En busca de nuestra identidad cultural
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«[…] fue tanto el coraje, que ya que le faltaron las manos, peleó más fuertemente con la lengua, la cual suele ser más eficaz para hacer guerra que las manos de los Hércules y las industrias de los Césares».
Pedro Mariño de Lobera: ‘Crónica del Reyno de Chile’
UN FALLO TRASCENDENTAL
Los tribunales de justicia constituyen, por regla general, la más elocuente expresión del conservantismo en toda sociedad. Y es natural que así sea: los tribunales tienen por misión sancionar todo intento que implique introducir cambios a la forma de funcionamiento que se ha dado la sociedad. No debe sorprender, en consecuencia, que muchos de los profesores de Derecho confiesen abiertamente su simpatía por las pelucas y las togas que se emplean en otras naciones a fin de atemorizar al procesado, o defiendan el ejercicio del autoritarismo como forma óptima de funcionamiento para toda instancia procesal. Dan, con ello, plena validez a la sentencia del jurista alemán Friedrich Karl Von Savigny para quien, si la fuerza sin el derecho es la barbarie, el derecho sin la fuerza es una burla. Por eso, no deja de ser notable y digno de todo encomio, la resolución de 24 de diciembre recién pasado, que dictara la Corte de Apelaciones de Valdivia —integrada por los ministros Mario Kompastky, Marcia Undurraga y Samuel Muñoz— en virtud de la cual otorgara reconocimiento de ‘nación’ al pueblo mapuche. Algo antes nunca visto.
En efecto, en fallo acordado por unanimidad de sus miembros, esa Corte
“[…] revocó la sentencia del Juzgado de Panguipulli del 3 de abril de este año, terminando un contrato de arrendamiento celebrado en 1989, de tres hectáreas de terreno indígena por 99 años, renovable por períodos iguales y sucesivos con una renta anual de 84 mil pesos”[1].
El fallo, en la parte pertinente señala, al respecto:
“[…] no es un misterio que la legislación nacional ha evolucionado en torno a la relación y trato con los pueblos originarios, estableciendo un estatuto diferenciado para los pueblos indígenas, mismo que resulta reforzado con la entrada en vigor del Convenio 169 de la OIT, a través del cual se formula un expreso reconocimiento de los pueblos precolombinos, de sus tradiciones, cultura y derechos ancestrales, contexto en el cual su vinculación con la tierra es una cuestión de la esencia de su cultura, particularmente de la nación mapuche, dentro de cuya visión cosmológica y como integrantes de esa mirada omnicomprensiva del universo y de sus diversos elementos, la tierra es fundamental”[2].
La sentencia no se contenta con ese simple reconocimiento. Entrega fuertes argumentos en defensa de la identidad cultural y reconoce principios éticos que, en años pasados se ignoraban y, simplemente, no se consideraban. Personalmente, no conozco otro fallo que, en sus considerandos, fundamente con tanta solidez y rigurosidad el carácter de ‘nación’ al pueblo mapuche. Por eso es notable su redacción. Y más notable aun que no solamente se refiera a la necesidad de construir una nueva forma de trato hacia nuestros pueblos originarios sino, además, proponga, implícitamente, una nueva forma de solución a los conflictos que desde antaño se han suscitado con el Estado chileno frente a la usurpación de tierras ancestrales.
POSESIÓN DE LA TIERRA, NO PROPIEDAD
Pero, cuidado. Los tribunales chilenos, más allá de representar la excelsitud del conservantismo, son tribunales ‘de derecho’, rasgo del cual se enorgullecen. Eso implica que, ante todo, aplican la ley por torcida que ésta sea. De lo cual se colige que no ejercen ‘justicia’, en términos abstractos, sino aplican la ley. Constituyen, por ende, la más pura expresión del fariseísmo.
No puede, en consecuencia, atribuírsele a la Corte de Apelaciones de Valdivia la virtud de haber interpretado, en favor del pueblo mapuche, disposiciones legales autóctonas. No. Simplemente, ello se origina en el respeto a la firma del Convenio Nª 169 entre el Estado chileno y la Organización Internacional del Trabajo OIT. Aunque justo es reconocer que ese deber no lo cumplen todos los tribunales, a pesar de los convenios suscritos; especialmente, en materia de Derechos Humanos.
