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Telescopio: EE.UU., una tierra de contradicciones

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Sentimientos encontrados son lo que provocan en la gente de izquierda, los hechos de la semana pasada en Washington. Algunos se regocijan de ver al mayor poder imperial sumido en un clima de profundas divisiones y conflictos internos. No faltan los que—optimistamente, aunque sin muchas pruebas, sino más bien con sus deseos—aseguran que esta crisis anticipa la próxima e inminente caída de la mayor potencia imperialista. Otros, que gustan ser considerados como “moderados” o “renovados”, se suben al carro de los que lo ven como “un atentado a la democracia”, con lo que automáticamente, adjudican a Estados Unidos un rol central en la preservación de la democracia en el mundo. Es decir, reciclan para esa potencia norteamericana, un ya olvidado rol de los tiempos de la Guerra Fría, como “líder del mundo libre”.

Sin duda, cuando decimos Estados Unidos, a muchos en nuestro lado, les pasa lo que a los derechistas cuando oyen mencionar la palabra comunismo. Es cierto, todos en algún momento gritamos la consigna “Yankee go home!” (Usando un término que en estricto rigor, en Estados Unidos, se aplica a los habitantes de los estados del norte; conocidas las rivalidades al interior de ese país, probablemente muchos sureños concordarían con la consigna…) Sin embargo, tratar de caracterizar a Estados Unidos es mucho más complejo que lo que los slogans pueden reflejar. El ex primer ministro canadiense, Pierre Trudeau—padre del actual gobernante de Canadá—en referencia a la cercanía dictada por la geografía, decía que era “como dormir al lado de un elefante”. Había que tener mucho cuidado, y quizás esa analogía nunca fue más cierta que en todo este tiempo en que Donald Trump ha estado a cargo en Washington. El otro vecino inmediato, tiene incluso menos motivos para estar contento con el vecino que le tocó: “Pobrecito México, tan lejos de Dios, y tan cerca de los Estados Unidos”, habría dicho el dictador Porfirio Díaz (aunque el autor de la frase sería Nemesio García Naranjo, un intelectual de esa época).

En realidad, si de alguna manera pudiéramos caracterizar a Estados Unidos como país y como sociedad, habría que afirmar que es una tierra de contradicciones. Y eso lo podemos constatar desde sus comienzos. Pocos textos políticos tienen el poderoso contenido de la Declaración de la Independencia de Estados Unidos, emitida el 4 de julio de 1776: «Sostenemos como evidentes estas verdades, que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre ellos están la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la felicidad.» Después de ese preámbulo concluía de manera muy lógica: «Que estas Colonias Unidas son, y de derecho deben ser Estados Libres e Independientes».

Por cierto, salta de inmediato a cualquier mediano conocedor de la historia, que la afirmación que “los hombres son creados iguales” está en una obvia contradicción con el hecho que Estados Unidos nació con la institución de la esclavitud plenamente vigente y que la abolición de ésta—que costó una guerra civil—sólo vino a ocurrir poco menos de un siglo después de esa declaración. Qué decir que aunque en ese tiempo el término “hombre” solía aplicarse a la especie humana, en los hechos se aplicó de modo literal, ya que las mujeres sólo obtuvieron derecho a voto en 1920 y la enmienda constitucional que buscaba consagrar la igualdad de derechos de la mujer, propuesta en 1972, nunca fue ratificada por 15 estados dentro del plazo de diez años, lo que impidió que quedara incorporada en la constitución.

Por otra parte, desde una perspectiva progresista y humanista—no olvidar que esa declaración está fuertemente imbuida de los conceptos de la Ilustración—siempre me ha parecido muy valioso y vigente la mención de “derechos inalienables, que entre ellos están la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la felicidad.» ¿Quién podría estar en desacuerdo con esos loables objetivos? Pero claro, si uno se pregunta cómo en estos próximos a ser 250 años de existencia, la sociedad estadounidense ha logrado que esos derechos se hagan realidad, la respuesta puede ser muy decepcionante. Sería sólo cosa de preguntarse por qué los ciudadanos negros tienen que manifestarse por una demanda tan básica como Black Lives Matter! (¡Las vidas de los negros importan!”). La Libertad, tan apreciada como símbolo y hasta merecedora de una imponente estatua en la bahía de Nueva York, tampoco puede decirse que haya sido una acompañante permanente de esta nación norteamericana. Aparte del ya mencionado período en que la esclavitud fue parte de la sociedad estadounidense, habría que recordar que la existencia del racismo es en sí misma un atentado contra la libertad. Sin embargo, hay también otras instancias ocurridas en esta tierra de contradicciones, donde la Libertad es una estatua, y así, quienes osaban organizar a la clase obrera en los inicios del siglo 20 iban a la cárcel, o cuando sumido en la histeria colectiva del “macarthismo” en los años 40 y 50 se persiguió a centenares de personas acusadas de ser comunistas.

Quizás la referencia que aparentemente es la menos política: “la Búsqueda de la felicidad», sea la que tenga más vigencia, no porque en mediciones estadísticas los estadounidenses sean los más felices (el World Happiness Report de 2020 listó a Finlandia, como el país más feliz, Canadá aparece en el número 11, mientras Estados Unidos sólo está en el número 18, el país latinoamericano más feliz sería Costa Rica, en el número 15), sino porque hace referencia a una aspiración, por lo tanto muy subjetiva, pero a la vez un reflejo muy exacto de las propuestas de la Ilustración.

La Declaración de la Independencia de Estados Unidos fue en parte redactada por Tom Paine, un filósofo fuertemente influido por las ideas de la Ilustración, en el siglo 18. No es de sorprender que entonces reflejara valores que provenían de los principios de la Ilustración que pueden resumirse en cinco puntos fundamentales: 1. El hombre (ser humano, diríamos hoy) no es innatamente malvado. 2. El objetivo de la vida es la vida misma, no el más allá (lo que contradice el pensamiento religioso). 3. La condición esencial para la buena vida en la Tierra es liberar la mente de los hombres (seres humanos, nuevamente anoto) de la ignorancia y la superstición (al que le venga el sayo que se lo ponga, como se podría decir). 4. El hombre (ser humano), libre de la ignorancia y del arbitrario poder del Estado (apunta principalmente a las monarquías absolutas que eran las que regían por toda Europa), es capaz de progreso y perfección. 5. Todo está interconectado, y forma parte del gran esquema de una Providencia benevolente (aunque algunos en la Ilustración eran ateos, en su mayoría estos filósofos hacían referencia a una fuerza superior, no el Dios del cristianismo, castigador y que infunde temor, sino esa Providencia que, como su nombre sugiere, es “proveedora”, algunos asimilan el concepto a la naturaleza, lo que en tiempos actuales viene a coincidir muy bien con la idea de “Madre Tierra” y la consiguiente defensa del medio ambiente).  Paine atacó al cristianismo en su libro La edad de la Razón, y profesaba lo que llamó religión natural o deísmo.

Estados Unidos—que en el tiempo de su fundación aun no tenía ni siquiera nombre, la Declaración de Independencia habla de “Colonias Unidas”—es pues una entidad nada fácil de comprender. Siendo el primer estado independiente del continente americano y con una fuerte influencia del pensamiento ilustrado, ejerció una indudable influencia en el proceso emancipador del resto del continente. Joel Roberts Poinsett, el primer enviado diplomático de Estados Unidos a Chile, fue amigo de José Miguel Carrera y hasta se enroló en las tropas chilenas en la guerra de independencia. Después estuvo en México y siempre apoyó la causa de los sectores liberales, en ese tiempo lo más progresista. (Habiendo estudiado botánica, Poinsett luego de su estadía en México introdujo a su país una planta que en Chile es conocida como “flor del inca” y que en Estados Unidos se conoce como poinsettia y se estila colocar como adorno en Navidad.)

Al mismo tiempo que había gestos de buena voluntad y los sectores progresistas de Estados Unidos apoyaban los procesos independentistas en el sur del continente, otros intereses se movían en una dirección muy diferente. Al interior de Estados Unidos, la conquista del oeste—presentada por la cultura popular y la literatura de ese país como su gran gesta épica—lleva a la expansión hasta el Océano Pacífico y el desplazamiento de los pueblos indígenas que habitaban esos territorios. Una guerra expansionista arrebata casi la mitad del territorio mexicano. La expansión capitalista convierte a Estados Unidos ya en el siglo 19 en la mayor potencia continental, y las anticipadas aprensiones de Simón Bolívar y otros visionarios líderes latinoamericanos, pronto se harían realidad. No de inmediato, eso sí. Los británicos habían sucedido a la decadente metrópolis española como la mayor influencia económica en América Latina hasta bien entrado el siglo 20. Después de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, el poder imperial de Washington sería indiscutible.

Así nos encontramos hoy, como observadores—muy interesados por cierto—de lo que acontezca en Estados Unidos. La dirección que tome el imperio es importante para quienes habitan en su vecindario. Bajo Trump, aparte de las bravatas a propósito de México y las caravanas de migrantes centroamericanos, y por cierto la postura agresiva contra Venezuela y Cuba, América Latina no pareció estar mucho en el radar de su administración. Algunos argüirán que eso es lo mejor: mientras menos atención ponga el tiburón, las sardinas pueden sentirse menos apremiadas.

Pese a que por cierto, la mayor parte de la gente verá con buenos ojos el término de la administración Trump, por otro lado no hay que creer que Joe Biden y los demócratas vayan a ser mucho mejores en su trato hacia Latinoamérica. Seguramente la forma de trato será diferente, pero el objetivo será el mismo: mantener la hegemonía económica y geopolítica de Washington sobre esa parte del mundo que considera su “esfera natural de influencia”. Y eso porque, claro, esta es su naturaleza dual, dicotómica y contradictoria. Estados Unidos nos seguirá regalando con magníficas piezas de su cultura popular, notables logros científicos e impresionantes tecnologías. Muchos de sus intelectuales—probablemente la mayoría—coinciden con las visiones progresistas que circulan en América Latina, proponiendo proyectos de justicia social, equidad, igualdad de género, respeto por las comunidades aborígenes y protección del medio ambiente. Pero al mismo tiempo sus grandes consorcios económicos estarán diseñando fórmulas para optimizar ganancias en la región que para ellos seguirá siendo su “patio trasero”. Es la naturaleza del monstruo, con sus brillos y grandezas, y con sus propósitos de dominación política y económica. Una tierra de contradicciones, realmente.

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

 

 

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