Todos perdedores
Tiempo de lectura aprox: 11 minutos, 58 segundos
Algo similar sucede con la seguridad exterior, dado que durante las dos últimas décadas Estados Unidos y la OTAN han penetrado política y militarmente en lo que Rusia, realmente familiarizada con las incursiones extranjeras, considera su cordon sanitaire. Los intentos de Moscú de negociar en este ámbito han conducido a que la Rusia postsoviética haya sido tratada por Washington del mismo modo que su predecesora, la Unión Soviética, con el fin último de lograr que se produzca un cambio de régimen en la misma. Todos los intentos efectuados para poner punto final a este sometimiento han acabado en nada; la OTAN ha avanzado cada vez más, instalando recientemente misiles de alcance medio en Polonia y Rumanía, mientras Estados Unidos ha tratado a Ucrania como si fuera territorio propio, como atestiguan las declaraciones virreinales de Victoria Nuland sobre quién debería dirigir el gobierno de Kiev.
En un determinado momento, el régimen ruso concluyó evidentemente que la imparable erosión, interna y externa, continuaría imperturbable su curso a no ser que se optará por una acción decisiva, que pusiera fin a este deterioro. Lo que se produjo a continuación fue la acumulación de fuerzas militares en torno a Ucrania durante la primavera de 2021 acompañada por la demanda de un compromiso formal por parte de Washington de respetar de ahora en adelante los intereses de seguridad rusos todo ello con la pretensión de desencadenar un conflicto abierto en vez de librar uno latente, quizá con la esperanza de movilizar el patriotismo ruso que en otro momento derrotó a los alemanes.
Si nos ocupamos del lado estadounidense, encontramos un resentimiento que se remonta a principios de la década de 2000, una vez que Yeltsin, el hombre sobre el terreno de Estados Unidos tras el hundimiento de la Unión Soviética, cediera la hacienda a Vladimir Putin en la estela del desastre social y económico causado por la «terapia de choque» aconsejada por el socio estadounidense. El intento de Putin de que Rusia se incorporase a la OTAN bajo los auspicios del Nuevo Orden Mundial fue rechazado y ello a pesar de todos sus esfuerzos para ayudar a Washington en su invasión de Afganistán. Las objeciones rusas a la ampliación de la OTAN en 2004 –que entonces amenazaba su frontera noroccidental– se toparon con la declaración de Bush y Blair a favor de la política de puertas abiertas brindada a Georgia y Ucrania en la cumbre de Bucarest celebrada en 2008.
El establishment político estadounidense, dirigido entonces por el ala del Partido Demócrata capitaneada por Hillary Clinton, comenzó a tratar a Rusia como a un Estado fallido, concediéndole un trato similar al dado a cualquier otro país que se hubiera zafado del control estadounidense como, por ejemplo, Irán. Incluso la elección de Trump en 2016 fue atribuida a maquinaciones rusas encubiertas por parte del partido perdedor, lo cual abortó políticamente los intentos iniciales del nuevo presidente de lograr algún tipo de acomodo con Rusia (¿Recuerdan ustedes su inocente pregunta de por qué todavía existía la OTAN tres décadas después del fin del comunismo?). Al final de su mandato y para reparar daños con el Estado profundo estadounidense y con los votantes, Trump optó por volver a la bien rodada senda antirrusa.
Para el sucesor de Trump, Biden, como para Obama-Clinton, Rusia se ofrecía como un conveniente archienemigo, tanto doméstica como internacionalmente: pequeña económicamente, pero dispuesta a retratarse como grande por mor de sus armas nucleares. Tras el debacle mediático de la retirada estadounidense de Afganistán gestionada por Biden, mostrar una posición de fuerza frente a Rusia parecía un camino seguro para exhibir el músculo estadounidense, lo cual forzaría a los Republicanos a unirse detrás de Biden como el líder del «mundo libre resucitado. Washington retomó la diplomacia de la intimidación y rechazó categóricamente toda negociación en torno a la expansión de la OTAN. Para Putin, habiendo ido tan lejos como había ido, la elección se planteaba sin contemplaciones entre la escalada y la capitulación. Fue en este momento cuando el método mutó en locura y comenzó la criminal y estratégicamente desastrosa invasión terrestre de Ucrania por parte de Rusia.