Se explica, de esa manera, que no reconozca en modo alguno la ‘propiedad’ de la tierra en manos de los pueblos originarios sino solamente la ‘posesión’ de la misma; en el lenguaje jurídico, ambos términos tienen significados muy diferentes. Por eso, no debe sorprender que, al referirse al cumplimiento de los deberes que imponen a los Estados suscritores del Convenio Nª 169 de la OIT, exprese la sentencia que dichos deberes
“[…] imponen el reconocimiento de los pueblos, el derecho de propiedad ancestral como valor cultural y de la posesión sobre las tierras que tradicionalmente ocupan. Además, importan la necesidad de tomar medidas para salvaguardar el derecho de los pueblos interesados en utilizar tierras que no estén exclusivamente ocupadas por ellos, pero a las que hayan tenido tradicionalmente acceso para sus actividades tradicionales y de subsistencia, todo ello conforma a lo que se contempla en los art. 13 al 19 del citado Convenio”[3].
LA CONCESIÓN DE DERECHOS
En efecto, desde hace ya muchos años, la institucionalidad chilena ha intentado, de una u otra manera, conceder determinados derechos a los pueblos originarios como si, por mandato divino, se le hubiese conferido la facultad de hacerlo. La razón de tan singular conducta se origina en una no menos singular manera de entender las fuentes del derecho, dos de las cuales conceden a la conquista y a la ocupación el carácter de modos inconmovibles de adquirir la propiedad. Por consiguiente, y dada la circunstancia que fueron españoles quienes llegaron hasta este rincón del planeta, conquistaron a sus habitantes originarios y ocuparon sus tierras, esa sola circunstancia constituye, de por sí, título suficiente de dominio que habilita a sus autores y herederos hacer lo que quieran con los bienes usurpados.
Por supuesto que, entendidas así las cosas, necesariamente ha de concluirse que el dominador adquiere, sobre el dominado, la plenitud de las potestades y, si así lo desea, puede hasta concederle el derecho de seguir habitando la tierra que le ha usurpado o quitarle la vida. Por eso, no ha de extrañas que tal comportamiento haya sido una constante en la historia de la República como bien lo indica Diego Ancalao:
“Cada vez que el pueblo mapuche ha reclamado sus demandas centenarias, los y las que administran el poder nos responden con asesinatos, criminalización, violaciones, torturas, cárcel y, en el mejor de los casos, con falsas promesas y engaños. Este es un patrón de conducta, que se manifiesta en las respuestas que se le ha dado al pueblo de Chile respecto de su exigencia de justicia y el simple respeto de sus derechos”[4].
Esta forma de entender la legitimidad del Estado ha hecho que, en las discusiones habidas hoy entre quienes forman parte de la escena política de la nación, el tema ronde alrededor de si acaso sería o no conveniente conceder a los pueblos originarios tal o cual cuota de representantes para que participen en la redacción de la nueva constitución que Chile debería darse en algún tiempo más. Porque, como bien lo señala Eric Hobsbawm, la historia, entendida como el pasado cultural de una sociedad, legitima los actos del presente. La historia así concebida obnubila la mente y determina el futuro. Se puede decir de ella, como en el antiguo brocardo francés, que ‘le mort saisit le vif’. La muerte no suelta al vivo. Porque lo viejo no deja de existir y pocas veces abre paso al imperio de lo que está por nacer o, si lo hace, condiciona su apoyo hasta distorsionar lo nuevo.
A la luz del fallo en comento, ¿es posible entender la existencia de cuotas de representantes como una dádiva de sus dominadores? ¿Es posible aceptar semejante afrenta? ¿O ha de buscarse otra forma de entender la relación con los pueblos originarios? Porque los legisladores chilenos han entendido el peso del pasado como una fuerza que les resulta insuperable de por sí.
LA TIERRA COMO FUNDAMENTO DE LA EXISTENCIA
A diferencia del español (y, en consecuencia, del criollo y del mestizo, que sí lo hicieron), el pueblo mapuche jamás se organizó en la forma de Estado: era un conjunto de seres humanos libres, más identificados con la naturaleza que con un trapo (como lo es la bandera) o un símbolo guerrero (como lo es el escudo). Jamás tuvieron un ejército profesional y sus grandes conductores nacieron de la simple voluntad de una comunidad que decidió levantarse en armas, asombrada ante el despojo de lo que consideraban propio, que era la tierra, de donde extraían los frutos estacionales siguiendo los ciclos de la naturaleza para lo cual necesitaban amplios horizontes.
