Guerra ruso ucraniana

El Forense y la víctima

Tiempo de lectura aprox: 4 minutos, 26 segundos

Extrema prudencia y negociación parece mucho mejor que alimentar la hoguera. La guerra podría haberse evitado con una negociación en diciembre.

 

El cadáver está ahí, aun caliente. Es el cadáver de una mujer joven asesinada por su matón con quien hasta 1991 compartió domicilio soviético. El forense llega a la escena del crimen con el objetivo profesional de certificar “técnicamente” las causas y circunstancias del crimen, a efecto de su esclarecimiento judicial. Y lo hace entre indignados y emocionados gritos del público, “¡Pero, ¿es que no ha visto quién le ha disparado?!” Intentar aclarar la situación entre llamadas al linchamiento lleva consigo acusaciones de complicidad. “Intentar comprender y explicar, ya es justificar”, dijo Manuel Valls cuando los atentados yihadistas estremecían a Francia. Una invitación a superar los valores de la Ilustración. Pero la responsabilidad del forense está por encima de todo eso, por encima del horror, de la emoción y del redoblar de tambores. De lo contrario el derecho y la razón no existirían.

La agresión militar rusa contra Ucrania no debe ponerse enfrente, sino en línea con las otras agresiones imperiales violadoras del derecho internacional registradas en lo que llevamos de siglo. En la época de los imperios combatientes, su horrible balance de muertes directas e indirectas no se contrapone, sino que se suma a los costes de la guerra Costs of War (brown.edu). Aunque apenas divulgados, los números son conocidos y están ahí. 38 millones de desplazados y 900.000 muertos en el arco que va de Afganistán a Irak, pasando por Siria, Pakistán y Yemen, sin que Libia entre en la cuenta. Si se incluyen las muertes indirectas ocasionadas por la destrucción de la sanidad e infraestructuras, la estimación del programa de la Universidad Brown de Estados Unidos, sitúa la cifra en 3,1 millones de muertos, siempre excluyendo las decenas de miles de muertos y heridos causados en Libia, Somalia y Filipinas.

En los últimos años (sigo el resumen de The Hill)Reckoning with the costs of war: It’s time to take responsibility | TheHill , sociedades enteras han sido destruidas con decenas de millones de heridos y traumatizados. El 42% de los afganos presentaban síntomas de trastornos de estrés postraumáticos en 2002, un año después de la invasión, según el Centro de Prevención y Control de Enfermedades de Estados Unidos. Un 70% presentaba señales de depresión grave. Un estudio reciente sobre Irak mostró que uno de cada cinco habitantes padece enfermedad mental y que un 56% de los jóvenes presentan síntomas del mencionado trastorno de estrés postraumático. Los ucranianos se suman ahora a eso a manos de otro agresor.

El balance de la actual catástrofe como consecuencia de la invasión militar rusa de Ucrania deja, a día de hoy, más de dos millones de desplazados y varios miles de muertos. Esas cifras aumentarán sin duda conforme continué la guerra y deben sumarse a los 14.000 muertos y alrededor de millón y medio de desplazados registrados a lo largo de ocho años desde el arranque de la “operación antiterrorista” iniciada en Ucrania oriental en 2014 por el gobierno ucraniano y la resistencia rusófila que le hizo frente. Todo esto no relativiza los crímenes de Rusia, sino que los sitúan en su contexto real sin el cual no se entiende nada.

La agresión rusa es resultado de un largo proceso imperial ruso con vectores internos y externos que hemos explicado con detalle https://agora.ctxt.es/producto/la-invasion-de-ucrania. Estados Unidos sabía que Rusia preparaba esta invasión. En diciembre los americanos comunicaron a los chinos su convicción al respecto (los chinos les dijeron a los rusos, “los americanos quieren sembrar cizaña entre nosotros”). Washington puso incluso fechas – fechas que nosotros no creímos – a la invasión rusa de Ucrania. Accediendo al más que razonable catálogo presentado por Moscú a Estados Unidos y la OTAN el 17 de diciembre, la guerra podía haberse evitado. Rusia se habría contentado con concesiones de lo que era un catálogo de máximos en algunos puntos, como la retirada de infraestructuras militares de sus fronteras y la neutralidad de Ucrania. A pesar de ello se optó por no negociar nada esencial. Esa decisión revela algo bastante claro: que si el plan A de Washington para Ucrania era convertirla en un ariete contra Rusia, el plan B era que Rusia se metiera por si sola en una especie de Afganistán eslavo, es decir provocar la criminal acción de Moscú contra Ucrania con el resultado de un catastrófico desgaste del adversario. Para esa prioridad, el plan B puede ser visto incluso como “mejor” que el plan A. En cualquier caso eso coloca con toda claridad a Ucrania en el papel de víctima propiciatoria e instrumento de un pulso imperial superior.

