Telescopio: 50 años, doble distancia
Tiempo de lectura aprox: 8 minutos, 4 segundos
Como muchos que tuvimos que dejar Chile a raíz del golpe militar de 1973, y que por diversas circunstancias terminamos haciendo que nuestro hogar fuera el nuevo país que nos recibió, el 50º aniversario del triunfo de Salvador Allende nos sorprende en una doble distancia. Por un lado, la distancia temporal: medio siglo de ese suceso. Por otro, la distancia física, estando lejos del país que vibró con ansias de “futuro esplendor” ese 4 de septiembre de 1970, iniciando un proceso que terminaría en tragedia tres años más tarde.
A muchos de mi generación, sin duda, este aniversario nos toca de un modo muy personal: fuimos, en diverso grado, participantes activos de ese momento histórico de Chile, los años de la Unidad Popular. Un período que la mayoría de los chilenos de hoy no vivió, y al que sólo puede acceder por los muchos libros y crónicas, documentales y reportajes, y—por cierto—los relatos de padres y abuelos que lo vivieron.
Mirado desde la distancia del tiempo, el período de la UP adquiere aristas que van desde lo ingenuo que parecía nuestro proyecto, a lo audaz y atrevido de sus alcances. “Porque esta vez no se trata, de cambiar un presidente…”—decía una de las tantas canciones creadas al calor de esos días—en efecto, se trataba nada menos que de echar las bases para un Chile socialista. Eso en medio de la Guerra Fría, en desafío al poderoso imperio que dominaba nuestro continente. Una tarea de dimensiones épicas.
La distancia geográfica por otro lado me permite también calibrar las perspectivas y resonancia que la experiencia de la UP podía haber tenido, tanto en el plano continental, como incluso más allá, como rediseño de una estrategia para obtener el poder y construir el socialismo. El análisis marxista del rol de las fuerzas armadas, en tanto guardianas del orden capitalista, se veía confirmado en el levantamiento que culminó en la dictadura de Augusto Pinochet. Todo acaeció tal cual anticipaban los manuales: la vía electoral y la utilización de los medios constitucionales y legales de la llamada democracia burguesa, llegaron a sus límites. Apenas la amenaza a su poder creció en intensidad, las clases dominantes, con apoyo exterior, patearon el tablero. Leyes, constitución y estado de derecho fueron a parar al tacho de la basura, sin mayores miramientos.
Sin embargo, ese mismo axioma del marxismo respecto de los militares, se contradice con un proceso venezolano que avanza—pese a las dificultades que tiene que confrontar—con el importante concurso y apoyo de las fuerzas armadas. Por lo menos en este caso, la vía electoral—hasta ahora—ha funcionado, porque claro, el poder de las armas está de lado de quienes impulsan el cambio social y revolucionario. Lo que obviamente no sucedió en nuestro caso. Excepto honrosos ejemplos, estrictamente individuales, las fuerzas armadas chilenas se plegaron de manera prácticamente unánime al levantamiento contra el presidente constitucional.
Mirado también desde la distancia geográfica, el proceso de la UP en Chile, un país pequeño y de poca significación en la arena mundial, pudo, no obstante, haber tenido un importante impacto en la concepción de los procesos socialistas de entonces. Básicamente, la idea de un proceso conducido en un ambiente de pluralismo político—aunque en mi opinión, en algún momento tendría que haber reprimido, y fuertemente, a los grupos fascistoides, para poder sofocar los focos de violencia—bien pudo haber prosperado en Chile, y de paso hubiera podido influir para que en el entonces llamado socialismo real, se abrieran también algunas compuertas permitiendo un pluralismo que, a lo mejor, podría haber evitado el colapso estrepitoso que sufrió unos pocos años más tarde.
El socialismo a la chilena, “con vino tinto y empanadas” como se lo caracterizaba en un simpático modo folklórico, en verdad tenía fundamentos en la experiencia histórica del país. El triunfo de ese 4 de septiembre era la culminación de un largo proceso de acumulación de fuerza de la Izquierda y en general, de procesos de cambio social en que incluso habían tenido un rol importante protagonistas inesperados: los movimientos insurreccionales del siglo 19 protagonizados principalmente por intelectuales provenientes de la burguesía, los militares que con su “ruido de sables” en 1924 plantean una modernización de la república, y por cierto, el levantamiento—también con liderazgo militar—que lleva a la instalación de la República Socialista de los 12 días, en 1932. Todo eso cristalizado luego en el accionar de los partidos de la Izquierda a través de todo el siglo 20 hasta el momento de concretar ese fortalecimiento orgánico en la formación de la coalición de Unidad Popular en 1969, que conquista la victoria electoral al año siguiente.