Por lo mismo, jamás se dejaron gobernar por ‘líderes’ ni exigieron ‘liderazgos’ a sus voceros o representantes, sino se organizaron como guerreros solamente cuando vieron amenazadas sus formas de existencia, algo que llamó poderosamente la atención de Ercilla. Nunca hubo rey en el Chile mapuche, ni regente, ni caudillo, sino, en el fragor de las luchas, hubo quienes tomaron la conducción de los combates por decisión de quienes formaban la comunidad. Lo decía, el poeta español, con asombro:
“La gente que produce es tan granada,
tan soberbia, gallarda y belicosa
que no ha sido por rey jamás regida
ni a extranjero dominio sometida.”
La tierra era, pues, no solamente el locus standi del mapuche sino su forma de vida, su razón de ser; no por algo así se han denominado siempre: mapuche, hombre de la tierra. Así lo fue en el pasado; así lo es en el presente.
Tal es, pues, la diferencia fundamental entre españoles nacidos en Chile (criollos y mestizos), y mapuches. Una diferencia para entender el rol de la tierra y, a la vez, de organizarse como comunidad en defensa de lo que pertenece a todos.
En tanto los invasores se organizaron en la forma de Estado, con un ejército profesional para comerciar la tierra y sus productos, los segundos mantuvieron sus comunidades para gozar de lo que lo que aquellas les ofrecían. Tierras anchas, amplias, abiertas, porque esas extensiones permiten a sus habitantes emigrar de un lado a otro siguiendo el ritmo de las estaciones o les da la posibilidad de establecerse en algún lugar para descubrir lo que ofrecen estacionalmente aquellas.
Los mapuches permanecerían en esa situación durante toda su existencia sin constituirse como ejército profesional para la defensa de esos territorios sino para compartirlos y gozarlos. Y eso era (y sigue siéndolo) una forma de vida. Una cultura. La que ahora reconoce la sentencia de la Corte de Apelaciones de Valdivia.
ESCAÑOS RESERVADOS
Por eso, nada más absurdo y ridículo que la decisión de los miembros de la escena política nacional en torno a hacer entrega de escaños reservados en el proceso constituyente a los pueblos originarios. Nada más patético e inexplicable que un grupo de mestizos (o criollos, lo mismo da), en concomitancia con hijos de inmigrantes avecindados en Chile e instalados en organizaciones institucionales, se permita conceder a los habitantes ancestrales de estas tierras un porcentaje de cupos para que participen en el proceso constituyente iniciado a partir del plebiscito de 25 de octubre de 2020. Nos recuerda aquella presuntuosa frase de aquel político inglés (George Canning) llamando al nuevo mundo a iniciar una severa reflexión a partir de las derrotas napoleónicas.
Un Estado, como lo es el chileno, puede, sin lugar a dudas, ofrecer escaños a las comunidades ancestrales para participar en procesos de naturaleza constituyente; pero siempre lo hará desde el punto de vista del dominador, no del hermano, del amigo, del ‘compañero’, del ‘peñi’. Es la prolongación del brazo del patrón que le cede su asiento (que le corresponde por derecho divino) al trabajador. Es el ‘perdonavidas’, oficiando de sacristán.
UNA NUEVA FORMA DE TRATO
La sentencia de la Corte de Apelaciones de Valdivia, por el contrario, al reconocer la existencia de una nación mapuche, abre una nueva forma de trato entre el Estado chileno y los pueblos originarios. Porque, en el lenguaje jurídico, si bien la nación no es sino una vasta comunidad de seres humanos que habita un territorio común, que habla un mismo idioma y participa de idénticas formas culturales sin organizarse en la forma jurídica que lo hacen los pueblos eurocéntricos, le hace sujeto de derechos y obligaciones. Y, lo que es más importante, obliga al Estado chileno a mirarla como tal, como comunidad real, como una estructura social indivisible con la que es necesario discutir y llegar a acuerdos acerca de su forma de relacionarse con el Estado chileno. El trato de subordinación que existía hasta ahora se termina; nace un trato de igualdad, similar al que existe en lo que, en Europa, se denominan ‘países’ dentro de un Estado. Como lo es el ‘País Vasco’, en España, o el ‘País del Loira’ o el ‘País del Languedoc’) en Francia (‘Pays de la Loire’ o ‘Pays du Languedoc’), etc.
