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Casa de remolienda 

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(Homenaje a Alejandro Sieveking (1934-2020) autor de “La remolienda”)

Se equivocan quienes piensan que una casa de remolienda o de huifas, es un lugar donde todo se permite. Ahí se cree, que reina la licencia, el desorden y la extrema permisividad. Examinemos el tema. En nuestra jerga popular, se designa así al burdel. Negocio dirigido por una señora, llamada tía, madame o cabrona, quien en otra época, ejerció la prostitución. Ahora, rumbo a la vejez, aspira a vivir del producto de una actividad, que muy bien conoce, cuya existencia cruza la historia de la humanidad.

En todas las culturas, al menos en las conocidas, los lupanares son sitios de encuentro social. En las pequeñas ciudades de Chile, ahí se realizan negocios, cumpleaños y se eligen los candidatos a alcalde. Nada sujeto a la anarquía, pues el lugar, posee atributos de santuario.

La dueña, instalada en el salón, se preocupa de la música, del oportuno suministro de los licores y bebidas, vertidos en poncheras de loza inglesa y del suministro de las alcobas, donde se concurre a recrear el clandestino amor. Si seguimos este análisis, la expresión vulgar de casa de huifas o remolienda, a menudo, se asimila al lugar donde funciona un gobierno.

Ahí, nadie gobierna o alguien cree que gobierna. O todos gobiernan. Los servicios domésticos andan al tuntún o como las huifas. Nadie barre, más bien mete la basura debajo de la alfombra, ni sirve de comer, ni menos lava la vajilla. También se utiliza el término casa de pensiones, por tratarse de una expresión tolerable al oído de la gente bien.

A cuidar el lenguaje y las buenas costumbres, aun cuando estemos algo amordazados. Aceptemos que casa de huifas, remolienda y de pensiones, son sinónimos. Hay matices, como suele ser la vida y los ejemplos abundan. Ahora, donde se gobierna, rige el absoluto desmadre, la improvisación, acompañados de zancadillas, patadas, empujones y aserruchadas de piso.

Si observamos la conducta de “nuestro gobierno” —en comillas por razones de pudor— encaja a la perfección, en lo que entendemos por casa de huifas. No es justo extremar las similitudes, cuando no son claras. En esta materia, la cautela debe sujetarle la lengua al cronista, acostumbrado a exagerar. Ahí, impera el extremo desorden, las caídas de ministros, bedeles, orejeros y equilibristas, en una suerte de estampida. Nadie confía en nadie y quien dirige, parece no dirigir y como piensa que dirige, la cristalería se derrumba al paso de los elefantes.

Al comienzo, este gobierno, elegido en su mayoría por borregos y el brazo armado de la SOFOFA, se veía ansioso por engullir la torta de milhojas del estado. Recompensa, por defender a la oligarquía de los patipelados, olor a sobacos. Por prudencia, pensaban dejar las migajas a la plebe. Sin embargo, a poco andar, se les abrió el apetito y se manducaron hasta los adornos de mazapán.

Al cabo de meses, semejante voracidad de termitas, dio origen al descontento popular. Las manifestaciones de repudio, alcanzaron su mayor expresión, el 18 de octubre de 2019. Como réplica al sismo de aquella fecha, donde fue cuestionado el sistema político-capitalista-neoliberal, el día 25 de octubre del 2020, el plebiscito, barrió los restos del oasis. Quedó sepultado bajo la arena. La escenografía, hecha con cartón de piedra, y a la diabla pintada a brochazos, se desintegró, terminando en las cloacas.

Ahí, la casa de huifas, remolienda o pensión, demostró su lacerante desnudez. Apresurados, los sectores afines a su conducción, corrían despavoridos, para vestirla con harapos y cubrir con gangochos, las desnudas paredes del escenario.

Es demasiado tarde y la noche, extiende su manto de silencio. Las luces de neón que alumbraron la casa de huifas, remolienda, pensión o como usted quiera llamarla, se empiezan a apagar. Desencantada la clientela por tantas improvisaciones y desatinos, se dispersa. Concluye la música y la desconsolada madame, decide cerrar el negocio, mientras piensa dedicarse a otro oficio. No por falta de feligreses y borregos, sino porque la esquiva oportunidad, ha perdido embrujo.

 

Por Walter Garib

 

Escritor y cronista

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