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La letra escarlata del senderismo

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No hay un solo periódico peruano –independientemente de la tendencia política– que no haya festejado la muerte de Abimael Guzmán, fundador y líder máximo de Sendero Luminoso, subrayando que murió derrotado después de tres décadas de encierro.

La postura de los medios, que coincide en esto con la opinión pública mayoritaria, no contiene ni un atisbo de compasión por un anciano de 86 años aquejado por múltiples enfermedades. Una conocida conductora televisiva ha llegado a indignarse con la BBC por haber definido a Guzmán líder guerrillero en vez de cabecilla terrorista, como parece obligatorio.

No ha de sorprender un rechazo tan profundo y unánime hacia Sendero Luminoso y su fundador: la cadena de atrocidades cometidas en sus 12 años de actividad (1980-92) pertenecen a la categoría de lo deshumano y no podrán jamás ser olvidadas. Un eficaz botón de muestra es la matanza de Lucanamarca (1983), en la provincia de Ayacucho, donde 69 comuneros fueron masacrados con hachas, palos, piedras y armas de fuego porque en la zona se había matado a un mando senderista. Esta cruel matanza, donde perdieron la vida 18 niños, les valió una sentencia de cadena perpetua a Guzmán y a su compañera, Elena Iparraguirre, todavía detenida.

El hecho de que Abimael Guzmán –el Presidente Gonzalo en la nomenclatura senderista–, un profesor de filosofía muy politizado, se reclamara partidario de una ideología tan respetable como el maoísmo, no lo exime de los crímenes cometidos. Su concepción política es una trágica caricatura del maoísmo, su pensamiento Gonzalo es una burda imitación de El libro rojo de Mao, una estrategia más genocida que comunista.

De hecho, el senderismo –y en esto colinda con el polpotismo de los khmer rojos– es al comunismo como el Ku Klux Klan es al cristianismo. Más que desviaciones, parecen ser gusanos de la manzana, desafortunadamente aprovechados por las derechas para embarrar todo lo que huela a izquierda y progresismo.

En estos días, se ven con más claridad que nunca los efectos de la demonización excesiva –y en parte instrumental– de que ha sido objeto el senderismo: el debate central parece ocuparlo la cuestión de qué hacer con el cadáver de Abimael Guzmán: ni que fuera un vampiro a quien plantar una estaca. Una gran parte de la opinión pública piensa que sus restos deberían ser incinerados y lanzados al mar para evitar que se le rinda culto, pero el presidente Pedro Castillo ha delegado la decisión a la Fiscalía de la nación.

La Comisión de la Verdad y Reconciliación, que trató de reconstruir el cuadro más verosímil de la guerra entre Sendero y el Estado, afirma en su informe final de 2003 que 46 por ciento de los 69 mil 280 muertos y desaparecidos, víctimas del conflicto armado, han sido producidos por el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso; 30 por ciento provocados por agentes del Estado y 24 por ciento por otros agentes o circunstancias.

Ya así, el número de personas muertas por el Estado supera las 20 mil. Y hay que preguntarse cuántos de ellos habrán sido efectivamente senderistas, porque la represión, especialmente en la sierra, ha sido ciega y feroz.

Hay aquí una evidente disparidad en la apreciación de los dos bandos por parte de la sociedad peruana: a los senderistas –pero también a los simplemente sospechosos o acusados de simpatizar– se le sigue execrando y discriminando aún a 30 años de distancia, sin considerar mínimamente si se han arrepentido, han cambiado de opinión o quieran reconciliarse con la sociedad. A diferencia de Italia y Alemania, donde a los brigadistas rojos y a los ex RAF se les ha dado una oportunidad de retomar una vida social y laboral, en Perú se les sigue discriminando y acosando a vida, como a las adúlteras en la famosa novela de Hawthorne.

Al MOVADEF –Movimiento por la Amnistía y Derechos Fundamentales–, que aboga por la libertad de los presos políticos y es considerado por la derecha el brazo político de Sendero, se le niega obstinadamente el ingreso en política y se le acusa de injerencia y participación en el gobierno de Pedro Castillo.

Por el contrario, para quien hay perdón y olvido es para el Estado y sus fuerzas armadas, que han cometido crímenes y atrocidades de la misma gravedad e inhumanidad. Un ejemplo iluminante es ofrecido por la reciente sustitución, a pocos días de su nombramiento, del secretario de Relaciones Exteriores, Héctor Béjar, un escritor, sociólogo y catedrático que fue guerrillero del Ejército de Liberación Nacional en la década de los 60. La culpa de Béjar, sagaz intelectual y hombre intachable, ganador de un premio Casa de las Américas, consiste en haber declarado meses atrás que la CIA estadunidense y la Marina peruana tenían que ver con la aparición del terrorismo en Perú.

¡Ábrete cielo! La Marina de Guerra de Perú –como orgullosamente se autodenomina– se ha rasgado las vestimentas y denunciado a gritos el insulto, olvidando que, si no ha participado en la génesis del terrorismo, ciertamente lo ha practicado, junto al genocidio, y hay constancia histórica de ello. Un sólo episodio basta para demostrarlo, se llama la matanza de El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara y es uno de los episodios de cobardía y crueldad más relevantes de la década de los 80.

A un motín en las tres cárceles, el 18 de junio de 1986, que aprovechaba la apertura de la Internacional Socialista en Lima para atraer la atención hacia los presos senderistas, la respuesta del Estado fue el bombardeo y exterminio de cerca de 300 presos bajo su custodia. Una vez rendidos, los revoltosos sobrevivientes fueron exterminados con armas de fuego y bayonetas. Quien ordenó esta atrocidad fue el entonces presidente Alan García, quien nunca pagó por este crimen, y el ejecutor, la Marina de Guerra de Perú.

 

Por Gianni Proiettis*

Fuente: La Jornada

Periodista italiano

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