer argumento se han visto denunciadas por enunciar el segundo… La invasión de Ucrania por parte de Putin fue una elección libre. Y sea cual fuere el papel que desempeñara la política estadounidense para determinar la decisión de Putin, no le forzó a ello. Los críticos de la expansión de la OTAN harían bien en insistir en este punto, ya que hacer lo contrario sólo consigue que su análisis causal sea más fácil de estigmatizar.

Esto que dice Jon Schwarz en el Intercept también es bueno en el contexto intelectual más general del debate sobre política exterior en los Estados Unidos:

“Para entender el regocijo de Applebaum en este caso, hay que considerar su “tuit” no sólo como algo relacionado con Ucrania, sino como parte de una batalla desde hace decenios entre realistas y neoconservadores. Y su gambito retórico es una de los preferidos por los neoconservadores, que han utilizado con anterioridad muchas veces y que seguramente volverán a utilizar muchas más. Ni los realistas ni los neoconservadores suponen nada del otro mundo desde una perspectiva progresista, pero hay que entenderlos para comprender la política exterior nortemearicana”.

Pero, ¿es realmente la distinción entre explicación y justificación lo que aquí se dilucida?

En un artículo recién publicado en el New Statesman [el día 8 de marzo], yo sostengo que no es así (véase el artículo mencionado a acontinuación del presente).

En mi opinión, el análisis de Mearsheimer se queda también corto en el plano de la explicación. La famosa «libre elección» se resiste a la explicación causal. Pero no podemos desentendernos sin más. De hecho, si simplemente nos desentendemos, o asumimos la automaticidad de las condiciones estructurales respecto a la acción, como parece hacer Mearsheimer, anulamos el dominio en el que se lleva verdaderamente a cabo la responsabilidad de la acción del Estado. Anulamos también el ámbito en el que tendría que demostrar su valor una comprensión sofisticada del realismo. Si nos tomamos en serio lo que cuenta Mearsheimer, Rusia, en lugar de constituir un agente estratégico sensible, queda reducida a algo semejante a un robot resentido.

El realismo de verdad no es cosa sencilla. No es un esquema, no lo es más en las relaciones internacionales que en cualquier otra dimensión de la vida. Es un reto. Captar la realidad de forma compleja y específica y orientarnos cognitiva y emocionalmente hacia ella supone un desafío pertinaz.

Y en este contexto, repetir fórmulas de rivalidad entre grandes potencias para explicar el ataque de Rusia a Ucrania es tan voluntariamente burdo e inadecuado que huele a mala fe. Es eso lo que tendría que hacer que la gente se enojara con Mearsheimer.

En primer lugar, sin embargo, lo que hago yo en el ensayo del New Statesman es ubicar a Mearsheimer en lo que respecta a la historia del realismo. Y en este caso mi referencia es la excelente y novedosa historia de Matthew Specter, The Atlantic Realists.

La historia de Specter supone una obra pionera al desvelar el modo en que en los Estados Unidos la escuela realista de relaciones internacionales, que se consolidó en la década de 1950, se vio moldeada por las corrientes que circulaban entre Alemania y Estados Unidos y que se remontaban al siglo XIX. Specter se centra, sobre todo, en la tradición de la geopolítica imperialista que se remonta a geógrafos como Friedrich Ratzel y a teóricos navales como Alfred Mahan, y desciende de ellos hasta Karl Haushofer y Carl Schmitt en los años 30 y 40. La de Specter es una historia concienzudamente «sucia» del realismo, muy alejada de la “realpolitik” bismarckiana o del existencialismo intelectual de Niebuhr y otros. Tendré algo más que decir al respecto en una anotación posterior.

Enteetanto, lo que nos permite hacer el libro de Specter es ubicar la variedad de Mearsheimer de «realismo ofensivo» o «realismo de gran potencia» en el marco de una historia que se remonta al momento del alto imperialismo en la década de 1890. Fue entonces cuando se cerró la frontera global y comenzó a cuajar la idea de esferas globales de interés.

Sin embargo, creo que para entender mejor a Mearsheimer hay que ver la historia de las RRII como algo multifacético. Lo que a Mearsheimer le importa no es tanto la competencia imperialista de las décadas de 1890 y 1900 como el gran choque de trenes que tuvo lugar como resultado en 1914. Lo que le preocupa sobre todo es de qué manera la rivalidad entre grandes potencias conduce a la guerra.

