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Columnistas

Telescopio: ¿Por dónde andan los infiltrados?

Tiempo de lectura aprox: 6 minutos, 43 segundos

En lejanos tiempos, alguna vez militando en una de esas juventudes políticas de antaño, en más de una ocasión me tocó asistir a esos famosos Cursos de Cuadros. Los cursos contenían tanto materias de teoría, como también aspectos prácticos. Uno de estos últimos era de gran importancia: cómo reconocer a los agentes provocadores, especialmente en manifestaciones callejeras. “Siempre seguir las instrucciones de nuestros dirigentes” era una de las premisas básicas, para luego agregar: “Desconfiar de todos aquellos que le ‘echan carbón’ a los manifestantes, con el propósito de desviarlo de sus objetivos”. Por cierto, el instructor se refería a aquellos que, en medio del fragor y de la adrenalina estimulada en los jóvenes estudiantes de entonces, promovían acciones que parecían más atrevidas y audaces. Tales acciones podían incluir la quema de algún auto estacionado en la calle, la destrucción de los vidrios de una micro—no importaba que los pasajeros estuvieran dentro—ataques a kioscos o a vitrinas de algún negocio.

En seguida nuestro instructor lanzaba su pregunta: “¿Ayuda eso compañeros?” Nuestros rostros de juveniles militantes parecían dudar un poco. Vaya que todo ese jaleo podía ser muy excitante, además, quién, en su juventud,  no se ha dejado llevar alguna vez por un súbito arranque destructivo. A veces nuestros propios pupitres en el liceo “pagaban el pato” de esos desahogos adrenalínicos.

“Eso no ayuda compañeros” (esta frase sería luego usada, un poco con ironía, como parte de una in-house joke repetidas muchas veces, especialmente cuando ya habíamos dejado la organización), pero era la respuesta correcta. Las razones eran explicadas en detalle, pero recuerdo aquí los puntos básicos—y que siguen teniendo vigencia, quizás más que nunca—la dosis de agresividad en las manifestaciones debía ser dosificada: suficientemente firme y sobre todo masiva, como para tener un impacto, ya fuera en el gobierno, los patrones, los jefes contra los que se protestaba, y—muy importante—la opinión pública. Menos de eso hacía la protesta irrelevante (“había cuatro gatos” se decía), pero más de eso, sobre todo algunas acciones violentas, podía traer efectos muy negativos: dar pretexto para una represión que podía golpear duro y dañar a nuestras organizaciones. Acciones destructivas como asaltos a negocios eran típicamente rechazadas: “destruir las fuentes laborales sólo hace que los afectados—los empleados de los negocios que pierden sus trabajos—se vuelvan contra nosotros”, decía nuestro instructor.

Señalo todo esto a la luz de las revelaciones de ese carabinero infiltrado en manifestaciones en Lo Hermida, en la comuna de Peñalolén, los recientes hechos del 18 de octubre y el infiltrado de la Armada en los grupos que se enfrentaban con los carabineros, más las muchas escaramuzas que han tenido lugar principalmente en Santiago pero también en otras ciudades. Esto indicaría que ha llegado el momento de prestar seria atención a la violencia irracional en muchas de las manifestaciones callejeras. ¡Ah! Y por si alguien piensa que a los infiltrados se les puede reconocer por su corte de pelo o por vestir cierto tipo de bota o zapatilla, el asunto es un poco más complejo que eso.

Es cierto que un querido sacerdote recientemente fallecido, el Padre Mariano Puga, habría dicho en un momento que “el pueblo tiene derecho a destruirlo todo…” o algo así. Como a veces sucede con expresiones un tanto llamativas, no sé si esas palabras fueron sacadas de contexto—excusa que también sirve para desdecirse más sutilmente—pero aun en el caso que el Padre Puga lo haya dicho así y con esa intencionalidad aparente, vale recordar que en la institución a la cual él pertenecía el único que puede emitir opiniones infalibles (y en materias de doctrina) es el Papa. Ergo, y con todo respeto a su memoria, el Padre Puga, si dijo eso, estuvo profundamente errado (errorem principiis iuris naturalis). Nadie tiene derecho a destruir cosa alguna así porque sí. En pleno levantamiento revolucionario, cuando los bolcheviques se toman por asalto el Palacio de Invierno, hasta ese momento asiento del gobierno y antigua residencia zarista en Petrogrado, los revolucionarios tienen especial cuidado en que no se destruyan ni obras de arte ni se dañe las instalaciones del lujoso edificio. Era, después de todo, algo que sería patrimonio del pueblo.