Para Estados Unidos rechazar las demandas referidas a las garantías de seguridad exigidas por Rusia era un modo conveniente de fortalecer la lealtad incondicional de los países europeos de la OTAN, una alianza que se había tambaleado en los últimos años. Ello concernía sobre todo a Francia, cuyo presidente había diagnosticado recientemente a la Alianza «en estado de coma», pero también a Alemania con su nuevo gobierno, cuyo partido dirigente, el SPD, era considerado demasiado amigo de Rusia. Rondaba también el asunto pendiente del nuevo gaseoducto, el Nord Stream 2. Merkel, en tándem con Schröder, había invitado a Rusia a construirlo, confiando en colmar así el déficit existente en el suministro energético alemán causado previsiblemente por el Sonderweg del país tras su decisión de abandonar el carbón y la energía nuclear. Estados Unidos se opuso al proyecto, al igual que lo hicieron otros muchos actores en Europa, incluidos los Verdes alemanes. Entre las razones de esa oposición se contaban los temores ante el hecho de que el gaseoducto incrementaría la dependencia de Europa de Rusia y que su construcción haría imposible que Ucrania y Polonia interrumpieran el suministro del gas ruso, si Moscú eventualmente se comportara de un modo incorrecto.
La confrontación en torno a Ucrania, al restaurar la lealtad europea al liderazgo estadounidense, resolvía instantáneamente este problema. Al albur de la desclasificación de determinados documentos de la CIA, la denominada «prensa de calidad» europea, por no mencionar a los sistemas de radiodifusión públicos, presentaron la situación en rápido deterioro como una lucha maniquea entre el bien y el mal, los Estados Unidos de Biden contra la Rusia de Putin. Durante las semanas finales de Merkel, el gobierno estadounidense disuadió al Senado de optar por imponer duras sanciones contra Alemania y los gestores del Nord Stream 2 a cambio de que la primera accediera a incluir el gaseoducto en un posible futuro paquete de sanciones. Tras el reconocimiento ruso de las dos provincias orientales separadas de facto de Ucrania, Berlín pospuso formalmente la certificación reguladora del gaseoducto, lo cual no fue considerado suficiente. En la conferencia de prensa celebrada en Washington tras la visita del nuevo canciller alemán, Biden anunció, con Olaf Scholz situado a su lado, que si fuera necesario el oleoducto se incluiría definitivamente en el paquete de sanciones ante el silencio de este. Pocos días más tarde, Biden aceptó el plan del Senado al que previamente se había opuesto. Después, el 24 de febrero, la invasión rusa obligó a Berlín a hacer de motu proprio lo que de otro modo había sido hecho por Washington en nombre de Alemania y de Occidente: enterrar el gaseoducto de una vez por todas.
Así pues, la unidad occidental estaba de vuelta, jaleada por el aplauso jubiloso de los comentaristas locales, agradecidos por el retorno de las certidumbres transatlánticas de la Guerra Fría. La perspectiva de entrar en batalla en alianza con el ejército más formidable de la historia mundial eliminó al instante los recuerdos de los recientes meses anteriores, cuando Estados Unidos abandonó sin prácticamente aviso previo no solo Afganistán sino también a las tropas auxiliares movilizadas por su aliados de la OTAN en apoyo de la en otro momento actividad estadounidense predilecta, la «construcción de naciones». No importó tampoco la apropiación por parte de Biden de la práctica totalidad de las reservas del banco central afgano, que rondaban los 7,5 millardos de dólares, para ser distribuidas entre los afectados por el atentado del 11S (y sus abogados), mientras Afganistán sufre una hambruna de proporciones nacionales. Olvidado quedó también el desastre legado por las recientes intervenciones estadounidense en Somalia, Iraq, Siria y Libia y la absoluta destrucción, seguida por un abandono expeditivo, de enteros países y regiones.
Ahora se trata una vez más de «Occidente», la Tierra Media luchando contra Mordor, para defender a un valiente pequeño país que solo quiere «ser como nosotros» y para ello únicamente desea cruzar los umbrales de las puertas de la Unión Europea y de la OTAN y ser admitido en el seno de ambas organizaciones. Los gobiernos europeo-occidentales suprimieron debidamente el resto de recuerdos de la rudeza, firmemente arraigada, de la política exterior estadounidense, inducida por el mero tamaño del país y por su localización en una isla continental a la que nadie puede alcanzar con independencia de los desastres que produzca cuando sus aventuras militares se tuercen. Y, sorprendentemente, estos gobiernos otorgaron a Estados Unidos, un declinante imperio realmente alejado de Europa, que tiene intereses diferentes a los europeos y que se enfrenta a innumerables problemas propios, el poder absoluto de representación a la hora de tratar con Rusia sobre nada menos que el futuro del sistema de Estados europeo.
Y, ¿qué decir de la Unión Europea? Dicho sintéticamente, cuando Europa occidental vuelve a «Occidente», la Unión Europea es reducida a una entidad de prestación de servicios de apoyo geoeconómico en beneficio de la OTAN, es decir, de Estados Unidos. Los acontecimientos acaecidos en torno a Ucrania están poniendo en evidencia más que nunca que para Estados Unidos la Unión Europea es esencialmente una fuente de regulación económica y política dirigida a los Estados que deben ayudar a «Occidente» a circundar a Rusia por su flanco occidental. El mantenimiento en el poder de gobiernos proestadounidenses en los antiguos Estados satélites soviéticos, lo cual puede ser costoso, dota de atractivo al reparto de cargas a tenor del cual «Europa» paga el pan, mientras Estados Unidos proporciona la capacidad de fuego o la imaginación de la misma. Esto convierte a la Unión Europea, en efecto, en un auxiliar económico de la OTAN. Entretanto, los gobiernos europeo-orientales se sienten más felices confiando en Washington para su defensa que en París y Berlín, dada la probada facilidad para desenfundar del primero y la segura lejanía de su base de operaciones patria. A cambio de la protección estadounidense implementada mediante la OTAN, así como gracias al patronazgo estadounidense en su relación con la Unión Europea, países como Polonia y Rumanía albergan misiles estadounidenses supuestamente instalados allí para defender a Europa contra Irán, aunque desafortunadamente su órbita deba atravesar el cielo de Rusia.
La implicación para el comportamiento de Ursula von der Leyen y los suyos es confirmar su estatus subordinado. La extensión de la Unión Europea a Ucrania y a los Balcanes occidentales, incluso a Georgia y Armenia, es considerada por Estados Unidos como una decisión que en última instancia debe tomar Washington. Francia en particular todavía puede objetar a la ulterior ampliación, pero nadie sabe cuánto tiempo será capaz de persistir en su postura, especialmente si Alemania puede ser obligada a pagar la factura. (Aunque los procedimientos formales de acceso relativos a Ucrania todavía no han comenzado von der Leyen ha declarado: «Los queremos dentro»). Por otro lado, siendo Polonia estrictamente antirrusa y pro OTAN será difícil ahora castigarla reduciendo las ayudas económicas que recibe de la Unión Europea por lo que el Tribunal de Justicia Europeo considera las deficiencias presentes en su «Estado de derecho». Lo mismo sirve respecto a Hungría, cuyo indócil presidente se ha vuelto cada vez más antirruso. Con el retorno estadounidense, el poder de disciplinar a los Estados miembros de la Unión Europea ha migrado de Bruselas a Washington DC.
Una cosa que los europeos de la Unión Europea, especialmente aquellos del tipo de los Verdes, están aprendiendo en estos días es, por un lado, que si permites que Estados Unidos se ocupe de tu protección, la geopolítica arrasa el resto de la política, y, por otro, que aquella es definida únicamente por Washington. Así es como funciona un imperio. Ucrania, una compañía dividida entre una colección increíble de oligarcas, pronto comenzará a recibir el apoyo incrementado de «Europa». Ello no será, sin embargo, sino una fracción de lo que los oligarcas ucranianos depositan regularmente en los bancos suizos, británicos y, es de creer, estadounidenses. Los indicios apuntan a que comparada con Ucrania, Polonia e incluso Hungría están, para decirlo con una expresión castiza, más limpias que una patena. (¿Quién podría olvidar el salario que cobraba Hunter Biden como director no ejecutivo de una compañía gasística ucraniana, cuyo principal propietario estaba entonces siendo investigado por un caso de lavado de dinero?).
Lo que sigue siendo un misterio, obviamente no el único en este contexto, es por qué Estados Unidos y sus aliados se mostraron fundamentalmente despreocupados ante la posibilidad de que Rusia respondiera a las continuas presiones para que se produjera un cambio de régimen en su seno, dada la denegación por parte «occidental» de una zona de seguridad que le resultara satisfactoria, fortaleciendo su alianza con China. Es cierto que históricamente Rusia siempre quiso ser parte de Europa y que algo similar a una especie de asiafobia se halla profundamente anclada en su identidad nacional. Moscú es para los rusos la Tercera Roma, no la Segunda Pekín. En un momento tan tardío como 1969, Rusia y China, ambas comunistas en aquel momento, chocaron por una frontera común en el rio Ussuri. En este contexto en el que Rusia se enfrenta a una fractura indefinida con Occidente y China sufre escasez de materias primas, esta última puede optar por intervenir y proporcionar a la primera tecnología moderna de factura propia. En un momento en el que la OTAN está dividiendo el continente euroasiático en «Europa», incluida Ucrania, contra Rusia, comprendida como un enemigo no europeo de Europa, el nacionalismo ruso puede, contra su grano histórico, sentirse forzado a aliarse con China, tal y como preanunciaba la extraña fotografía de Xi y Putin sentados al lado el uno del otro en la apertura de las Olimpiadas de Invierno de Pekín.