La sentencia, a nuestro juicio, pone fin a la relación de subordinación que el Estado chileno ha ejercido durante toda la República sobre los pueblos originarios. De ahí su importancia, su innegable trascendencia. Aunque, en un futuro no muy lejano, la Corte Suprema invalide el fallo, como ha sido a menudo su comportamiento en materias más o menos escabrosas, la palabra está dicha. Y parece difícil una vuelta atrás.
Ello no implica sino que el Estado chileno debe lograr acuerdos con la nación mapuche, que no es un Estado sino un conjunto social asentado en un territorio determinado. Y esto es muy importante. Porque un Estado tiene un representante, no así una nación que puede tener varios. O muchos. Pues todos ellos representan comunidades autónomas diversas. Con ellos ha de dialogar el Estado chileno. De igual a igual. Algo difícil de realizar, pero necesario. Como lo anota un analista en el caso de los ‘samer’ suecos/noruegos/finlandeses/rusos:
“En países altamente desarrollados, la experiencia ha demostrado que se trata de un desafío complejo, pero posible”[5].
DE LAS REIVINDICACIONES ANCESTRALES A LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE
Intentar abolir la sumisión impuesta por los chilenos (y no por los españoles) al pueblo mapuche ha sido una constante en la lucha de los sectores dominados en contra del Estado chileno desde los albores de la República. Por lo mismo, no debe sorprender que, desencadenada la Revolución chilena de 18 de Octubre de 2019, haya ondeado la moderna bandera mapuche en lo alto de la estatua erigida al general Manuel Baquedano, en la Plaza de la Dignidad, ni debe llamar la atención que los sones de la quena y el cultrún resuenen en las calles de la nación exigiendo prestar oídos al clamor de los pueblos ancestrales. No debe sorprender, tampoco, el odio, el rencor y la perversión encarnada en las Fuerzas Especiales reprimiendo ese clamor, incluso recurriendo a falsificar testimonios, documentos e inventar agresiones inexistentes en contra de ellas a fin de justificar sus tropelías. Pero las movilizaciones continuarán, pese a la pandemia y a cualquier otro obstáculo en el futuro. Porque en el empuje de las juventudes que han llevado adelante esta época de cambios trascendentales, está presente el espíritu de nuestros pueblos originarios, su porfía, su tenacidad. Por eso, a muchos de nosotros, no ha dejado de sorprendernos la presencia de Gustavo Gatica en las protestas, mutilado por el gobierno de Sebastián Piñera, marchando junto a los suyos, apoyado en el brazo de su hermano, defendiendo sus derechos que son los de todos nosotros. Un mutilado, un ciego en contra de las huestes represivas. Entonces, las analogías se hacen presentes. Y las asociaciones. Porque cuando este luminoso joven, que entregara sus ojos a la causa popular, vuelve al campo de batalla para incorporarse a las manifestaciones, se nos hace casi imposible dejar de pensar en aquella ‘mecha molida de choclo’, Kalguarengo, el inmortal Galvarino, que, mutilado en los brazos por el dominador español, se hacía presente en las batallas para luchar junto a su pueblo. Y menos imposible pensar que, tal vez, en su fuero interno, nuestro Gustavo pensara al igual que lo hiciera aquel magnifico mapuche:
“[…] Segad esa garganta
siempre sedienta de la sangre vuestra
que no temo la muerte ni me espanta
vuestra amenaza y rigurosa muestra
y la importancia y pérdida no es tanta
que haga falta mi cortada diestra
pues quedan otras muchas esforzadas
que saben gobernar bien las espadas […]”
Porque los ojos de Gustavo, como estrellas en el firmamento, seguirán iluminando, con su resplandor, la causa de los pueblos ancestrales y la de los desposeídos. La causa, en suma, de la Revolución chilena que se iniciara en octubre de 2019.
Santiago, diciembre de 2020
[1] Leal, Cristián: “Corte de Apelaciones de Valdivia reconoce a pueblo mapuche como ‘nación’ en fallo judicial”, Radio Biobío, 26 de diciembre de 2020. Con negrita en el original.
[2] Texto de la sentencia, tomado del art. citado en (1), y publicado por la Radio Biobío el 26 de diciembre de 2020. La negrita es nuestra.
[3] Id. (2), la negrita es nuestra.
[4] Ancalao Gavilán, Diego: “El miedo a los constituyentes indígenas”, ‘El Mostrador’, 20 de noviembre de 2020.
[5] Cruz, José Migual: “No basta con el reconocimiento cultural”, ‘El Mostrador’, 31 de octubre de 2020.
MANUEL ACUÑA ASENJO