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Telescopio: Y fueron por los niños

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En Chile, como también en Perú durante la reciente campaña electoral, se ha desatado una campaña del terror, que aumenta en la medida que se mantiene o incluso crece el apoyo a la postulación presidencial del candidato comunista Daniel Jadue.

Por cierto, para algunos de nosotros, que ya tenemos algunos años, esto no es novedad. Recuerdo, por ejemplo, la campaña presidencial de 1964, cuando circulaban afiches mostrando a tanques soviéticos frente a La Moneda (tristemente irónico es recordar que la única vez que hubo tanques frente a La Moneda fue ese aciago 11 de septiembre: tanques del propio ejército chileno). También recuerdo las pintorescas monsergas del entonces candidato derechista Julio Durán, anunciando que en caso de ganar Allende, habría “cuajarones de sangre”.

Las campañas del terror hoy en día aparecen muy desacreditadas, más que nada porque apelan a las reacciones más primarias de los seres humanos. Mucha gente simplemente reacciona diciendo “yo no me creo esas patrañas”, pero tampoco hay que confiarse. La fábrica de mentiras todavía sigue produciendo, bajo la presunción que al menos, alguna gente es lo suficientemente elemental como para creerlas.

De esos años recuerdo también esa otra historia de que si ganaba Allende, es decir, los comunistas –porque la campaña operaba sobre la base de simplificaciones— cosas horribles iban a suceder.  La que estaba destinada a causar mayor espanto: el Estado (es decir los comunistas que para ese momento se habrían hecho de todo el poder) iba a arrebatarle los hijos a sus padres para adoctrinarlos.

Hago un fastforward en el tiempo y me vienen a la mente algunas reflexiones sobre esa terrible eventualidad: que a un padre o madre alguien vaya y les arrebate sus propios hijos. No cabe duda, un escenario de pesadilla.

Pero he aquí, nuevamente en una triste ironía histórica, que ese terrible evento de que un agente del Estado llegue a la casa de uno y se lleve a sus hijos por la fuerza, efectivamente ha ocurrido. Pero con una importante salvedad, los que hicieron tal cosa no fueron los comunistas –en los hechos, estos ni siquiera existían como tales en ese tiempo— y tampoco fue esto algo que ocurriera en la antigua Unión Soviética, ni en Cuba, o en esa Corea del Norte que los medios gustan de presentar como llena de misterios. No, este hecho ocurrió, y con todas las de la ley, en el democrático estado en que vivo: Canadá.

Desde la década de 1870 y hasta casi finales del siglo 20, se calcula que unos 120 mil niños y niñas indígenas en Canadá fueron forzados a enrolarse en lo que se llamó “Escuelas residenciales para indios”. Estas escuelas tenían como finalidad despojar a estos niños de su identidad cultural aborigen. Los residentes en esas escuelas eran castigados si hablaban sus idiomas ancestrales o si incurrían en cualquier práctica cultural o religiosa de su propio pueblo. Regentadas por las iglesias, pero con una abrumadora presencia de la Iglesia Católica que tenía los mayores recursos de personal, estos internados daban una instrucción básica en la lengua inglesa o francesa, según el caso, aritmética, doctrina religiosa y el aprendizaje de algún oficio manual. El objetivo educativo central, sin embargo, era supuestamente “erradicar al indio” de la mente de estos niños. La premisa, profundamente racista, era que en la construcción de este joven país (Canadá sólo se fundó en 1867) los indígenas eran más bien una rémora del pasado que había que remover. El proceso tenía que ser uno de asimilación. Los indígenas deberían dejar de lado su propia identidad y comportarse como los blancos. Por cierto, ello no ocurrió y los efectos se siguen sintiendo hasta hoy. Los que quisieron ser “como los blancos” fueron más bien una caricatura del blanco. Muy pocos pudieron efectivamente ser aceptados en un mundo que les era ajeno. La inmensa mayoría continuaron siendo discriminados, carentes de empleo se han convertido en fáciles presas del alcoholismo. Muchas mujeres indígenas, sin otros horizontes, sucumben a la prostitución.

Esos internados para los indígenas fueron pues, la peor pesadilla colectiva para los pueblos originarios del Canadá. Eso sin olvidar que, además, y como si todo el sufrimiento causado a niños y sus familias por la forzada separación fuera poco, una considerable cantidad de niños y niñas fueron maltratados y abusados sexualmente por parte de sacerdotes y monjas. Esas historias sólo se han venido a revelar de manera masiva en los últimos 30 años.

Esa sí que es una historia de terror, y real además. Agentes policiales, trabajadores sociales, curas y monjas fueron por los niños. Una de las aristas más trágicas se ha revelado en estas últimas semanas cuando se ha descubierto cementerios adyacentes a algunas de esas escuelas residenciales conteniendo centenares de restos de niños que morían mientras estaban internados. Ni las autoridades ni mucho menos las escuelas se molestaban en dar mayor información sobre la causa de muerte a las familias de los desaparecidos, mucho menos en devolverle sus cuerpos. En al menos un caso, en la provincia de Saskatchewan, la Iglesia Católica en los años 60 hizo remover de las tumbas las marcas con los nombres de los fallecidos, lo que hace ahora mucho más difícil la identificación de los restos.

Curiosamente, todos estos hallazgos han ocurrido en estos días cercanos al 1º de Julio, Día Nacional de Canadá, que el propio primer ministro ha llamado a hacerlo esta vez más un día de reflexión sobre el daño causado a los pueblos originarios, que de celebración. Por cierto, será un aniversario diferente.

También es siempre importante, mantener un enfoque racional. Canadá en otros terrenos ha hecho cosas muy positivas, y quienes vinimos en busca de refugio aquí debemos reconocer su generosidad. Como dice el refrán “es de todo bien nacido, ser agradecido”. Al fin de cuentas, es con el propósito de contribuir también al mejoramiento de este país, que apunto a sus lados oscuros. Como lo hago ahora, porque tampoco se trata de deslegitimar a Canadá como estado o sociedad. En los hechos, si hay algo que hay que deslegitimar, es la mentira que se esconde en las campañas de terror, porque como hemos visto aquí, uno se puede encontrar con que el objeto de terror no ha ocurrido en las sociedades a las que se les quiere achacar esos terribles actos y que se las asocia con un determinado partido o candidato, sino en lugares insospechados e ideológicamente cercanos a quienes ejercen el poder en Chile o en otros lugares de América Latina. Países estos últimos, donde, de vez en cuando, se agita el “cuco del comunismo” para asustar a las almas simples, que a esta altura, espero que sean cada vez menos.

 

Por Sergio Martínez (Desde Montreal, Canadá)

 

 

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