Tal como ha expuesto Paul Poast en uno de sus característicos “hilos” reflexivos e informativos, el linaje del realismo «ofensivo» o de «gran potencia» de Mearsheimer se remonta al debate a escala global sobre lo que salió mal en la crisis de julio de 1914.

@ProfPaulPoast: G. Lowes Dickinson es el primer teórico «moderno» de las relaciones internacionales. Probablemente no habrán oído hablar de él. Pero también es la razón por la que el «realismo ofensivo» –puede que sí hayan oído *hablar* de él– es la teoría originaria de las relaciones internacionales «modernas». ¡Es hora de #MantenerElRealismoReal!

Resulta importante destacar, creo yo, que Mearsheimer es menos un teórico o apologeta de la política de las grandes potencias como tal que un analista de por qué los enfrentamientos de las grandes potencias desembocan en guerras. El “hilo” de Poast sobre Mearsheimer resulta extraordinariamente útil:

@ProfPaulPoast: Discrepo de John Mearsheimer sobre las causas de la guerra entre Ucrania-Rusia. Por el contrario, creo, y estarán conmigo en esto… que el realismo ofensivo ofrece una explicación mejor.

Lo que Mearsheimer considera que está haciendo, a lo que veo, es cantarle las verdades al poder y a la opinión pública con vistas a reajustar la ambición excesiva y evitar la competencia ruinosa.

Esto resulta, en cierto sentido, algo redentor.

Aunque fácilmente lo parezca, no creo que sea justo considerar a Mearsheimer como un apologista de lo que hacen las grandes potencias y de la violencia que desatan. Lo que sí hace, sin embargo, es naturalizar sus pretensiones de poder y su tendencia a la violencia. Para él, sus batallas hegemónicas son una tendencia que se asemeja a una ley. Aceptar esa naturalización es, para él, lo que significa el realismo. Y esa es la base sobre la que discrepo con él en el New Statesman. No por motivos morales o éticos principalmente, aunque sí encuentro aborrecible la naturalización de la guerra, sino, sobre todo, porque creo que la visión cosificada de la política internacional de Mearsheimer deja fuera, de hecho, cualquier comprensión sutil de lo que es realmente la acción del Estado.

Al fin y al cabo, al desencadenar esta guerra asesina, no sólo ha cometido Putin un crimen contra el Derecho internacional, sino que tal vez, lo cual entraña más consecuencias, haya cometido un error espectacular. La teoría que necesitamos en este caso no se encuentra en la lógica de la autoafirmación de las grandes potencias, sino en la lógica de autodestrucción de las mismas.

Mearsheimer no es tanto realista, diría yo, como esquemático. Ahora bien, es cierto que cualquier representación de la realidad es aproximada. El objetivo de la abstracción consiste en simplificar para exponer lo esencial. Es eso lo que pretende conseguir el realismo de Mearsheimer. Pero la abstracción constituye un asunto arriesgado y se tiene que hacer «bien», de lo contrario se corre el riesgo de perder lo esencial y de caer en una especie de reduccionismo insensible y a veces ridículo.

Tomar lo que cuenta Mearsheimer sobre la política de las grandes potencias como algo real resulta un poco, en mi opinión, como confundir la anatomía de la educación sexual con el erotismo real, o el amor romántico. No es exactamente erróneo, pero carece de acierto. Lejos de ofrecer sabiduría, si se aplica en la práctica es probable que conduzca a un embarazoso desastre.

Más en serio, si uno quiere hacerse una idea de lo desagradablemente simplista que puede ser la lógica realista de Mearsheimer, sugiero que se lea su artículo de 2001 sobre las tensiones venideras con China. El artículo resulta típicamente premonitorio al prever que el ascenso de China provocará tensiones con los Estados Unidos. Pero Mearsheimer pasa luego a preguntarse «inocentemente» si es realmente correcto suponer que los Estados Unidos no se beneficiarían de una guerra entre Japón y China. ¿Realmente un enfrentamiento de este tipo infligiría un daño grave a los EE.UU.? ¿No podría una guerra en Asia Oriental contribuir a mermar la fuerza de China?