Ni siquiera elementos que pueden ser símbolos de la riqueza de la clase dominante merecen ser destruidos. Los revolucionarios rusos fueron muy cuidadosos en eso. Una tradición que se ha mantenido en otros procesos. Las excepciones habrían sido los arranques destructores por parte de los jovencitos chinos enrolados como Guardias Rojos durante la llamada Gran Revolución Cultural Proletaria—en verdad una mera lucha de poder entre Mao y sus adversarios—y la rabiosa inquina de Pol Pot y su Khmer Rouge contra las ciudades. Como se sabe, éstas sufrieron destrucción y deterioro en ese período, incluyendo monumentos de la antigua civilización khmer. La norma, sin embargo, ha sido la de proteger y salvaguardar aquello que tiene un valor histórico patrimonial, o una utilidad para el pueblo, ello puede incluir desde obras de arte, edificios y monumentos públicos, a implementos meramente utilitarios como edificios, semáforos o medios de transporte. Y si uno se pregunta por qué, bueno, simplemente porque eso es lo racional a hacer. No vale mucho la excusa de que en tiempos revueltos muchas cosas se hacen impulsivamente—lo que es cierto—pero es ahí donde debe haber una conducción que le otorgue racionalidad a los procesos políticos.

¡Ah! Se me dirá de inmediato: pero ahí está el problema. El estallido social en Chile no tiene una conducción. Hubo un amago de “organización paraguas” en lo que se llamó la Mesa de Unidad Social, pero aparentemente ese organismo hoy está difunto o al menos inactivo. Lo cierto es que cada llamado a salir a la calle es hecho de un modo muy espontáneo, aprovechando el instrumento de las redes sociales, y en su intento por distanciarse de todo lo que semeje partido o movimiento político establecido—por muy izquierdista que sea—los que tienen control de al menos la parte más “caliente” de la confrontación, no admiten banderas ni pancartas de partidos o sindicatos. Pero—¡vaya vaya!— este pasado 18 de octubre las banderas de las llamadas barras bravas sí que fueron admitidas, esto es, las de esas mismas patotas  que han desfigurado la que en un momento pasado fue una fiesta familiar, como era un partido de fútbol, transformándolo en un escenario para desmanes y agresiones en las tribunas.

Por cierto, no hay duda que la represión que las fuerzas policiales han desatado sobre las manifestaciones, muchas veces “al voleo” causando graves daños a legítimos manifestantes, ha tenido un rol muy importante en la escalada de violencia. Por otro lado—y esto es sospechoso—los carabineros nunca parecen estar en el lugar donde los desmanes se están cometiendo. Parece claro, por las escenas de la televisión, que la policía no estaba ni cerca de la turba que incendió la iglesia de la Asunción. Los tipos incluso celebraban y saltaban regocijados, mientras la torre caía sin que se viera a un carabinero cerca. Eso conduce a su vez a que muchas veces los detenidos no sean los que realmente estaban en el lugar de los hechos, ni mucho menos culpables de los desmanes. Y por cierto, también conduce a otra conclusión muy inquietante: los que quemaron la iglesia así como los que efectuaron otros desmanes y saqueos en el barrio, parecen ser individuos conocidos de la policía, gente ligada al narcotráfico, algunos probablemente armados, peligrosos en otras palabras, y los carabineros estarían dejándolos actuar. Por cierto una perspectiva muy inquietante porque indicaría un alto grado de degradación policial, como se ha visto en países como México, por ejemplo, cuando esos estudiantes de Ayotzinapa en 2014, fueron detenidos por una fuerza policial y esa misma fuerza se los encargó a una banda de narcos para que los liquidaran. Un trabajo de cooperación policía-narco. ¿Estará ocurriendo algo así en Chile?  ¿Dejar actuar a las “barras bravas” controladas por el narcotráfico, mientras en cambio se reprime a los manifestantes legítimos? Y por cierto, de paso ¿Reforzar la imagen de un caos que los medios de comunicación, disciplinadamente, achacan a “manifestantes” en general? Lo que a su vez se inserta en el período inmediato al plebiscito en que la derecha más reaccionaria siente que su opción está perdida y por tanto está también dispuesta a cualquier cosa. La violencia irracional juega a su favor en ese contexto, no para frenar el que parece inevitable triunfo de la opción Apruebo, sino más bien para crear un clima de terror que resulte en que cuando se elijan los convencionales, esa derecha alcance una representatividad que impida redactar la constitución que las grandes mayorías desearían.

