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El capitalismo tiene a la vida humana al borde de la extinción

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Ninguno de los factores que están colapsando al planeta se puede adjudicar de modo alguno a la gente pobre que trabaja para medio vivir y medio morir.

Qué culpa tienen esas personas si acaso consumen los suficiente para vivir hacinados en ciudades asfixiadas y atiborradas.

Son los poderosos quienes tienen a la humanidad al borde del colapso.

Son ellos quienes han elevado la codicia a una categoría de la cual se sienten orgullosos y en cuyos principios enseñan a sus hijos, luego de la misa diaria: ganar dinero de la manera más morbosa y antinatural que se pueda concebir.

Sin embargo, para esta gente que traiciona sus credos en cada minuto de sus vidas, estas tragedias humanas son señales de crecimiento, de éxito.

Resulta comprensible preguntarse por la enfermedad que hace que un sujeto tenga tanto dinero que ni siquiera sepa para qué.

Toda fortuna es necesariamente producida por el sufrimiento de muchos seres humanos, y que se sepa, el capitalismo no ha logrado erradicar la pobreza que sus defensores anuncian desde hace siglos.

Antes bien, solo han generado sufrimiento, dolor y muerte.

Luego de veinte años de la cruzada civilizadora del imperio en Afganistán, vea lo que quedó: dolor, humillación, terror, muerte y destrucción. Y millonarios negocios de los fabricantes de armas y de traficantes de drogas especialmente peligrosas como la heroína.

Como bien sabemos en América Latina, por donde pasa Estados Unidos en su cruzada civilizadora no queda sino dolor, muerte y locura.

El aclamado mundo libre no es sino el de una esclavitud cuya codicia lleva al despeñadero final.

¿Cambio climático?

Afirmar que el clima cambia es adjudicarle una voluntariedad que no tiene.

Al clima lo hacen cambiar porque solo responde acomodando sus delicados fenómenos al deterioro de la atmósfera por los efectos de quienes debieran ser declarados dementes y genocidas.

El 78% de las emisiones de CO2 son responsabilidad de las economías del G20, los países más supuestamente desarrollados. La crisis del COVID ha permitido una baja interesante de las emisiones de C02, demostrando que la actividad humana es la responsable de su propagación.

Se secan los lagos, ríos y humedales, se derriten los casquetes polares, sube el nivel del mar y la vida en el planeta corre serio riesgo.

Sin embargo, los alimentos que el consumo irracional del mundo capitalista desarrollado bota en un día podría alimentar a medio África durante una semana. La ingesta de grasas innecesarias para el organismo explica el 55 % de las muertes en Estados Unidos.

La dieta de salmón en el norte del planeta tiene cero importancias en el consumo de proteínas necesarias para una vida saludable, pero mata las aguas más limpias del planeta en el sur de Chile.

Se puede vivir sin papas fritas y salmones, pero no sin agua ni aire.

Más vale que existan mil productores de quinientos cerdos que un solo productor de quinientos mil animales y sus secuelas de pudrición, hediondez y mosqueríos insoportables.

Un refrigerador podría durar toda la vida y no los diez años programados para que mueran y se vuelva a comprar: lo mismo con todos los aparatos que usted se imagine.

¿Para qué se quiere un automóvil nuevo y moderno cada tres años si no es para presumir, conducta de las más inútiles de cuántas hay?

Todo lo anterior es para ganar más y más dinero.

La paradoja está a la vista: la posibilidad de la vida sobre el planeta está radicada en ser capaces de vivir como los pobres: comiendo lo necesario, gastando lo justo, colaborando con los que menos tienen, usando menos aquello que no sirve para nada, recuperando lo que se puede parchar.

Y, por sobre todo, con la conciencia viva de que quizás sea la de este planeta la única vida que existe en el universo.

Científicos han detectado planetas llenos de diamantes, oro y platino. Pero en ninguna parte del universo hasta ahora y que se sepa, hay un árbol, una brizna, una flor, un miserable trozo de madera.

 

Por Ricardo Candia Cares

 

 

Escritor y periodista

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