¿Será la alianza entre China y Rusia el resultado imprevisto de la incompetencia estadounidense o, por el contrario, un resultado buscado de su estrategia global? Si Moscú fuera a unir su suerte a la de Pekín, dejaría de existir para siempre perspectiva alguna de un acuerdo ruso-europeo à la française. Europa occidental, con independencia de la forma política que asuma, funcionará como nunca antes en tanto que ala transatlántica de Estados Unidos en una nueva guerra fría, o quizá caliente, librada entre los dos bloques de poder globales, uno declinante, que confía en revertir la marea, el otro confiado en su ascenso.
Únicamente una Europa en paz con Rusia, que respete sus necesidades de seguridad, podría esperar liberarse del abrazo estadounidense, tan efectivamente renovado durante la crisis ucraniana. Esta, podemos presumir, es la razón por la que Macron ha insistido durante tanto tiempo en que Rusia forme parte de Europa y en la necesidad de que «Europa», de acuerdo por supuesto con la representación que él mismo y Francia se hacen de ella, tome medidas para garantizar la paz en su flanco oriental. La invasión de Ucrania por parte de Rusia ha puesto fin durante un largo periodo de tiempo, si no definitivamente, a este proyecto. Pero entonces este nunca fue un comienzo muy prometedor, dada la dependencia sentida por Alemania de la protección nuclear estadounidense, a lo que se añaden las dudas alemanas sobre las fantasiosas ambiciones globales francesas, redefinidas como ambiciones europeas que deben ser financiadas por el poderío económico alemán. Y Rusia puede, con cierta justificación, haber cuestionado si, bajo estas condiciones, Francia será capaz de expulsar algún día a Estados Unidos del asiento del conductor europeo.
Y así pues el ganador es… ¿Estados Unidos? Cuanto más se prolongue la guerra, debido a la resistencia exitosa de la ciudadanía ucraniana y de su ejército, más obvio será que el líder de Occidente, que habló en nombre de Europa cuando se preparaba la guerra, no está interviniendo militarmente en nombre de Ucrania cuando ha estallado esta. Estados Unidos se ha concedido a sí mismo un permiso de ausencia especial, como Biden dejó claro desde un principio. Si analizamos su historial, esto no es nada nuevo: cuando su misión se hace inmanejable, los estadounidenses se retiran a su distante isla. Sin embargo, tal y como lo contemplan los alemanes cuando se preguntan dónde está Estados Unidos, Alemania puede comenzar a sentir dudas sobre el compromiso de la potencia estadounidense a la hora de proceder a la defensa nuclear del país. Este compromiso, después de todo, sustenta la pertenencia de Alemania a la OTAN, su adhesión al Tratado de No Proliferación Nuclear y el hecho de que el país albergue en torno a treinta mil militares estadounidenses en su suelo.
En este contexto, el presupuesto especial de 100 millardos de euros, anunciado hace unos días por el gobierno de Scholz y destinado a cumplir la promesa, que se remonta a 2001, de gastar el 2 por 100 del PIB alemán en armamento, se asemeja a un sacrificio ritual para apaciguar a un dios enfurecido del que se teme su abandono de los creyentes menos fervientes. Nadie piensa que si Alemania hubiera gastado ese 2 por 100 de su PIB en armamento, cumpliendo así la demanda de la OTAN, Rusia se hubiera abstenido de invadir Ucrania o que Alemania habría sido capaz y se hubiera mostrado dispuesta a correr en su ayuda. En todo caso, llevará años antes de que pueda disponerse del nuevo armamento, por supuesto el último existente en el mercado, y antes de que se halle a disposición de las tropas. Además, consistirá exactamente en el mismo tipo de armamento del que Estados Unidos, Francia y el Reino Unido ya disponen en abundancia.
Por otro lado, la totalidad del ejército alemán se halla bajo el mando de la OTAN, esto es, del Pentágono, así que el nuevo poder de fuego se añadirá al de esta no al de Alemania. Tecnológicamente el nuevo armamento estará diseñado para ser desplegado a escala global en «misiones» similares, por ejemplo, a la de Afganistán o, más probablemente, para ser operativo en el entorno de China para asistir a Estados Unidos en su creciente confrontación en el mar de la China meridional. No hubo debate alguno en el Bundestag sobre qué tipo de nuevas «capacidades» militares serían necesarias ni para qué serían estas utilizadas. Como ha sucedido en el pasado, durante el mandato de Merkel, este extremo fue dejado a la determinación por parte de «los aliados». Una de tales partidas podría ser el Futuro Sistema Aéreo de Combate, adorado por los franceses, que combina cazabombarderos, drones y satélites dotados operativamente de alcance mundial. Existe una nimia esperanza de que en algún momento se produzca en Alemania un debate estratégico sobre lo que significa defender su propio territorio en vez de atacar el de otros. ¿Puede la experiencia ucraniana contribuir a desencadenar esta discusión? Es improbable.
Wolfang Streeck