Crónicas de un país anormal

La casta de mercaderes descrita por los intelectuales renegados de la aristocracia

Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 38 segundos

Creo haber desmitificado suficientemente el famoso dicho “Chile es un país pobre, pero honrado”. Mi artículo, Corrupción y poder demuestra que este país no fue ni pobre ni honrado, al menos en dos períodos de nuestra historia: de 1891 a 1925 y de 1973 hasta nuestros días. Me propongo explorar el tema de la corrupción a partir de las visiones de periodistas, columnistas y escritores. Para mí, la crónica es una forma mucho más rica para conocer el pasado que los mamotretos de los archiveros, pues tiene el gusto de la pluma neurótica que introduce, como el cirujano, el bisturí en los males de la época. He elegido a tres aristócratas que, en diversas crónicas y novelas dibujaron, cruelmente, a personajes de ficción que representaban a la casta política de la época.

 

En La casa vieja, de Orrego Luco, uno de los personajes principales es el senador Jacinto Peñalver; en su juventud había descubierto minerales de cobre, producto de los cuales había enriquecido, pero en juergas, banquetes y fiestocas terminó arruinado. Ya viejo, buscó la forma de seguir manteniendo su tren de vida, ahora en la política; ¿de qué vivía el senador Peñalver? ¿Con qué recursos contaba? En ese tiempo no existía la dieta parlamentaria. Como el misterio era tan difícil de develar – como el de la Santísima Trinidad – había que conformarse con las declaraciones del parlamentario: “yo vivo lo mejor posible y con el menor esfuerzo, vivo sobre el país”. Declaraciones como esta sobran en la literatura de la época; un político fracasado declaraba que, si hubiera contraído matrimonio con una mujer rica, sería presidente de la República, y de otro los Diarios decían que sus únicos vicios consistían en la Bolsa de comercio y la política; presumiblemente, este prohombre era Juan Luis Sanfuentes.

 

Joaquín Edwards Bello era mucho más implacable con los políticos de la época: el diputado Pantaleón Madroño, un beato y conservador, de doble vida que en la mañana rezaba y en la noche jugaba a las cartas, era el líder del boliche regentado por los militantes del Partido Demócrata y sus salas de juego estaban presididas por un gran retrato del presidente mártir, José Manuel Balmaceda; era como un homenaje que el vicio rendía a la virtud; creo que esta conducta se llama hipocresía. La habilidad de don Pantaleón consistía en la obstrucción parlamentaria, que impedía cualquier proyecto de bien público que afectara sus intereses y, sobre todo, que le obstaculizara el reparto de los cargos fiscales. Cualquier similitud con temas de actualidad es mera coincidencia.

 

Los operadores políticos son más viejos que el hilo negro: Fernando, un personaje de la novela El roto, era un cacique que gozaba de la amistad de don Pantaleón, quien lo utilizaba para acciones sucias contra garitos de la competencia; mientras el operador escondía sus crímenes escudado en el poder de su mentor, todo marchaba bien, pero apenas era descubierto por algún periodista, no tenía más destino que la cárcel. ni siquiera los curas se salvaban de nuestro novelista: el padre Correa, pastor de vacas gordas, que se dedicaba a confesar a las mujeres oligarcas se diferenciaba, radicalmente, de los pocos curas que servían a los pobres. Ustedes se preguntarán cómo reaccionó la oligarquía frente a estos intelectuales que develaron sus vicios: les quitaron el saludo y los condenaron en los Diarios.




 

 

Hay un hilo común entre estas dos castas – la de la República parlamentaria y la actual – es el vivir a costa del Estado; ambas gozaron de un monoproducto ganancioso, el salitre en la primera y el cobre en la segunda, pero, a la vez, son diferentes, pues la oligarquía vivía del ocio, la especulación y el abolengo, mientras que la actual- la casta neoliberal – vive de la política y del lobby: pasa fácilmente de la empresa privada a la estatal. Claro que hoy no hay escritores del calado de Edwards Bello.

 

El tercer aristócrata, traidor a su clase –según los Diarios de la época – era el poeta Vicente Huidobro, malogrado candidato presidencial, en 1925. En su Balance patriótico diferenciaba los apellidos bancosos de los vinosos: los primeros estaban completamente corrompidos y, los    segundos, tenían algún sentido de dignidad. En su periódico Acción publica Un informe reservado, el tribunal de conciencia de gestores administrativos y de políticos peligrosos, lo que equivale a una cueva de “Alí Baba  y los cuarenta ladrones”. El poeta recibió una pateadura de padre y señor mío.

 

El diario El ferrocarril relataba una de las tantas sesiones nocturnas de la Cámara de diputados en tono satírico: “…algunos diputados duermen, dando ruidosos ronquidos; otros llaman sin cesar a los oficiales de la Sala, pidiendo Wisky con soda, jerez con apollinaire , coñac con panimávida. Las interrupciones se cambian a cada instante entre los que se conservan despiertos. Algunos ríen a carcajadas por cualquier motivo. De repente, llegan tres diputados a la sala, haciendo curvas y equis con lamentable dificultad” (Vial, tomoII, 1987:603).

 

En 1920, los jóvenes de la Federación de estudiantes de Chile (FECH), confeccionaron una lista, parecida a la Huibobro, que no dejaba a político con cabeza. El Mop-Gate no es nada nuevo en nuestra historia: a comienzos del siglo XIX existía, nada menos, que la Sociedad de obras públicas, presidida por el hermano de don Arturo Alessadri, José Pedro, aquel que le da el nombre a la calle Macul, empresa que, lógicamente, ganaba todas las licitaciones. Usted se extraña de las empresas falsas – entre otras Publicam – si en 1904 existían miles de estas en las salitreras, bolivianas, y otras que, para más remate, se transaban en la bolsa, haciendo millonarios a los poseedores de los papeles de estas empresas; cuando se descubrió el pastel, todos se arruinaron, pero existían los bancos, que eran protegidos por los ex presidentes; el caso más conocido es el de Germán Riesco, que abogó ante el presidente Ramón Barros Luco para la salvación, con dinero del Estado, de un banco arruinado. Como podrá comprobar el lector, lo de la deuda subordinada no es nada nuevo.

 

Aquí termino esta historia remitiendo al lector a algunos libros que inspiraron este Artículo: Luis Barros y Ximena Vergara, El modo de ser aristocrático; Joaquín Edwrds Bello, El roto y Antología de familia; Luis Orrego Luco, La casa grande, y Mario Góngora, Ensayo histórico sobre la noción de Estado, siglo XIX y XX.

 

Rafael Luis Gumucio Rivas

13 -10 –2020

 



Related Posts

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *