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Mejor hablemos de otra cosa; es lo recomendado en estos casos graves

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Tengo recuerdos bien viejos, anteriores a la dictadura e incluso antes de la Unidad Popular, sería a mediados de los años 60. En ese entonces había que prepararse para la guerrilla, que se hallaba a la orden del día después de la revolución cubana.

Había muchas organizaciones que creían ser los Che Guevara chilenos, y allí estábamos los más crédulos. Ya había llegado la familia Kast a Chile, pero nadie la conocía, pues sólo se dedicaba a hacer chorizos.

Los compañeros que dirigían esta organización en que caímos mi marido y yo, no nos decían casi nada, porque sólo éramos ayudistas. Nos veían con cierto prejuicio, no sé si de edad o porque éramos abogados, aunque hacíamos todo lo que nos pedían, especialmente porque el contacto era un compañero admirable, asesinado después por la dictadura.

Pues estos compas tenían que hacer un curso de algo, no nos dijeron de qué. Nosotros teníamos una casita arrendada en Guayacán, en el camino al Cajón del Maipo, y se la prestamos. Yo la preparé, y para que no se viera para adentro le puse papeles de diarios en las ventanas, porque no había cortinas, como si eso no fuera a llamar la atención de los vecinos.  Porque no era un lugar aislado, había vecinos relativamente cerca, como a media cuadra, que nos conocían bien.

Como 20 compañeros se fueron para esa casa y estuvieron casi un mes. Compraban grandes cantidades de comida y todo el vecindario se enteraba. Después supimos que era un curso de explosivos, nos pedían materiales, alquitrán y otras cosas que no me acuerdo. Nosotros no teníamos auto y se las llevaba otro compañero, A. V. Los estallidos de los explosivos se escuchaban en todo el cajón del Maipo, rebotaban en los cerros, hacían eco y se multiplicaban. Finalmente los compas se bajaron y dejaron a varios de guardia para ir sacando los materiales de a poco. Y en esos días los rodeó la policía porque estaban buscando a Luciano Cruz, gran dirigente del MIR de Concepción, que se les había escapado y creyeron que estaba allí. Para qué les digo, las medidas de INSEGURIDAD que se habían tomado: fuera de los diarios en las ventanas, la placa del auto de A. V. estaba perfectamente detectada y lo metieron preso. Las cajas con los envíos que les hacíamos (comida, alquitrán y otras cosas) tenían las impresiones digitales de mi hijo de cinco años, y en vista de esto los tiras se pusieron a buscar a un enano en todos los circos del país. A mi compañero no lo detuvieron porque le dijo al juez que habíamos prestado la casa para un curso de derechos humanos, y le creyeron o quisieron creerle, por ese espíritu de defensa profesional que tenían los abogados, igual que los médicos. . De todos modos se preparó para ir preso. Por si acaso compramos unos calzoncillos largos de franela porque hacía mucho frío. Finalmente los calzoncillos le sirvieron  a A.V.

A otro abogado amigo que se había alojado varias veces en Guayacán con sus niños, se le había quedado una frazada con su nombre marcado, como en algunos  colegios. Pues lo detuvieron y lo llevaron esposado por los pasillos de los tribunales, algo completamente inusitado. Ahí no funcionó la complicidad profesional, porque el compañero tenía muchos antecedentes políticos.  Creo que esto nunca me lo perdonó, pero yo qué culpa tengo. El dueño de la casa, un amigo que trabajaba en Nueva York, estaba furibundo. Quedamos peleados para siempre.

A mí nunca me citaron siquiera a declarar, gracias al bendito machismo. Eran tiempos de Frei padre, y no estaba tan dura la cosa. Aunque años después, la dictadura mandó una solicitud de extradición en mi contra a Panamá, en cuya embajada nos habíamos asilado. Pero yo ya estaba en Cuba con mis hijos.

 

Por Margarita Labarca Goddard

 

 

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