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La constitución, el estado y el derecho

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Desde Platón, pasando por Rousseau, Hobbes y Kant, la filosofía política  ha entendido el concepto de los derechos del hombre de manera cada vez más clara y  de forma también más contundente.

Lo que sucede con la política,  que gobierna a los hombres,  es que viene siendo como el clima inestable de los trópicos, donde las construcciones hechas para disfrute del sol generoso de la libertad y la bondad receptiva de la naturaleza, de pronto son barridas por trombas metereológicas  que dejan su  huella de devastación y olvido, como si nada  hubiese acontecido antes de la asonada.

 

Entonces los hombres comienzan a vivir como si la naturaleza fuese siempre bravía y restrictiva, como si el sueño de las libertades gozadas fuese pura utopía ingenua e irreal. De esta forma, la larga noche de la coerción impera como normalidad y el silencio sobre las construcciones teóricas surgidas de la fase expansiva de la libertad son silenciadas, pues la servidumbre instalada como norma siempre es propicia para las minorías cuya voluntad se ha hecho razón argumental de  cierta forma ilegítima de dominio social.

 

Aunque Rousseau se defendía de quienes le acusaban de ser un romántico con aprontes de visionario, por pretender que el estado de naturaleza originaria se debía recuperar para que el hombre alcanzara su plena felicidad, sosteniendo que la historia humana jamás regresa, que siempre se dirige hacia adelante (“Rousseau contra Jean Jacques”), lo cierto es que existen procesos varios de “restauraciones” en la historia, y la restauración es casi siempre una marcha hacia atrás.

 

La restauración del antiguo régimen con los Bonaparte en Francia, con Maximiliano de Habsburgo en México,  en España con Franco y el rey Juan Carlos de Borbón; también en Chile con Pinochet y la neoderecha tutelar, procesos en que se retorna a períodos que se creyeron superados,  conformando una nueva segmentación social y un retroceso cultural como de pensamiento político.

Se puede afirmar que la Constitución de 1980, es una regresión respecto a la de 1925. Lo es porque  repuso un empoderamiento político casi monárquico, representado en la figura todopoderosa del Presidente de la República;  un centralismo territorial y administrativo, justamente determinado por el excesivo presidencialismo, en que las Regiones con que se divide el territorio, no constituye más que una declarativa exposición de intenciones.

Pero, por sobre todo, lo es debido a la gran concentración del poder económico y la gran desigualdad social. Desde Locke se sabe que sin solvencia económica mínima, los agentes sociales quedan entregados a manos de quienes poseen el dinero, los vínculos, las relaciones, las comunicaciones, y también las leyes. Eso también lo afirmo el gran Tolstoi, cuando señaló que quien posee el dinero tendrá como siervos a quienes no lo poseen; también trata el mismo tema el filósofo Hegel, cuando plantea la lógica del amo y el

esclavo.

Las iniciativas de ley parlamentarias, en la Constitución de 1925 habilitaban a los  parlamentarios de regiones a proponer iniciativas de ley que beneficiaran a los territorios que representaban. Esto hacía mucho más integrada la cadena de poder y decisión a lo largo y ancho del territorio nacional.

Los medios de comunicación tuvieron también una mayor vitalidad desconcentrada y pluralista. La televisión entregada a las universidades y la TV del Estado, dedicada a la difusión cultural, permitían dirigir la cultura hacia un elevación conceptual de la cosa pública, a través de la conformación de unos valores  relevantes e integradores; dialécticos o confrontados, pero discutidos  y decididos, necesariamente, en un espacio democrático.

La privatización de la televisión, como resguardo de su uso ideológico por parte de quienes dirigen al Estado, ha terminado en un doble mal: la utilización igualmente ideológica de parte de quienes son dueños de la política y la economía y la destrucción de su propuesta cultural, derivando a la pura diversión y la reafirmación de consignas indoctrinadas, con claro saboteo de las voces discrepantes. Se dio cuerpo al “discurso único”, lo que encierra la corrupción y descomposición de la democracia.

 

La red  organizacional, social y popular, así como la institucionalidad organizada en el mundo privado (sindical, gremial, cooperativo y voluntariado), sustentada en una rica estructura jurídica, permitió constituir la base de referencia  y de emanación para el ejercicio del poder político. La disolución de esa extensa red organizada, decapitó la sustentación democrática popular del poder político y económico, también del poder social y cultural. Repuso de esa forma la estructura oligárquica y cupular del poder. La política se hizo sin referencias al pueblo, el que fue sustituido por los poderes fácticos. Política y dinero se hicieron gemelas, abrazadas en una unidad perversa y monstruosa.

El concepto y rol del Estado, en la constitución de 1980 fue drásticamente modificado. Si bien no se dice expresamente que el Estado tendrá una función subsidiaria, las cortapisas jurídicas que se ponen a la función empresarial y emprendedora del estado, la dejan en condición de invalidez casi absoluta. En todos los países de mayor desarrollo el Estado tiene varios roles esenciales: a) Organizar administrativamente a la República (La RES pública); b) Prestar los servicios básicos de funcionalidad  (salud, justicia, educación, etc.) resguardo de la seguridad interna y externa; d) planificar el desarrollo económico social a mediano y largo plazo (ciencia y tecnología, infraestructura productiva y de servicios, etc.); conducir las relaciones internacionales; redistribuir los ingresos una vez que se realiza la generación de los excedentes económicos. Esta tarea es esencial en las economías en desarrollo, pues de no actuar como agente asignador y distribuidos de recursos, las desigualdades y desequilibrios puede conducir a una inestabilidad y pérdida de eficiencia y eficacia en todo el aparato político social y económico, cosa demostrada en el transcurrir histórico de los países del SUR en vías de desarrollo, los que más bien han experimentado una perseverante experiencia de “desarrollo frustrado”.

 

Para una nueva sociedad de desarrollo moderno, integrador y futurista, la sociedad chilena debe abocarse con urgencia a recomponer sus parámetros jurídicos respecto a estos seis temas expuestos. Si se hace de manera parcial, la mesa quedar coja y su defecto frustrará cualquier intento de despegar, salir de esta trampa del “desarrollo frustrado” en que nos  encontrado sumidos desde hace medio siglo. El mundo avanza a velocidades  nunca vistas en la historia;  la sociedad del conocimiento ya está presente y a nuestro Chile sólo se le ofrece avanzar  en calesín y con políticas decimonónicas. Chile y América Latina, con su inserción primaria y resignada en la Globalización, sólo ha vivido una “Ilusión de crecimiento” (gracias al ciclo milagroso del alto precio de las materias primas), pero eso mismo ha hecho que suframos una profunda seducción, alimentada por los poderes nacionales, hermanados con la enorme transnacionalización de nuestras economías, que disfrutan como nunca de una transferencia de riqueza gratuita hacia sus países de origen, mientras que nuestros plutócratas nacionales gozan refugiando sus enormes acumulaciones de capital en paraísos fiscales.

 

O tomamos la soberanía de nuestro desarrollo, de manera integral, a caeremos en las convulsiones permanentes, propias de las sociedades en disolución, es decir que se encaminan a pasos acelerados hacia el “CAOS INORGÁNICO”, o-en el más benigno de los horizontes-, hacia un “crepúsculo veneciano”.

Por Hugo Latorre  Fuenzalida

 

 

 

 

 

 

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