Ciertamente, el recuerdo de esa noche del triunfo de la UP, el 4 de septiembre de 1970, está inseparablemente unido al discurso y a la presencia icónica de Salvador Allende, el presidente electo esa noche. Un discurso inolvidable, en el triunfo; como también inolvidable aquel otro, en el dolor de la derrota el 11 de septiembre de 1973. Curiosamente—como bien se sabe—Allende no las tuvo fácil para ser el candidato de la Izquierda para las elecciones de 1970. La agudización de las luchas populares en América Latina, el impacto que tenía la Revolución Cubana, el ejemplo de Che Guevara que en 1967 había caído herido en combate en Bolivia y luego asesinado, eran hechos que hacia fines de la década de los 60 adquirían un enorme significado político, era la “hora de los hornos” como se titulara una película emblemática de esos años. Chile, una suerte de burbuja democrática en medio de un continente marcado por golpes de estado y regímenes represivos, tampoco escapaba a la creciente percepción por parte de sectores de la Izquierda, de que tarde o temprano el tiempo del voto tendría que dar lugar a un nuevo tiempo: el de la lucha armada.
El propio Partido Socialista, el partido de Allende, veía el proceso político tradicional, basado en elecciones, con creciente escepticismo. En la entonces amplia esfera pública de la Izquierda, había muchos que enmarcaban la elección presidencial de 1970 en dos posibles escenarios que, a su vez, desatarían la necesidad de recurrir a otros medios: si se veía que el candidato de la UP iba ganando esa noche, se montaría un fraude para arrebatarle la victoria; o si se permitía esa victoria, habría un golpe de estado que impediría que un presidente de Izquierda asumiera el cargo.
Pero llegó 1970 y los partidos de la Izquierda, incluyendo al Partido Socialista, hicieron también sus preparativos electorales. El PS sin embargo, estuvo a punto de descartar la candidatura de Allende. En el comité central socialista había en 1969 más apoyo para que el pre-candidato (el candidato dela UP se decidiría en una reunión de los partidos integrantes de la coalición) fuera Aniceto Rodríguez, en ese momento secretario general del PS.
Algunos también sumaban otros argumentos para descartar la figura de Allende: ya sería su cuarto intento, “no puede ganar” decían algunos, otros argumentaban que su tiempo había pasado y que debiera apostarse por un líder más joven (Allende a ese momento tenía 61 años). Irónicamente, lo que hubiera sido un argumento muy de peso—al menos en la mentalidad de ese tiempo en que la salud del candidato podía ser determinante—todo el mundo ignoraba, excepto por unos pocos amigos cercanos, que Allende entonces había tenido dos infartos cardíacos, aunque no de mayores efectos.
En 1958 y 1964, la postulación de Allende, en tanto líder indiscutido de la Izquierda, no había sido cuestionada (el tristemente célebre Antonio Zamorano—el “Cura de Catapilco”—que en 1957 había sido elegido diputado como “izquierdista” intentó darse ínfulas para ser abanderado, al final sólo fue un peón de la derecha facilitando el triunfo de Jorge Alessandri en 1958). En 1964 hubo tentativas de un candidato que fuera “puente de plata” que facilitara la unidad entre la Izquierda y la Democracia Cristiana, el que se ofrecía era Baltazar Castro. En la época de la UP éste también se iría con la Derecha).
Para las elecciones de 1970, en cambio, cada partido integrante de la coalición de Unidad Popular presentó a sus respectivas cartas presidenciales. Y a excepción del Partido Comunista que levantó la figura del poeta Pablo Neruda, pero de partida como una postulación simbólica, todas las demás agrupaciones y sus abanderados podían, legítimamente, aspirar a representar a la Izquierda. El Partido Radical presentó a Alberto Baltra, economista, profesor universitario. Cercano al PC, había presidido el Instituto Chileno-Soviético de Cultura y en una inusual postura, en 1961 cuando se construyó el Muro de Berlín, había hecho una articulada justificación de la movida. La Acción Popular Independiente (API), levantó la postulación del senador Rafael Tarud, un hombre que había emergido en la vida política durante la administración de Carlos Ibáñez. Siempre situado en una consecuente postura izquierdista, Tarud también tenía pergaminos para ser el abanderado, aunque su partido era muy pequeño. El MAPU, partido que había surgido de una escisión de la Democracia Cristiana, presentó a Jacques Chonchol, quien había presidido el proceso de reforma agraria del gobierno de Frei Montalva. A ellos, por cierto, se sumaría la carta socialista, el probado líder de previas contiendas: Salvador Allende.