Es como si habitar permanentemente el espacio mental de 1914 hubiera atenuado la capacidad de Mearsheimer para darse cuenta de las implicaciones radicales del paso de la paz a una guerra en toda regla.

Insistir en la importancia fundamental de esa distinción entre la guerra y la paz no supone ser ingenuo respecto a los diferentes modos de violencia y coerción que operan en todo momento en las relaciones internacionales y el grado en que se ha difuminado la frontera entre la paz y la guerra. Comparto la repugnancia de mucha gente ante los altos mandos de la invasión de Irak de 2003 que ahora hablan en televisión del carácter «sin precedentes» de los crímenes de Putin. Insistir en la distinción entre guerra y paz es, en realidad, esencial si queremos tomarnos en serio la guerra con toda su violencia, dinamismo e imprevisibilidad. No se trata sólo de política con cadáveres añadidos.

Como argumenté en un Chartbook #90 , el período desde el final de la Guerra Fría ha visto una racha de «guerras de tamaño medio».

Fuente: Chartbook [bitácora digital de Adam Tooze], 8 de marzo de 2022

 

John Mearsheimer y los obscuros orígenes del realismo

«¿Por qué Ucrania es culpa de Occidente?» Este es el provocador título de una charla del profesor John Mearsheimer -famoso exponente del realismo de las relaciones internacionales (RI)- pronunciada en una reunión de antiguos alumnos de la Universidad de Chicago en 2015. Desde que se publicó por vez primera en YouTube, se ha visto más de 18 millones de veces.

En 2022, Mearsheimer sigue transmitiendo su mensaje, en su forma más explosiva el 1 de marzo en una desacertada entrevista telefónica con el New Yorker. Con el telón de fondo de la invasión rusa de Ucrania, la provocación de Mearsheimer está causando indignación. Y plantea la pregunta: ¿cuál es el realismo que Mearsheimer dice defender?

Por un lado, Mearsheimer se muestra ecuánime de un modo desarmante. El impulso a la expansión de la OTAN en 2008 con el fin de incluir a Georgia y Ucrania fue un error desastroso. El derrocamiento del régimen de Víktor Yanukóvich, apoyado por Moscú, en 2014, una revolución apoyada por Occidente, generó aún más antagonismo con Rusia. Occidente debería aceptar la responsabilidad de haber creado una situación peligrosa al extender una alianza antisoviética a lo que queda de la esfera de influencia de Rusia. Y luego viene la conclusión incendiaria: la violenta reacción de Putin no debería ser una sorpresa.
En 2015, la postura de Mearsheimer ya resultaba controvertida. Hoy, a la luz de la flagrante violación del Derecho internacional por parte de Putin, ha cobrado una nueva vida. El 28 de febrero, cuando el Ministerio de Asuntos Exteriores ruso “tuiteó” su apoyo a la opinión de Mearsheimer, se abalanzó sobre ella Anne Applebaum, la célebre historiadora y defensora del liberalismo postsoviético de Europa del Este.

«Ahí está», se regodeó Applebaum, con referencia al “tuit” del Ministerio de Asuntos Exteriores, «me pregunto ahora si los rusos no sacaron realmente lo que cuentan de Mearsheimer y compañía. A Moscú le hacía falta decir que Occidente era responsable de las invasiones rusas (Chechenia, Georgia, Siria, Ucrania), y no su propia codicia e imperialismo. Los especialistas académicos norteamericanos proporcionaron el relato».

En los días que siguieron , la denuncia de Appelbaum atrajo una oleada de apoyos, y los estudiantes de la Universidad de Chicago lanzaron una amenazante carta abierta exigiendo saber si Mearsheimer estaba a sueldo de los rusos.

El escándalo se cifra en que Mearsheimer se niega a ver la agresión de Putin como algo que es más que el comportamiento de una gran potencia contra la pared. A diferencia de Applebaum, Mearsheimer se juega poco en la historia rusa o ucraniana. Lo que hace es simplemente dilucidar las implicaciones de su teoría favorita de las relaciones internacionales, conocida como realismo «ofensivo» o de «gran potencia». Rusia es una gran potencia. Las grandes potencias, reza la teoría, velan por su seguridad a través de esferas de interés. Los Estados Unidos obran también así, lo que adopta la forma de la doctrina Monroe y, más recientemente, de la doctrina Carter, que extiende los intereses estadounidenses al Golfo Pérsico. Si es necesario, esas zonas se defienden por la fuerza, y cualquiera que no reconozca y respete esto no comprende la violenta lógica de las relaciones internacionales.

Por lo que respecta a la acusación de Applebaum, de la que no ofrece pruebas, Mearsheimer se encogerá de hombros. Al fin y al cabo, Applebaum no afirma que Mearsheimer y los suyos – «especialistas académicos norteamericanos»- le dieran la idea a los rusos. Putin no necesita que los profesores estadounidenses le convenzan de que Rusia es una gran potencia. Las grandes potencias utilizan medios limpios y sucios. Instrumentalizar los argumentos de los especialistas académicos extranjeros constituye el menor de sus pecados.

En la medida en que las ideas pueden influir realmente en las relaciones internacionales, dada la fuerza determinante que Mearsheimer concede a la geografía, la economía y el poder militar, lo más que se puede esperar es que los responsables de la toma de decisiones y la opinion pública en general reconozcan los intereses y las esferas de influencia de cada uno y se aparten de enfrentamietos innecesarios. Lo que significa el realismo en este contexto es claridad sobre la estructura subyacente y la aceptación resignada de su lógica.

En la década de 2000, fue esta misma postura la que dio motive a Mearsheimer para pronunciarse contra lo que consideraba una influencia indebida del grupo de presión proisraelí sobre la política norteamericana. Esa influencia enturbiaba la comprensión por parte de los responsables políticos norteamericanos de los verdaderos intereses de su país en Oriente Medio. En la actual situación, lo que Mearsheimer exige es que nos deshagamos de la idea de que la expansión de la OTAN hacia Oriente es una tendencia irresistible de la historia o una cruzada que debemos librar.

Las implicaciones para la soberanía ucraniana del punto de vista de Mearsheimer son, innegablemente, sombrías. Siempre se verá limitada por el destino de encontrarse dentro de la esfera de influencia de Rusia. Pero por muy poco apetecible que esto resulte, si no se reconocen los hechos del poder y los intereses rusos, el resultado será aún peor. Ucrania corre el riesgo de quedar destrozada. Mearsheimer no niega la agresión rusa, simplemente la toma como algo dado. Toda la fuerza de su polémica se dirige hacia la UE y a la OTAN por llevarse a Ucrania «al huerto». Teniendo en cuenta que Occidente habla de un posible ingreso en la OTAN y de acuerdos de asociación con la UE, ¿cómo iban a resistirse los políticos ucranianos al atractivo de una posible inclusión? Pero si sucumben a esa tentación, se exponen a la ira de Rusia.

Si se le pregunta a Mearsheimer por la fuente histórica de su lúcida pero obscura visión del mundo, lo más probable es que declare que se trata de una antigua sabiduría que tiene su origen en los escritos del historiador griego Tucídides. Pero se trata de una tradición inventada y ensamblada a posteriori por la disciplina de las relaciones internacionales cuando se estableció en las universidades estadounidenses en la época de la Guerra Fría.

Como nos muestra la nueva y fascinante historia de Matthew Specter, The Atlantic Realists (2022), una línea de descendencia más plausible no es la que proviene de los antiguos, ni siquiera de la “realpolitik” de la época de Bismarck, que operaba en el terreno relativamente asentado del equilibrio de poder del siglo XIX, sino de la época del imperialismo. Fue a finales del siglo XIX, con el cierre de la frontera global y la moda del darwinismo social, cuando cristalizó por primera vez una visión del mundo en la que potencias demasiado poderosas se disputaban el espacio en un planeta limitado.

Para Specter, hay un hilo que discurre desde los teóricos navales y geógrafos expansivos del periodo anterior a 1914, como Friedrich Ratzel y Alfred Mahan, hasta los geopolíticos alemanes del periodo de entreguerras -en particular Karl Haushofer y Carl Schmitt- y de ahí a los textos clásicos del realismo estadounidense, en particular los escritos de Hans Morgenthau. Al igual que Mearsheimer, Carl Schmitt, el abogado nazi y teórico del Grossraum, imaginaba un orden mundial basado en la división del planeta en grandes bloques espaciales, dominado cada uno por una gran potencia. Un rasgo característico de este cuerpo de pensamiento es su relativismo moral. Este relativismo no se basa tanto en la filosofía como en el pluralismo de las esferas de poder. Al igual que Mearsheimer, Haushofer y Schmitt concibieron el Grossraum alemán como equivalente del Imperio Británico y de la doctrina Monroe de los Estados Unidos. Lo mismo hicieron los defensores japoneses de la Gran Esfera de Coprosperidad Asiática a finales de la década de 1930.

Parte de la razón por la que esta historia resulta obscura es que siempre ha resultado escandalosa para los liberales. La franca afirmación de las pretensiones del poder no encaja bien con un ideal de derechos universales. En la Segunda Guerra Mundial, geopolíticos alemanes como Haushofer se vieron anatematizados por la prensa aliada y se sentaron en el banquillo de los acusados en Núremberg. La condena les resultó confusa, ya que reconocían abiertamente lo mucho que debían al ejemplo de la propia expansión de los Estados Unidos en el siglo XIX. Para superar este bochorno, como muestra Specter en una serie de capítulos que llaman la atención, el realismo tuvo en que inventarse en los Estados Unidos una nueva historia para sí que lo ubicara como una teoría más abstracta, desvinculada de sus raíces imperialistas.

Specter es germanista. Su anterior libro fue una biografía intelectual del filósofo de la Escuela de Frankfurt Jürgen Habermas. Para un público norteamericano, vincular el tipo de realismo de las relaciones internacionales que se enseña en las universidades estadounidenses con las oscuras raíces de la era imperialista supone un golpe intelectual considerable. Pero se realiza al precio de un estrechamiento de la visión histórica. Si Mearsheimer es un exponente típico del realismo de las grandes potencias, sus intereses se definen menos por las cuestiones del imperialismo de finales del siglo XIX que por la cuestión de por qué el mundo entró en guerra en 1914. La genealogía intelectual a la que pertenece desciende sobre todo de las secuelas de la Primera Guerra Mundial y del angustioso esfuerzo multinacional por dar sentido a lo que salió mal en la Crisis de Julio [de 1914].

En ese debate, el intercambio germano-estadounidense en el que se centra Specter formaba parte de una discusión más amplia que incluía a figuras como el historiador E.H. Carr y el filósofo Goldsworthy Lowes Dickinson en Gran Bretaña, y a historiadores de izquierda de las relaciones internacionales como Charles Beard en Estados Unidos. Todavía hoy existe una afinidad entre realistas como Mearsheimer y la izquierda de la política exterior, que aprecia su inquebrantable articulación de la lógica del poder.

Hay que reconocer que su enfoque ofrece una comprensión real. De hecho, aunque no lo diga él en voz alta, el diagnóstico de Mearsheimer sobre la crisis ucraniana lo comparte de facto una gran parte del estamento de la política exterior estadounidense. La promesa de adhesión a la OTAN, lanzada por la administración Bush en 2008, fue un acto de arrogancia. Occidente no abandonará a Ucrania, pero tampoco intervendrá militarmente. Parte de la rabia contra Mearsheimer es una frustración desviada por parte de los liberales que se reconocen en su franqueza sobre los límites reales del compromiso occidental, y hay buenas razones para esos límites. Una confrontación directa con Rusia es algo que la OTAN siempre ha tratado de evitar. Estados Unidos le dejó claro a Putin que no habría participación militar. Las entregas de armas de emergencia contribuyen en gran medida a difuminar esa línea. Una zona de exclusión aérea sería mortalmente peligrosa.

Pero, por todo ello, sería perverso reivindicar esto como una victoria intelectual del realismo de Mearsheimer. No cabe duda de que tiene razón en lo que toca a las causas subyacentes de la tensión. Pero eso no es lo mismo que explicar realmente la guerra, al igual que señalar al imperialismo no supone una explicación adecuada de por qué el Kaiser dio a los austriacos un cheque en blanco en julio de 1914. El modelo realista queda muy poco especificado y no capta el cambio cualitativo que implica la apertura de las hostilidades. El general prusiano Carl von Clausewitz puede haber dicho que la guerra es la extensión de la política por otros medios. Pero eso sigue planteando la cuestión de por qué alguien, gran potencia o no, habría de recurrir a un medio tan radical y peligroso.

En Moscú mismo, ninguno de los estamentos serios de la política exterior -todos devotos del futuro de Rusia como gran potencia- creía que Putin fuera a ir a la guerra. Se mostraron incrédulos, no porque no entendieran la lógica del poder, sino precisamente porque la entienden. No veían ninguna Buena razón para que Rusia se arriesgara a emplear los medios de una guerra total, con todos sus peligros, incertidumbres y costes. Los acontecimientos les están dando la razón.

La moral y la legalidad son una de las razones para oponerse a la guerra. La otra es simplemente que, al menos en el último siglo, muestra un pobre historial en sus resultados. Aparte de las guerras de liberación nacional, es difícil nombrar una sola guerra de agresión desde 1914 que haya dado resultados claramente positivos para el primero en tomar la iniciativa. Un realismo que no reconozca este hecho y las consecuencias que han extraído de ello la mayoría de los responsables políticos no merece ese nombre. Eso no significa que no vayan a producirse guerras. Pero postular el futuro como una repetición interminable del militarismo exagerado de 1914 supone negar cualquier capacidad de aprendizaje colectivo. Y es contrafáctico, especialmente en la era del armamento nuclear. Como muestra Specter en sus meticulosos capítulos sobre el realismo transatlántico en la posguerra, Vietnam y los armamentos nucleares llevaron a los realistas clásicos a adoptar un enfoque decididamente cauto hacia la guerra. En este sentido, el realismo ofensivo de Mearsheimer, una acuñación de la época posterior a la Guerra Fría, merece plenamente su nombre.

A la luz de los peligros de la guerra, resulta tentador decir que, si la charla simplista de Mearsheimer sobre la lógica del conflicto de las grandes potencias proporcionó efectivamente a Putin una excusa para la desastrosa invasión rusa, más que un servidor de Rusia, Mearsheimer es un arma secreta del arsenal de Occidente, que ayudó a atraer a Putin a los bajíos de un nuevo y espeluznante Afganistán. Si queremos entender lo que ocurrió en el Kremlin para precipitar la locura criminal de la invasión, lo que necesitamos no son tópicos sobre los dilemas de seguridad de las grandes potencias, sino un relato forense de un fracaso colosal en la toma de decisiones y en la inteligencia. Y necesitamos entender no sólo a Rusia, sino también de qué manera Ucrania, un Estado que parecía tan débil, ha sido capaz hasta ahora de organizar una resistencia tan eficaz. Por encima de todo, tenemos que empezar por reconocer que para la gran mayoría de los analistas, esta guerra ha supuesto una conmoción que no confirma, sino que pone en cuestión nuestro sentido de la realidad.

Ello pone de manifiesto que la adopción de un enfoque realista del mundo no consiste en recurrir siempre a una trillada caja de herramientas de verdades intemporales, ni tampoco en adoptar una actitud dura para vacunarse para siempre contra el entusiasmo liberal. El realismo, tomado en serio, implica un desafío cognitivo y emocional interminable. Supone una lucha minuto a minuto por comprender un mundo complejo y en constante evolución, en el que nosotros mismos estamos inmersos, un mundo en el que podemos, hasta cierto punto, influir y cambiar, pero que desafía constantemente nuestras categorías y las definiciones de nuestros intereses. Y en esa lucha por el realismo -la interminable tarea de definir sensatamente los intereses y perseguirlos lo mejor posible-, recurrir a la guerra, por parte de cualquier bando, debería reconocerse como lo que es. No debería normalizarse como reacción lógica y obvia ante determinadas circunstancias, sino reconocerse como un acto radical y peligroso, cargado de consecuencias morales. A cualquier pensador o político demasiado insensible o superficial para enfrentarse a esta cruda realidad habría que juzgarlo en consecuencia.

 

Por Adam Tooze

Traducción: Lucas Antón

Fuente: The New Statesman, 8 de marzo de 2022

Profesor de historia y director del Instituto Europeo de la Universidad de Columbia. Su último libro es 'Crashed: How a Decade of Financial Crises Changed the World', y actualmente está trabajando en una historia de la crisis climática.

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