A propósito del Día del Trabajo
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Quienes no han visto a una persona escarbar en un contenedor de la basura, buscando de comer, ignoran nuestra realidad. El desamparo también obliga a pedir limosna. Otros en un carrito, recogen cartones, botellas vacías y un colchón destripado. Vendedores ambulantes convierten las calles en mercado persa. No hay familia, que no tenga un antepasado, el cual ejerció esta actividad. Imágenes del mundo real, donde la necesidad se viste de miseria. ¿Es así la realidad de Chile? Lo es desde hace años, pero los hechos se ocultan. Hay quienes duermen tirados en las veredas, en un zaguán o en los pasillos de los hospitales públicos. Cualquier rincón de la ciudad sirve de albergue. Bajo los puentes de los ríos o del metro, se han convertido en refugio de nuestra niñez. Duerme, come y se asocia a los vagos, para protegerse de la violencia. A poco andar, aunque hoy puede ser un nuevo escenario, se esté pernoctando en las tumbas vacías de los cementerios. ¿Y por qué no en las cloacas de las alcantarillas?
Las personas que ignoran esta realidad o se niegan a aceptarla, viven enajenados, sumergidos en su mundo de prebendas. Asumen la ceguera del desprecio, día a día consultando las fluctuaciones de la bolsa de comercio y del dólar. Si alguien no es de su clase social, se trata de su sirviente o es un inútil. Joaquín Edwards Bello (1887-1968) en su ácida novela “El inútil” realiza una descarnada y virulenta sátira a la alta sociedad de su época, a la cual pertenecía. Insolencia que le significó el desprecio de su familia y de la elite, pero él se burlaba del vilipendio. Nuestra actual aristocracia oligarca y apátrida, olvidada de las críticas de Edwards Bello y de otros novelistas satíricos, se volvió a enriquecer durante la dictadura de Pinochet. Al déspota pagaron sus favores y lo protegieron de ser juzgado y condenado en Inglaterra. Como los tiempos son otros, ahora en este grupo social, predomina el medio pelo, el audaz trepador, incluidos los advenedizos que se han cambiado el apellido. Bastaría examinar, como se llaman los ejecutivos de las grandes empresas y los miembros del Congreso, donde en los partidos de derecha, abundan estos especímenes. Ni si quiera disimulan su advenediza clase social y se esfuerzan por hacer las diferencias. Bastiones destinados a defender prebendas, el desenfrenado abuso de una desvergonzada clase social, enriquecida al amparo de la usura. Arribistas por tradición, lombrices de excretas, se ríen de la miseria. La califican de opción o destino natural, por ser el segmento de la sociedad, que no quiere trabajar. Ellos sí trabajan, especulan y se reparten las riquezas del país. Utilizan el prestigio del apellido, para lavarse las manos manchadas de sangre. Así, logran dignidad, categoría social y les permite comprar la conciencia de cualquier infeliz. Nuestra historia es pródiga en esta disciplina.
Los casos de quienes se mudan de bando, como de camisa, mientras abjuran de sus primitivos ideales, avergüenza a la sociedad. Nombrarlos, sería un despropósito. Ojalá se diluyan en el recuerdo y su ejemplo se convierta en señal de alarma. Cambiar de pelaje se ha convertido en síndrome. “La piel del otro” la novela de María Barbal es un buen ejemplo, para graficar y entender esta vieja actitud. El deseo de acomodarse en una sociedad competitiva y materialista, exacerba el desenfrenado oportunismo. Para justificar esta actitud, hay candidatos en el amplio abanico de la sociedad, y pareciera que nadie se encuentra inmune.
El coronavirus, fastuoso nombre de una epidemia global, ha contribuido a desnudar nuestra sociedad. La hizo en extremo frágil, egoísta y ciega, donde la especulación se ha convertido en prioridad. En pelotas todos somos iguales. Así lo aseguran creyentes y ateos. Y si ambos están de acuerdo, pues el tema no se debe discutir.
Por Walter Garib