Entre las muchas versiones que circularon sobre el hecho que en lugar de Rodríguez, que tenía mayoría en el comité central, al final el PS se inclinara por Allende, se cuenta que el rol del PC habría sido determinante. De manera oficiosa, los comunistas—tradicionalmente comprometidos a priorizar la alianza socialista-comunista—en esa ocasión habrían hecho ver a sus socios que en el caso que Allende no fuera el pre-candidato, ellos no se sentían obligados a ese compromiso no-escrito, y en cambio podrían estar abiertos a otras postulaciones. Los comunistas veían con buenos ojos a Baltra y a Tarud. Ante ese franco mensaje, los socialistas habrían optado por renovar su confianza en Allende.
Visto con la perspectiva del tiempo, la opción de Baltra podría haberle traído un muy mal sabor al PC. Los más viejos entonces, recordaban lo que había ocurrido la última vez que los comunistas habían apoyado a un radical, también entonces con un discurso muy izquierdista: Gabriel González Videla. Y aquellas suspicacias podrían haberse visto confirmadas: a medio camino en el gobierno de Allende, Baltra y otros miembros de su partido adoptaron una posición crítica para finalmente apartarse del gobierno.
No recuerdo exactamente la ocasión, pero me parece que en una entrevista, siendo ya presidente, Allende se refirió a la eventualidad que no hubiera sido el candidato. Su respuesta fue escueta: terminar su mandato senatorial, dedicarse a su familia y probablemente escribir sus memorias. Vista la trayectoria de Allende como líder y su conducta ética, ahora con el paso del tiempo, lo que sí uno puede adelantar es lo que él no hubiera hecho: de ningún modo hubiera perjudicado la decisión que la UP hubiera tomado, mucho menos hubiera insistido en montar su propia postulación dividiendo a la Izquierda. Su vocación fue siempre unitaria.
Ahora a 50 años de aquel emblemático momento en que, como tantos otros chilenos, fui a votar por Allende, vuelven a mi memoria esas horas, esperando el resultado. Por otro lado—la verdad sea dicha—también con muchas aprensiones sobre si esa victoria podría concretarse. Recuerdo conversaciones con compañeros de esos tiempos, todos compartiendo nuestros temores en medio de un ambiente cargado por incertidumbres y rumores conspirativos: los nerviosos 60 días entre la elección y la toma del mando el 3 de noviembre. En medio de esa espera, el asesinato del general René Schneider, las negociaciones en vistas a la decisión que el Congreso Pleno debía tomar cuando ninguno de los candidatos obtenía la mayoría de los sufragios, la ratificación de la elección de Allende por el Congreso Pleno con los votos de la DC y—suspiro de alivio entonces—la toma del mando y el inicio de ese período de sueño y esperanzas. En lo personal, y en esto seguramente muchos coincidirán conmigo, uno de los tiempos más felices de nuestras entonces jóvenes existencias. Aunque también llenos de contradictorias emociones y exigencias.
Una época en que nuestras horas de sueño eran limitadas: había mucho que hacer, además de nuestro trabajo, todo lo que demandaba nuestra militancia y las cada vez más complejas tareas impuestas por las tensiones políticas que aumentaban. De las muchas experiencias de ese tiempo hay una que rescato, tanto por su significado político como por su lado humano. Siendo mi formación profesional en el campo de la educación, como profesor de filosofía, recuerdo haber ido a dar clases nada menos que de materialismo dialéctico a un grupo de mujeres agrupadas en centros de madres de la entonces comuna de Barrancas. Ahí llegábamos un grupo de jóvenes instructores en unos jeeps de fabricación soviética, en medio del tierral o del barro. Los cursos de educación política eran complementarios a aquellos que tenían una aplicación más práctica y eran parte de lo que entonces entregaba el organismo estatal que coordinaba los centros de madres, presidido por la primera dama Doña Tencha, y cuya directora ejecutiva era Celsa Parrau. ¿Cómo “aterrizar” esos conceptos aparentemente complejos del pensamiento marxista a señoras que en muchos casos apenas habían finalizado la escuela básica? Saul Schkolnik, arquitecto y profesor de filosofía en el Pedagógico nos sugirió una metodología basada en las ideas de Paulo Freire: partíamos simplemente preguntando a las señoras por la idea de “cambio” en su vida cotidiana y a partir de allí, esas aparentemente complicadas nociones eran fácilmente comprendidas por nuestras alumnas pobladoras.
Una mirada nostálgica, en el verdadero sentido del término (“mirar a casa con dolor”), surge pues de manera espontánea en estos días, a 50 años de esa gran aventura de final doloroso. Pero eso sí, como nuestro pueblo con su chispa a veces nos dice “nadie nos quita lo bailado”, igualmente, nadie nos quita esos bellos instantes en que quisimos conquistar el cielo. Ahora, como el propio Allende señalara, otras hombres (y mujeres, por cierto) empiezan a recorrer el camino que nos lleve a la conquista, no del cielo, sino que de lo que los trabajadores y la gente humilde y los jóvenes soñadores se merecen: una sociedad justa, como la que entonces se quiso construir.
Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)