Carlos Castresana, fiscal español: «El Estado de Derecho nos viene de Estrasburgo y de Bruselas»
Tiempo de lectura aprox: 9 minutos, 12 segundos
Castresana, autor como fiscal de denuncias que terminaron con el procesamiento de Laureano Oubiña, Jesús Gil o Augusto Pinochet, habla en esta entrevista sobre la situación de la Justicia y critica la politización del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional
Grandes nombres del mundo de la Justicia llevan advirtiendo desde hace tiempo sobre su deterioro. Para Perfecto Andrés Ibáñez, exmagistrado del Tribunal Supremo, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) «exhibe desde su primera formación el estigma de la manipulación político-instrumental partidista» y es «una instancia que vive desde hace más de seis lustros en una grave crisis de legitimidad.» En 2015, Francisco Rubio Llorente, exmiembro del Tribunal Constitucional y expresidente del Consejo de Estado alertó, a propósito de una reforma, de que el «Partido Popular echaría una carga política sobre el Tribunal Constitucional que terminaría por aplastarlo», y se mostró «de luto» para quienes quisieron «librarlo del triste destino del Tribunal de Garantías Constitucionales de la Segunda República, cuya destrucción contribuyó no poco a la de esta».
Gobierno y PP acercan posturas para la renovación del Poder Judicial tras casi tres años de bloqueo
Ahora uno de los fiscales más prestigiosos de España ha denunciado la deriva de «parecer estar asistiendo a una sucesión de acciones coordinadas […] que pretenden conseguir, a base de bloqueos y sentencias, lo que no les han dado las urnas.» Se trata del fiscal Carlos Castresana, gran conocedor del mundo judicial por su experiencia en diferentes puestos de la Fiscalía (Anticorrupción, Tribunal Supremo, Tribunal de Cuentas, etc.). Castresana fue autor de las denuncias que dieron lugar a los procesamientos del narco Laureano Oubiña, Jesús Gil, del expresidente italiano Silvio Berlusconi o del dictador chileno Augusto Pinochet, lo que le valió ser nombrado Comisionado contra la Impunidad en Guatemala por la ONU y, recientemente, llegar a finalista en la elección de fiscal de la Corte Penal Internacional. Con varios doctorados honoris causa en su haber y condecorado con la Legión de Honor de la República Francesa en reconocimiento a sus méritos «en favor de la justicia y el Estado de Derecho», Carlos Castresana recibe a elDiario.es para discutir sobre el estado de la Justicia.
Recientemente, usted ha escrito que para comprender la Justicia en España se tiene que abordar «el origen nunca corregido de una carrera que pasó de puntillas por la Transición». ¿A qué se refiere?
Básicamente, a que en todas las transiciones, según establecen los instrumentos de la justicia transicional, hay que cumplir una serie de condiciones para transformar un Estado autoritario en uno democrático, de Derecho. En primer lugar, tiene que haber representantes elegidos en procesos electorales razonablemente transparentes. En segundo lugar, los gobernantes, los gobernados, y el aparato del Estado deben someterse al principio de legalidad. Esta regla elemental no se ha cumplido suficientemente. No cambiaron las personas, ni las estructuras, ni las instituciones. No se impuso una cultura democrática, y esas personas, que venían de servir durante cuatro décadas en una dictadura, siguieron haciendo lo que venían haciendo: mostrarse fuertes con los débiles y débiles con los poderosos.
Esto me hace pensar en el magistrado de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo Luis Vivas Marzal, excombatiente de la División Azul, que se jactaba de haber «servido con entusiasmo» al régimen franquista y se jubiló con todos los honores en 1987.
No hubo ninguna renovación: nadie fue apartado ni vetado. Los mismos que habían sido magistrados y fiscales en el Tribunal de Orden Público pasaron en 1977, sin transición alguna, por un decreto del Gobierno de Suárez, a ser magistrados y fiscales en la Audiencia Nacional recién creada. En aquel entonces esa medida se valoró como positiva porque los juicios de terrorismo se sacaron de la jurisdicción militar y se traspasaron a esta nueva jurisdicción especial de la Audiencia Nacional. No se cuestionó el perfil manifiestamente antidemocrático de algunas personas que tendrían que haber pasado a retiro; como sí se hizo, por ejemplo, con los militares.
¿Cuán alargada es la sombra de este pecado original?
La regla para prosperar en la carrera judicial y fiscal del régimen franquista era nunca oponerse al poder, siempre plegarse a las decisiones que venían de arriba, y esa regla se siguió aplicando después. Sin renovación de las personas y de la cultura jurídica, nos encontramos con decisiones que no resultan sorprendentes.
¿Por ejemplo?
Las víctimas del franquismo. Las normas vigentes en el derecho internacional, ratificadas por España durante la Transición, fueron deliberadamente ignoradas.
¿Por qué?
Las personas que tienen que aplicar esas normas españolas e internacionales carecen de la sensibilidad democrática y de la noción de servicio público que sería indispensable para ocupar un cargo de cierta responsabilidad. No me refiero a un juez de pueblo sino, por ejemplo, a los magistrados del Tribunal Constitucional (TC). Si uno escarba un poco en la extracción personal de quienes fueron elegidos magistrados del TC, salvo excepciones excelentes como por ejemplo Tomás y Valiente o María Emilia Casas, es una sucesión de magistrados que no tenían el nivel científico ni técnico para llegar hasta ahí y que, sobre todo, carecían de la independencia y de esa cultura democrática que hubiera sido indispensable para poner todo el aparato del Estado al servicio de los ciudadanos, que es lo que ocurre en una democracia y no pasa en un régimen autoritario.
En los años 90 y 2000 usted trabajó, en calidad de Fiscal Anticorrupción, en varias de las causas más importantes de aquella época. Usted sostiene que «los escasos pero importantes asuntos en que están comprometidos grandes intereses políticos o económicos, el poder judicial sigue mostrando un déficit de independencia y un corporativismo preocupantes».
Algunos de los giros jurisprudenciales más importantes tienen nombres propios que se pueden identificar con el Ibex 35. Es un síntoma y hay que saber interpretarlo. No es casualidad que el cambio de la doctrina de los procedimientos abreviados y del ejercicio de la acción popular se llame ‘doctrina Botín’, el cambio de la interpretación sobre la prescripción en el Tribunal Supremo, sea el caso Alierta, y ese mismo cambio en el TC se conozca como el de ‘los Albertos’; es una constante. No estoy hablando de corrupción. No creo que esos magistrados hubieran sido sobornados, sino de que la cultura jurídica democrática no ha calado suficientemente, y que esos magistrados son partícipes de esa herencia que les lleva a no ser rigurosos con esos poderosos que todos conocemos. El otro problema enorme que hay en los procesos penales es el de la igualdad de armas, que se predica para que la defensa tenga las mismas posibilidades que la acusación. En España es muchas veces al revés: la defensa dispone de muchos más recursos que la acusación, y los fiscales normalmente van a esos macroprocesos como Don Quijote contra los molinos.
¿Puede darnos un ejemplo concreto?
Me encontré en el caso de Jesús Gil ante la Audiencia de Málaga sólo frente a catorce acusados defendidos por los catorce despachos de abogados más importantes de España, con la consecuencia de que la capacidad de gestión del proceso que tenía la defensa era infinitamente superior a la que tenía el fiscal. Hay una desproporción de fuerzas. Lo hemos visto ahora en todos los casos importantes que llegan a la Audiencia Nacional, de corrupción o de desvío de poder en lo económico. Se produce un desequilibrio ostensible entre la capacidad de actuación procesal de las acusaciones y la de las defensas. Siempre como David ante Goliat. La sociedad está indefensa porque quienes patrocinan sus intereses ante los tribunales tienen mucha menos capacidad de articulación que la que tienen quienes son acusados de haber avasallado esos intereses.
La cultura jurídica democrática no ha calado suficientemente. Hay magistrados que son partícipes de esa herencia que les lleva a no ser rigurosos con esos poderosos que todos conocemos
¿Hay un bloqueo institucional por parte de la oposición?
