Afganistán: cuando la guerra huele a opio, litio y cobre
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La vergonzosa retirada de las tropas de ocupación de Afganistán acaba hoy con sus 20 años de presunta exportación de democracia, hecha lanzando bombas y negociando con los fundamentalistas islámicos. Desafortunadamente, la obvia auto-celebración retórica del precioso trabajo realizado por las tropas estadounidenses y sus aliados no explica por qué se decidió ponerle fin, ni el rápido e indiscutible avance de los talibanes. Las raíces son más…económicamente profundas.
Cientos de miles de agricultores afganos dependen del opio. Esta planta, increíblemente resistente al duro clima afgano, cuyos «frutos» no requieren frigorífico, se «transforman» y se “transportan” sin problemas.
El opio es un producto «ya vendido» antes de ser cultivado. En Helmand y en el sur generalmente existen contratos agrícolas tradicionales que prevén el pago de la siembra por parte de los agricultores, por lo que el riesgo de no venta de la cosecha es cero.
Son contratos, entre otras cosas, que atrapan a los agricultores en una espiral de endeudamiento año tras año, para permanecer en el que sin fallar deben seguir produciendo opio. Por otro lado, nunca se ha perseguido plenamente la posibilidad de reconversión de la agricultura a otros cultivos, ni se ha pretendido invertir en el desarrollo industrial de un país que, además de su vocación tradicional de polo logístico, tiene un rico subsuelo, ampliamente provisto de los elementos necesarios para la llamada “transición ecológica”.
“En 2010, un memorando interno del Pentágono recogido por periódicos estadounidenses creía que Afganistán «podría convertirse en uno de los mayores centros mineros del mundo» y que, gracias a sus reservas, podría ser considerado «la Arabia Saudita del litio».
El litio, ahora considerado sobre todo como un elemento central para la producción de baterías eléctricas, en ese momento se utilizaba principalmente en la electrónica de consumo. El propio general David H. Petraeus, comandante en jefe de las operaciones militares estadounidenses, había declarado que bajo el campo de batalla entre las fuerzas especiales y los talibanes «había un inmenso potencial», que podría haber contribuido al desarrollo económico del país, arrebatando el control político y económico de manos de los talibanes”, explica Alberto Prima Cerai en un artículo publicado en la revista “Pandora”[1].
De manera similar a lo que ocurre hoy en la narrativa en torno al Ártico, en Afganistán existió la voluntad de garantizar la seguridad de un cuadrante geopolítico, la falsa promesa de la soberanía del pueblo afgano sobre sus recursos y el imperativo de evitar la explotación de recursos estratégicos por potencias concurrentes a las occidentales.
“El interés por los recursos minerales en Afganistán, especialmente por las «tierras raras», justo en el año en que China, entonces monopolista de la extracción, bloqueó la exportación de metales preciosos a Japón tras una disputa diplomática sobre las islas Senkaku, se hizo explícito con la financiación de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) de una serie de estudios y estudios geológicos realizados por el Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS) en colaboración con su contraparte afgana (AGS).
Los resultados mostraron la presencia no solo de 1,4 millones de toneladas de tierras raras (el depósito de Khanneshin en la provincia de Helmand, en ese momento un bastión de los talibanes, se considera, por ejemplo, el depósito más grande del mundo), sino también de 60 millones de toneladas de cobre, 2.200 millones de toneladas de hierro, gemas preciosas y otros metales no ferrosos, con un valor estimado de entre $ 1 y $ 3 billones, según las estimaciones más recientes. (…) Por otro lado, no se trata solo de minerales. Según un informe afgano, también recogido por el USGS, Afganistán podría contar con reservas equivalentes a 200 millones de toneladas de petróleo crudo y 400 mil millones de metros cúbicos de gas natural, mientras que en las provincias de Tajik Basin y Amu Darya Basin hay otros campos por descubrir”, sigue explicando Alberto Prima Cerai en un artículo publicado en la revista “Pandora”[2].
Este es un aspecto decisivo para explicar el interés de algunas potencias que ya parecen orientadas a dar reconocimiento internacional al nuevo gobierno talibán, incluida China, que en Kabul busca tanto los recursos del subsuelo (desde 2007 Pekín ostenta los derechos de explotación la mina afgana Mes Aynak, el segundo depósito de cobre más grande del mundo, actualmente cerrado) que un posible centro para el proyecto de infraestructura de la Ruta de la Seda.
“Desde 2012, la presión de los inversores para mantener el control militar ha aumentado drásticamente, principalmente por el temor de que otros actores, China, Rusia e India, puedan capitalizar los esfuerzos de estabilización de la zona por parte de Occidente. Incluso la población afgana vio el desarrollo del sector como una válvula potencial para el desarrollo y la liberación tanto del tráfico ilícito de los talibanes como de la ayuda internacional. En 2014, en una carta dirigida al primer ministro británico David Cameron y firmada por cuarenta organizaciones, el director de Integrity Watch Afganistán, Ikram Afzali, declaró: -Queremos desarrollar nuestros recursos naturales, pero desde una posición de fuerza y orgullo, no aflojando nuestros estándares e ignorando los abusos-. Es evidente que la referencia fue a la injerencia extranjera en el manejo de los campos, con un reclamo bajo la bandera de la soberanía y el «nacionalismo de los recursos», elemento, este último, que tiende a ser aún más pronunciado hoy en día en general, dado que la importancia estratégica y tecnológica que estos metales juegan en el mercado global”, dijo Alberto Prima Cerai.
Elena Rusca, Ginebra, 6.09.2021
[1] https://www.pandorarivista.it/articoli/risorse-minerarie-afghanistan/
[2] https://www.pandorarivista.it/articoli/risorse-minerarie-afghanistan/