La legítima resistencia armada de los ucranianos, que sin duda es un momento fundacional para una nueva fase de la soberanía y la independencia de la nación, forma parte de ese mismo trágico proceso. Para Estados Unidos la sangría de Ucrania parece un precio perfectamente asumible si con ello se logra “desestabilizar y estresar a Rusia” Overextending and Unbalancing Russia: Assessing the Impact of Cost-Imposing Options | RAND algo de consecuencias incalculables. La mentalidad es la misma que Zbigniew Brzezinsky expresó en 1998 en su famosa entrevista con Le Nouvel Observateur: “logré que los rusos se metieran en la trampa afgana ¿y pretende que me arrepienta? ¿Qué era mas importante para la historia mundial, los talibán o el colapso del imperio soviético? ¿algunos musulmanes excitados o la liberación de Europa central y el fin de la guerra fría?”.

Ahora se trata de sacrificar a un peón a cambio de hacerse con la reina, siendo la reina una posición definitivamente solidificada en Europa y una quiebra rusa como perspectiva que debilite indirectamente a China. Ante la pregunta de ¿cómo ayudar a los ucranianos? que la gente común se plantea indignada al presenciar una acción tan canallesca y una respuesta tan digna de David contra Goliat, no se puede perder de vista esta situación.

Los gobiernos occidentales y sus militares tenían el año pasado más confianza en la capacidad del régimen afgano de resistir a los talibán, de la que tienen ahora en la capacidad militar de los ucranianos frente a los rusos: repiten una y otra vez que los ucranianos no pueden vencer esta guerra. Si ese es el consenso, ¿cual es el sentido de proporcionar miles de millones en armas a Ucrania? ¿Contribuirá eso a aminorar la sangría o a incrementar la presión militar rusa que hasta ahora ha sido discreta y puede ser mucho peor, según estiman los observadores militares? ¿Mejorarán las condiciones para una negociación con el mayor nivel de destrucción del país que será su consecuencia? Todo esto es por lo menos incierto.

El presidente ucraniano, Volodymyr Zelenski, pide a la OTAN que intervenga. “La gente está muriendo aquí también por su culpa, por su debilidad y su desunión”, reprocha. ¿Se trata entonces de bendecir una intervención de la OTAN en el conflicto que ella misma ha propiciado y asumir el riesgo de una guerra nuclear? ¿No sería más razonable ir inmediatamente a un alto el fuego y a una negociación sobre las reclamaciones rusas? “La prioridad es apoyar la resistencia de los ucranianos, no quiero darle a Putin una salida”, dice Étienne Balibar. ¿Han perdido el norte? ¿Fomentar el Plan B?

La solidaridad con Ucrania no consiste en echar más leña en el altar del doble sacrificio imperial de Ucrania, sino en sacar a ese país y a su población del papel de víctima propiciatoria e instrumento en el pulso entre dos imperios. Para eso se necesita una actitud hipocrática, no dañar aún mas con nuestras acciones el estado de la víctima, ni crear las condiciones para un conflicto aún mayor. Es decir: extrema prudencia y negociación. En tiempos de guerra y extrema propaganda, ¿pretenden que hasta el forense marque el paso?

 

Por Rafael Poch de Feliu

Fuente: Rafael Poch de Feliu

 

Corresponsal internacional durante 35 años, la mayor parte de ellos en URSS/Rusia (1988-2002) y China (2002-2008) para La Vanguardia. También fue corresponsal en Berlín, antes y después de la caída del Muro, y en París. En los años setenta y ochenta, estudió historia contemporánea en Barcelona y Berlín Oeste, fue corresponsal en España de Die Tageszeitung, redactor de la agencia alemana de prensa DPA en Hamburgo y corresponsal itinerante en Europa del Este (1983 – 1987).

Related Posts

  1. Felipe+Portales says:

    Muy buen artículo. Sobre todo en un mundo donde la generalidad de los políticos, intelectuales y periodistas se ha vuelto tan «simplón».

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *