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¡El ejército impuso la constitución de 1925!

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Poco se sabe –dado los mitos de la educación escolar y de la historiografía tradicional- que tanto la Constitución del 80 como la del 25, más allá de sus obvias diferencias de contenido, comparten dos características cruciales: Ambas fueron elaboradas por un pequeño grupo designado por un dictador; e igualmente fueron impuestas por el Ejército.

 

En efecto, si bien Arturo Alessandri había sido electo constitucionalmente en 1920 como presidente de la República; luego de volver en marzo de 1925 de su autoexilio en Europa –provocado por un golpe militar en septiembre de 1924- gobernó el resto de su período sin Congreso Nacional y en base a decretos-leyes. Su dictadura fue hecha en conjunto con la oficialidad joven del Ejército, liderada por Carlos Ibáñez, quien ocupaba desde enero de 1925 (producto de otro golpe que desplazó a los oficiales conservadores que se habían hecho del poder en septiembre) el Ministerio de Guerra (Defensa).

 

Alessandri e Ibáñez representaban los ideales de una clase media emergente que buscaba ampliar la república exclusivamente oligárquica instaurada luego de la guerra civil de 1891.

Con ello pretendían, además de incorporar a la clase media al aparato del Estado, convertir a éste en un efectivo agente de industrialización y desarrollo económico; superando las decimonónicas concepciones económicas liberales que confiaban en la inserción solitaria y dependiente del país en el mercado mundial. Pero, a la vez, ambos compartían con los sectores oligárquicos, un profundo temor al “empoderamiento” de las mayoritarias y pobrísimas clases populares, sobre todo teniendo a la vista la amenazante y reciente revolución bolchevique, que proponía explícitamente su propagación mundial.

 

Por ello su lucha se daba en dos frentes. Contra la oligarquía conservadora que había hecho ya todo lo posible, entre 1920 y 1924, para frustrar los intentos reformistas de Alessandri y la Alianza Liberal. Y contra el eventual peligro revolucionario que podría gestarse desde la izquierda. El “contragolpe” del 23 de enero de 1925, liderado por Ibáñez,  había logrado reprimir hacia marzo los intentos subversivos de la derecha; y había concitado gran apoyo popular al liberar a los presos políticos; y establecer la progresividad del impuesto a la renta, los derechos civiles de la mujer y -sobre todo- el Decreto-Ley 261 “en virtud del cual se reduce transitoriamente hasta su cierre, demolición o reparación, en un 50% la renta de arrendamiento de las viviendas declaradas insalubres por la autoridad sanitaria” (Emilio Bello Codesido.- Recuerdos políticos. La Junta de Gobierno de 1925. Su origen y relación con la reforma del régimen constitucional; Edit. Nascimento, 1954; p. 161-2).

 

Sin embargo, lo anterior fortaleció las expectativas y luchas de los sectores populares, lo cual exacerbó los temores oligárquicos y de clase media. Así, una vez llegado de vuelta Alessandri a la presidencia, se comenzó a endurecer progresivamente el gobierno de facto contra las huelgas y los movimientos populares. Se aprobó una legislación represiva contra la prensa (Decreto-Ley 425 sobre Abusos de Publicidad); se modificó la ley de vivienda a favor de los propietarios de conventillos; y se creó en la Policía “una oficina central encargada de controlar la creación, el funcionamiento y todas las actividades de las sociedades obreras” (La Revista Católica; 2-5-1925). Por otro lado, en la pampa salitrera los empleadores, con la colaboración de la policía, impedían que se constituyeran sindicatos o lograban que sus dirigentes “fueran arrestados, acusados de alterar el orden público y fomentar luchas civiles, declarados culpables y expulsados de la pampa” (James Morris.- Las elites, los intelectuales y el consenso; Edit. del Pacífico, 1967; p. 209).

 

Todo esto culminó con el envío de un regimiento en un barco de guerra al norte, para suprimir huelgas en Tarapacá; la declaración de estado de sitio en Tarapacá, Antofagasta y en la zona del carbón; y la feroz masacre de La Coruña -oficina salitrera de Tarapacá- donde se mataron centenares o miles de trabajadores, la que se reseñará en el próximo capítulo de este libro.

 

Como colofón de esta ola represiva, el ministro Ibáñez envió una circular al Cuerpo de Carabineros que ordenaba: “No debe tolerarse que continúe la prédica contra el orden civil, causa inmediata de la catástrofe de la pampa salitrera (…) Debemos iniciar campaña pro-salud social; perseguir a los chantajistas sociales; a los que se burlan de nuestras glorias militares. Se tendrá en lo sucesivo por los carabineros, mano firme, sin contemplaciones contra los agitadores. Se recomienda a los oficiales se noticien de los malos maestros que explotan a la Patria y conspiran contra ella e informarán a la Comandancia General de Armas (…) Que se reduzca a prisión inmediatamente a los manifestantes u oradores que en mítines ofendan a S. E. el Presidente de la República, a las autoridades y a las fuerzas armadas, y no permitirán los carabineros que se ostente otra bandera que no sea la de Chile o la de sociedades con personalidad jurídica. En el futuro se prohibirá enérgicamente se ostente bandera roja, que simboliza la anarquía y el desorden. Se vigilará no se publiquen pasquines o periódicos en que se haga campaña disolvente, se ofenda a las autoridades y se insulte a las instituciones armadas y se incite a la rebelión” (Enrique Monreal.- Historia completa y documentada del período revolucionario 1924-1925; Imprenta Nacional, 1929; p. 375).

 

En este contexto se diluyó el compromiso de convocar a una Asamblea Constituyente democráticamente electa, enunciado por la oficialidad joven y el propio Alessandri, en la idea de generar un nuevo sistema político. En su lugar, Alessandri designó dos comisiones: Una pequeña -de 15 miembros- destinada a elaborar un anteproyecto de nueva Constitución. Y una grande -de 120 personas- que, si bien teóricamente se diseñó para estudiar las modalidades que tendría la Asamblea Constituyente, solo se reunió finalmente para aprobar el texto; el que luego se sometería a plebiscito.

 

Ambas fueron designadas íntegramente por el propio Alessandri, con visos de pluralidad pero preocupándose de que fuesen integradas por una gran mayoría de liberales,  radicales y democráticos afines a su persona. Esto fue particularmente claro en el caso de la comisión chica. Así, sus miembros fueron –además del propio Alessandri- los liberales Domingo Amunátegui, Luis Barros, José Guillermo Guerra, Pedro Nolasco Montenegro, Eliodoro Yáñez y Héctor Zañartu; los radicales Ramón Briones, Enrique Oyarzún y Carlos Vicuña; los conservadores Romualdo Silva y Francisco Vidal; el democrático Nolasco Cárdenas; el comunista Manuel Hidalgo; y el joven independiente Roberto Meza Fuentes.

 

Su integrante, Carlos Vicuña, nos ilustra cómo funcionó en los hechos: “La Constituyente Chica (…) presidida activamente por Alessandri, empezó a producir, artículo por artículo, una Constitución entera. A veces, se copiaba la de 1933; otras, se borraba, enmendaba o interpolaba atrevidamente su texto. Este trabajo lo hizo Alessandri con gran habilidad e intrepidez: cuando se trataba de materias meramente jurídicas o de redacción oía deferentemente las opiniones de todos, pero cuando había de por medio una cuestión fundamental o en que tuviese él su particular punto de vista, con mil artimañas se salía con la suya” (Carlos Vicuña.- La tiranía en Chile; Edic. Lom, 2002; p. 314). Con la “suya”, significaba generar una carta fundamental autoritaria-presidencialista.

 

El hecho es que el texto elaborado impedía virtualmente que el Congreso Nacional aprobara leyes si el Presidente de la República se oponía a ellas; ya que esta oposición solo podía ser superada por una muy improbable insistencia de más de 2/3 de los miembros de cada cámara; y le confería al Presidente un pleno dominio de la agenda legislativa, al estipular una prioridad permanente del tratamiento de proyectos presentados por el Poder Ejecutivo si este los consideraba de “urgencia”, es decir, que debían ser tratados en menos de 30 días. Además, eliminaba las interpelaciones del Congreso a los ministros y le permitía al presidente declarar el estado de sitio cuando el Parlamento no estuviese en funciones. Es decir, cuando desde septiembre a mayo no estuviese convocado por el Presidente a sesiones extraordinarias.

 

Esto generó una dura oposición al proyecto de parte de los partidos Radical, Conservador y Comunista y de diversas personalidades liberales. Estas opiniones críticas se hicieron sentir en el seno de la Comisión grande cuando fue citada para pronunciarse sobre aquel proyecto. Sin embargo, toda oposición fue obviamente “derrotada” luego de la fulminante intervención del miembro de la Comisión y Comandante en Jefe del Ejército, Mariano Navarrete, quien señaló: “No hay necesidad de ser un gran constitucionalista para declarar, sin temor de equivocarse, que los resultados del sistema parlamentario han sido desastrosos para el país (…) El país está harto de la politiquería mezquina y quiere, una vez por todas, tener un gobierno fuerte, capaz de orientar los destinos de la Nación hacia una era de progreso y bienestar social. Los dirigentes de los diversos partidos políticos en que está dividida la opinión pública deben aprovechar en esta ocasión las múltiples lecciones objetivas que han recibido desde el 5 de septiembre hasta el día de hoy. De ellas deben deducir lo que el país quiere como, asimismo,  inclinarse respetuosamente ante su voluntad soberana, pues de otro modo tendremos a corto plazo que hacer, bajo la presión de la fuerza, las reformas que, en representación del pueblo, ha reclamado de modo tan significativo el elemento joven del ejército (…) ¿Qué ocurriría, señores, si las esperanzas de la juventud fueran defraudadas en esta ocasión? No quiero hacer pronósticos desagradables. Dejo a vuestro ilustrado criterio la tarea de formular la contestación de esta delicada pregunta” (Mariano Navarrete.- Mi actuación en las Revoluciones de 1924 y 1925; Centro de Estudios Bicentenario, Santiago, 2004; pp. 304-5).