Es, una vez más, una política que adolece de un déficit de cultura democrática. No veo que haya dificultad en el sistema de elección parlamentaria de los vocales del CGPJ, es un sistema garantista, máxime si eligen a los jueces a partir de una selección previa de los representantes de la carrera. Los magistrados del Tribunal Constitucional alemán y los de la Corte Suprema de EEUU se eligen a través de los órganos parlamentarios, y eso no plantea ninguna dificultad. El problema en España es que el Congreso y el Senado no han estado a la altura, no han hecho una verdadera selección objetiva de los mejores candidatos por sus méritos profesionales y por su acreditada independencia, que me parece que son las condiciones esenciales. El problema no es, pues, cómo se les elige, sino a quién se elige. Creo que el bloqueo actual no es causado por el sistema de elección. Me parece que es un pretexto.
¿A qué se debe?
A que la oposición no quiere renovar esos órganos porque prefiere mantener la correa de transmisión entre lo político y lo jurisdiccional —que no debería existir, pero es una realidad— al carecer hoy de la mayoría política de la que disfrutaba hace unos años, cuando esos órganos fueron elegidos. Es un pretexto, insisto, porque el sistema de elección no es el problema. Se puede arbitrar un procedimiento para que lleguen los mejores con ese sistema o con otro; esto es lo importante. Sin embargo, en honor a la justicia, creo que no es solo un problema de la oposición: casi nadie está interesado en que lleguen los mejores, sino los más leales, o los más afines.
El profesor de Derecho Constitucional Joan Ridao coincide y ha recordado que «la Justicia es un poder del Estado, no un gremio; son las mayorías parlamentarias, que tienen legitimidad directa, las que deben elegir al Poder Judicial».
Las elecciones corporativas únicamente son legítimas dentro de la propia corporación. Es normal que los abogados elijan a los representantes de los colegios de abogados y que éstos elijan al Consejo General de la Abogacía, pero en pocos sitios se ha visto en los organismos públicos elecciones corporativas; eso corresponde más bien a ideologías en línea con el fascismo italiano, con las elecciones de los Procuradores en las Cortes franquistas. No tendría ningún sentido, ni nadie sensato está proponiendo, que el director de la Agencia Tributaria lo tengan que elegir los inspectores de Hacienda, o que el director general de los Registros lo tengan que elegir los notarios y los registradores. No sé por qué el Poder Judicial tendrían que elegirlo los jueces.
Casi nadie está interesado en que lleguen los mejores al Poder Judicial, sino los más leales, o los más afines
En lo que no falla el Poder Judicial es en negar amparo a los jueces cuando combaten la ilegalidad del poder político o económico. Cuando el magistrado Marino Barbero investigó el caso Filesa, el expresidente de la Junta de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, lo acusó de intervenir en política sin presentarse a las elecciones, «al igual que ETA, que quiere participar en la vida política poniendo bombas». También le ha ocurrido recientemente al magistrado José Ricardo de Prada respecto a la corrupción del PP de Mariano Rajoy.
Ahí es donde, por desgracia, no tiene presencia efectiva el CGPJ. Más allá de trámites administrativos, de los que podría ocuparse perfectamente el Ministerio de Justicia, el Poder Judicial debería ser el órgano que vela por la independencia de los jueces. Y cuando se han producido crisis graves de independencia judicial, en casos que afectaban al poder político o al poder económico, el Consejo ha brillado por su ausencia. No está cumpliendo con esa función. El único Consejo que funcionó razonablemente bien fue el primero, porque todavía mantenía el espíritu de consenso de la Transición. Desde 1985 en adelante ha ido a peor, hasta hoy.
Hace cinco años Perfecto Andrés Ibáñez, exmagistrado emérito del Tribunal Supremo, me indicaba que el problema del CGPJ «no tiene solución». ¿Comparte su pesimismo?
Sí, no soy optimista. Me temo que van a seguir llegando personas que no son idóneas. Los primeros Consejos tenían juristas insignes; no eran todos, pero los suficientes para representar un cierto cambio de calidad democrática. Después, ha predominado cada vez más el alineamiento de los vocales con los partidos que los habían propuesto. Los debates en el Congreso y en el Senado para elegir a esos vocales fueron escandalosos, si los comparamos con el mismo proceso en EEUU, que tampoco es un sistema perfecto, pero en el que cada candidato a la Corte Suprema se pasa dos o tres días desde por la mañana hasta por la noche, respondiendo a todas las preguntas imaginables de los congresistas de los dos grandes partidos sobre su vida profesional y privada; y aquí es un trámite de cinco minutos. ¡Si al Consejo han llegado vocales hasta con antecedentes penales! ¿Cómo han podido llegar?
Para terminar, me gustaría abordar la legitimidad del Tribunal Constitucional.
El TC, como Tribunal de garantías constitucionales, no debería tener ninguna potestad ejecutiva sino solamente una función declarativa. El Tribunal declara lo que es acorde o no con la Constitución, y después son los poderes del Estado quienes tienen que aplicar las consecuencias materiales de lo que ha declarado. La primera disfunción grave se produjo con ocasión del procés. Le dieron al TC la función de control previo de constitucionalidad con la capacidad de suspender los actos recurridos. Eso arrojó al Tribunal a la arena política del día a día, y en ella se ha dejado buena parte del pellejo, en esas idas y venidas con la Generalitat de Cataluña. Tampoco eso sería fundamental, no obstante, si la extracción democrática, la calidad y el compromiso de los elegidos les permitiera administrar esas potestades con sentido común. Desgraciadamente no ha sido el caso.
¿Es decir?
No han llegado los mejores, y los que han llegado lo han hecho con una adscripción política partidista; no solamente ideológica -porque se puede ser conservador o progresista o lo que sea, siempre y cuando tengas conciencia del Estado-. Sin embargo, con el carné del partido en la boca, hacen política, y eso no es lo que se espera del TC.
El Tribunal Constitucional empezó con insignes juristas: García Pelayo, Tomás y Valiente o Rubio Llorente, pero se ha ido degradando con el tiempo.
El TC ha hecho una contribución enorme. En los años 80 y 90 construyó el Estado desde el punto de vista democrático y constitucional, es decir, llenó de contenido los derechos fundamentales y todas las instituciones desde una perspectiva democrática, interpretando las leyes orgánicas, y creo que lo hizo razonablemente bien. Quedan sin embargo algunas asignaturas pendientes como la de las víctimas del franquismo, por ejemplo, donde se ha consolidado un tabú de impunidad desde la Transición que parece inamovible, y en ese ámbito no ha habido ni un solo paso que podamos considerar positivo. No entiendo cómo en cuatro décadas el TC no ha sido capaz de establecer en la interpretación de nuestros derechos fundamentales un puente de constitucionalidad entre 1931 y 1978, porque las principales garantías ya estaban en la Constitución de la República, y nunca fueron válidamente derogadas. ¿Cómo no han sabido hacer una interpretación constitucional de la Ley de Amnistía de 1977? Más bien, no han querido. Dicho esto, el TC se ha deteriorado a ojos vistas. Creo que nadie puede negarlo, porque desafortunadamente se ha convertido en una correa de transmisión de los partidos y los debates del tribunal, que debería expresar el máximo de garantías constitucionales, se han convertido en los debates ordinarios de cualquier comisión en el Congreso.
Los jueces del Constitucional hacen política con el carné del partido en la boca. Eso no es lo que se espera de ese tribunal
Durante la entrevista ha insistido en la falta de cultura democrática.
Sí, hace falta cambiar el talante democrático de las personas que encarnan las instituciones y a partir de ahí, por lo menos, que abran los oídos. La cultura democrática que disfrutamos nos viene fundamentalmente de haber ingresado en la Unión Europea y de haber ratificado el Convenio de Derechos Humanos y todo el sistema legal del Consejo de Europa. Es decir, a nosotros el Estado de Derecho nos viene de Estrasburgo y de Bruselas, pero no nace en Madrid, como debería.
Por Hernán Garcés
Fuente: El Diario.es