En Chile existe una buena cantidad de organismos de supervisión, regulación y/o control, tales como la Superintendencia de Salud, la Superintendencia de Electricidad y Combustibles, la Superintendencia de Servicios Sanitarios, la Superintendencia de Valores y Seguros, la Superintendencia de Educación, la Superintendencia de Medio Ambiente, y otras, además desde luego, de la Contraloría General de la República.

Cuando se analizan los organismos estatales que ejercen funciones de control y regulación, lo primero que hay que tener en cuenta es que, si el mercado tuviera una alta capacidad de regularse solo, entonces muchos de estos organismos estatales perderían su razón de ser.  La actual constitución chilena está recorrida de arriba abajo por la idea de que el mercado – o los mercados – si se les deja funcionar libremente, logran equilibrios que son positivos para los consumidores, para los productores e incluso para el conjunto del país. Es decir, para Raimundo y para todo el mundo. Sin embargo, ya está suficientemente mostrado y demostrado, en la teoría y en la práctica que el interés privado y el interés social no coinciden siempre ni en forma automática,  y que los mercados con alta  presencia de monopolios, oligopolios y/o empresas con alto poder de mercado no conducen al óptimo social. En esas condiciones, el precio que finalmente se establece como precio de equilibrio es una expresión del deseo de la mayor ganancia por parte de los que tienen mayor poder de mercado. Frente a ello, el Estado puede dejar hacer, pues considera que eso es lo mejor que puede suceder, con lo cual los organismos reguladores quedan pintados en la pared, con escasa capacidad de cumplir sus funciones. La otra opción, por la que el país debiera caminar en mayor medida, consiste en establecer normas y regulaciones de carácter obligatorio con relación al mercado de ciertos bienes, sobre todo de primera necesidad, de modo de preservar el interés social. Esa capacidad de establecer normas y regulaciones implica reducir la soberanía de cada empresa para hacer o deshacer en el mercado de acuerdo a sus particulares intereses, pero no implica que el Estado tenga que meterse en todo o, mucho menos, ser propietario de todo. Pero debe establecerse con claridad en qué condiciones los equilibrios de mercado – fundamentalmente en materia de precios y cantidades ofertadas – entran en conflicto con el interés social.

Pero aun cuando la impronta neoliberal desapareciera totalmente de la constitución, el mero potenciamiento o crecimiento formal de los organismos contralores, normativos y reguladores no sería suficiente.

Hace falta que la ciudadanía participe en forma activa e institucionalizada en la actividad contralora, por la vía de la existencia y funcionamiento de organismos en que puedan hacer valer la voz y los derechos de todos los afectados por la acción – o por la falta de acción – de los organismos estatales, frente a las situaciones contrarias al interés social que sucedan en los mercados. Se necesita, en otras palabras, de contraloría social.

El concepto de contraloría social está presente en el Art. 69 de la ley de Desarrollo Social, donde se le define de la siguiente manera: es el mecanismo “de los beneficiarios, de manera organizada, para verificar el cumplimiento de las metas y la correcta aplicación de los recursos asignados a los programas de desarrollo social.”




Este concepto es positivo y merece ser rescatado y potenciado, de modo que a nivel superior del aparato del Estado, y también de muchos de sus ministerios y organismos operativos, existan concejos económico sociales, de carácter consultivo, pero de funcionamiento regular e institucionalizado, en que los representantes de la ciudadanía puedan tener un dialogo directo con las altas autoridades del ejecutivo.

El despliegue de iniciativas de esa naturaleza, podrían ser no solo la expresión concreta de un Estado más participativo y eficiente sino, además, y fundamentalmente, seria expresión de un interesante proceso de empoderamiento de los ciudadanos y de sus organizaciones sociales.

Por Sergio Arancibia

 

 



El Clarín de Chile

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