 

Después de esta amenaza -¡efectuada por un gobierno de facto!- no le quedó otra cosa a la oposición que abandonar la Comisión. Luego se hizo un plebiscito que –al igual que en 1980- no cumplió con ningún requisito de una elección libre. Así, de acuerdo al propio Carlos Vicuña, “Alessandri se dedicó a ganar la votación contra viento y marea (…) llenó el país a costa del Estado de una propaganda tendenciosa y profusa. Comprometió autoridades (…) empleados, funcionarios, movilizó el ejército y las policías y persiguió con mano de hierro la propaganda que los partidos políticos pretendieron hacer (…) En Santiago los meetings fueron disueltos por la policía y los oradores radicales arrastrados a la prisión” (Ibid; p. 348). Además, ¡el plebiscito se efectuó con un voto transparente (como la “consulta” de 1978), al hacerse con cédulas de colores!: Rojo para el texto impuesto por el Ejército en la Comisión; azul para un régimen parlamentario modificado; y blanco para el rechazo de ambos. De todas formas, de un total de 302.304 inscritos, solo 127.509 (el 44.9%) votó a favor del texto de Alessandri; el cual obtuvo el 93,9% de los sufragantes.

 

Por último, respecto del contenido de la Constitución de 1925, resultan muy ilustrativas las opiniones de dos connotadas personalidades –una nacional y otra internacional- que no estuvieron en el fragor de la lucha partidista del momento. Se trata del connotado jurista alemán Hans Kelsen (1926); y del ex presidente Eduardo Frei (1949).

 

Kelsen señaló que “la nueva Constitución chilena es un producto de aquel movimiento antiparlamentario que hoy se propaga también en Europa (…) la Constitución incluye una serie de disposiciones que conducen desde ahí hasta muy cerca de las fronteras de aquella forma que hoy se acostumbra a denominar una dictadura. Esto se observa especialmente en el campo legislativo (…) la tramitación legislativa está regulada en una forma que asegura al Presidente una influencia decisiva (…) contra la voluntad del Presidente, el Parlamento solo puede imponer su propósito legislativo si persevera en su determinación con una mayoría de dos tercios en ambas Cámaras. Si se trata en cambio de una reforma constitucional, el Presidente puede acudir al pueblo en contra de esa mayoría calificada y convocar a un referéndum (Art. 109). Esto significa, en la práctica, que no puede dictarse una ley contra la voluntad del Presidente” (Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle.- La República en Chile. Teoría y política del constitucionalismo republicano; Edic. Lom, 2006; pp. 121-2).

 

Y Frei afirmó que con dicha Constitución se pasó “a un (Poder) Ejecutivo tan fuerte  como tal vez no exista otro, con tal suma de facultades”, que “se convirtió en un régimen presidencial de desmesurada concentración de poderes e influencias”, de tal manera que “el peligro del sistema reside en su tendencia casi orgánica a la dictadura legal del Presidente y permite con facilidad que este sea tentado a abusar de sus facultades. Supremo dispensador de beneficios y honores, puede influir de manera desmesurada en la vida del país y, por lo mismo, quebrantar toda oposición o buscar medios indirectos, pero eficaces, de silenciarla” (Eduardo Frei.- Historia de los partidos políticos chilenos; Edit. del Pacífico, Santiago, 1949; pp. 201-3).

 

Y lamentablemente con el actual “proceso constituyente” tampoco podremos tener una Constitución democrática; ya que la “Convención Constitucional” estará impedida de aprobar democráticamente (por mayoría) un nuevo texto. El inmodificable quórum de los 2/3 le permitirá a la derecha tradicional vetar toda disposición con la que no esté de acuerdo; y de este modo “obligar” al resto a sumarse a lo que ella quiera; o si no, seguirá rigiendo la actual Constitución aprobada en conjunto por la Concertación y la derecha en 2005 y suscrita por Ricardo Lagos y todos sus ministros de entonces.

 

Por Felipe Portales

 

Historiador y sociólogo

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