En estas difíciles circunstancias, por cierto que el panorama se ve confuso y las señales de los diversos actores sociales parecen contradictorias. Es por eso mismo que en las filas de la izquierda es necesario hacer claridad y, sobre todo, reivindicar las recomendaciones de los pensadores marxistas que siempre enfatizaron el análisis racional de la realidad, por sobre los arranques impulsivos y meramente emocionales que no diferenciaban entre “los deseos y la realidad”.

Volviendo a esos instantes de viejas confrontaciones callejeras, en otro contexto por cierto. Entonces, hacia finales de los años 60, muchos pensamos en un momento que una confrontación violenta, más concretamente armada, era inevitable. La meta entonces sería una revolución que a su vez condujera a la construcción de una sociedad socialista. El triunfo de Allende en un primer instante pareció desmarcar a quienes apostaban por ese camino; para luego venir a confirmar las predicciones que la clase dominante y el imperialismo no dejarían el camino abierto tan fácilmente. Muchas de esas escaramuzas callejeras de entonces eran como un ensayo práctico para esa visión. Probablemente, cuando lo vemos ahora con el beneficio del tiempo, un pensamiento muy ingenuo: “agarrarse” a pedradas con los pacos en la calle no es lo mismo que enfrentar a una fuerza armada desplegando todo su poder represor y asesino, como lo demostró la dictadura militar.

Las actuales circunstancias a su vez son muy diferentes: el estallido social es precisamente eso, una expresión un tanto inorgánica de rabia contenida, que se desarrolla de modos imprevistos, pero que no tiene clara conducción y cuyos objetivos—gústenos o no—al final son canalizados por la misma clase política que ese estallido pareciera repudiar. Es una revuelta popular, sí, pero no una revolución.

Para darle contenido a este proceso entonces, es necesario repensarlo y sobre todo, intentar restaurar un sentido de racionalidad tanto en su desarrollo como en sus objetivos. Los infiltrados, sean policías, militares o lumpen, son una señal preocupante que nos debe obligar a reflexionar sobre sus alcances: a diferencia de los años 60 y 70 la meta es más modesta, no se trata de la revolución socialista sino simplemente de introducir medidas que desalojen el modelo neoliberal del orden económico y político chileno. Sin embargo, aun cuando las metas no exceden el marco democrático burgués, ellas aun despiertan una feroz oposición de parte dela derecha y el empresariado chileno.

Conscientes de esta situación y sus limitantes, las fuerzas políticas que en Chile quieren implementar esas transformaciones deben entonces, de manera seria, analizar los métodos del estallido, porque si de construir amplias mayorías se trata, el incendio de iglesias, el saqueo a locales comerciales, y en general ese clima de incertidumbre que afecta principalmente a trabajadores y a pequeñas y medianas empresas, no favorece los cambios.   Por eso no me sorprende que una buena amiga, antigua compañera de la universidad—cuyas credenciales de izquierda no cuestiono—esté hastiada de que, en nombre del cambio social, algunos infiltrados y ciertamente también unos cuantos desubicados, llevados por el llamado de provocadores, crean que el enemigo es el pequeño boliche o el semáforo de la esquina. Y en esto, las palabras del instructor de educación política de antaño siguen resonando con mucha vigencia: “Eso no ayuda compañeros”.

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

 

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