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A 80 años de la muerte de Trotsky: revolución permanente contra terraplanismo frentepopulista

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El terraplanismo es una teoría que sostiene que nuestro planeta no es un esferoide que se desplaza en el espacio, como sabemos desde Pitágoras, siglo II A.C., sino que sería en realidad un disco suspendido en el vacío en cuyo perímetro se encontraría una muralla de hielo. El sol y la luna se movilizarían bajo una bóveda oscura, decorada por estrellas. Para los creyentes de esta teoría toda la evidencia científica y su validación empírica, serían una conspiración de los poderosos. Sus propios conceptos serían una expresión del libre pensamiento, una liberación de la «religión de la ciencia» por la cordura.

Citamos esta rareza anticientífica, porque creemos que a 80 años del asesinato de León Trotsky, el último de los grandes clásicos del marxismo a manos de la contrarrevolución estalinista, el marxismo revolucionario que se sustenta en la Teoría de la Revolución Permanente ha confirmado demoledoramente su carácter científico. Porque mientras el orden capitalista se hunde a escala mundial, ante nuestros ojos, los demócratas burgueses, los liberales y sus adláteres, los reformistas y sustentadores del frentepopulismo, siguen aferrados al régimen burgués y ello sólo pueden hacerlo desafiando el pensamiento científico y su validación empírica del marxismo. En efecto, desde 1940 hasta el día de hoy, los conceptos y categorías de Trotsky sobre la inviabilidad capitalista y la necesidad de una revolución socialista mundial, no han hecho sino validarse.

Creer hoy en la democracia burguesa, sustentada en la propiedad privada de los medios de producción y plantear que la tarea política de los socialistas es ir -como les gusta decir- «corriendo el cerco», «acumulando fuerzas» en la institucionalidad patronal y desafiando al «neoliberalismo», es una forma en realidad demencial de terraplanismo político. Particularmente las concepciones reformistas y su sustrato político frentepopulista han quedado hoy, en medio de la pandemia del COVID-19, en el año 2020, reducidas a una antigualla excéntrica y risible.

En todo el mundo los trabajadores dan la espalda a sus direcciones tradicionales, protagonizan gigantescos levantamientos populares y toman en sus manos la lucha en contra del régimen capitalista. Desde Hong Kong a Nueva York;en Europa, Grecia, España, Inglaterra, Bielorrusia; en Medio Oriente, el Líbano, Siria; en América Latina y el Caribe, en Chile, Colombia, Ecuador, Brasil, Venezuela, Bolivia, Haití, las masas vienen llevando adelante explosivas movilizaciones que dan cuerpo a la apertura de un proceso revolucionario inédito y de magnitud mundial.

Para preservar su poder, los capitalistas han debido aferrarse a extravagantes figuras más del espectáculo que de su tradición política. Ni Trump, ni Boris Johnson ni Bolsonaro son un accidente. Por el contrario, son la necesaria y viva expresión de la decadencia general de las clases burguesas y de su incapacidad -de verdad terminal- para legitimarse en el poder afirmándose en los conceptos de la democracia liberal. La «incorrección política», la brutal afirmación del racismo y la misoginia, la elevación a la categoría de virtud de la ignorancia y la estupidez, travestida como «sentido común», son síntomas inequívocos del hundimiento de toda una época, la post Muro de Berlín, y de una forma de dominación.

La intensidad del proceso revolucionario ha consumido, con impresionante velocidad a las corrientes políticas de la pequeña burguesía, tanto a los nacionalistas que se reclaman del Socialismo del Siglo XXI como Maduro, Evo Morales, Correa, Lula etc. como a los referentes «ciudadanistas» de la nueva izquierda post-marxista. Luego del hundimiento del estalinismo en 1990, caída del Muro y disolución de la URSS mediante el democartismo quedó radicado en las tendencias nacionalistas y en la socialdemocracia.

Estas corrientes tienen en común reivindicar un cuestionamiento democrático, no clasista, a las políticas neoliberales del llamado Consenso de Washington. Las primeras, las nacionalistas, se inclinan a considerar el eje norte-sur, antiimperialista, significando con ello un proyecto Socialista que en lo estético reivindica la revolución cubana, pero que en la práctica -con la salvedad de Venezuela- aparece como un ala democratizadora del gran capital (PT Brasil y Evo en Bolivia) y terminó por lo mismo triturada por la descomposición del régimen capitalista. Una sub especie dentro de este espectro lo conforma el kirchnerismo argentino y el Frente Amplio uruguayo. Las imágenes de sus líderes -Cristina, Mujica- están más relacionadas con la decadencia del nacionalismo, que con su resurgimiento.

Las otras corrientes, ciudadanistas, se relacionan más que con el problema nacional, con la descomposición de la socialdemocracia y su derrotero ha sido menos de derrota estrepitosa y más de adaptación al régimen capitalista. Su dinámica aparece calcada en los casos de Grecia, España y Chile.

En efecto, Syriza (acrónimo griego de Coalición de Izquierda Radical) en Grecia luego de su abrumador triunfo electoral el 2015 abrazando el ideario de la ruptura con la Unión Europea, termina escandalosamente sirviendo los intereses del gran capital alemán, adoptando una política de ajustes y de ataques a la clase trabajadora y abriéndole el camino a los fascistas de Nueva Democracia. PODEMOS en España, un similar pacto electoral, pasó de ser una revelación electoral el 2014 a integrar un gobierno con el imperialista PSOE de Sánchez. El Frente Amplio chileno, finalmente, pasó de ser una igualmente revelación electoral en las presidenciales del 2017, con un multicolor despliegue hipster, capitalizando la crisis de la Concertación. Sin embargo, en un muy corto plazo, el 15 de noviembre de 2019 terminaron suscribiendo el Acuerdo por la Paz, en apoyo al gobierno asesino e imperialista de Piñera.

El ciudadanismo, visto en esta perspectiva, ha fracasado como intérprete de las masas en lucha, pero en todo el orbe es posible verles algún futuro como renovadores de la política burguesa. Así al menos es pronosticable acá en Chile.

El sujeto histórico de la revolución: todo depende del proletariado

Al describir las premisas objetivas de la revolución, Trotsky, en el Programa de Transición plantea que «Las condiciones objetivas de la revolución proletaria no sólo están maduras sino que han empezado a descomponerse. Sin revolución social en un próximo período histórico, la civilización humana está bajo amenaza de ser arrasada por una catástrofe. Todo depende del proletariado, es decir, de su vanguardia revolucionaria La crisis histórica de la humanidad se reduce a la dirección revolucionaria«.

Tal caracterización relaciona condiciones objetivas, productivas para el desarrollo de la revolución mundial, con las subjetivas, la formación de una nueva dirección política revolucionaria, de la clase trabajadora. Esta cuestión, estructural en la concepción marxista -de hecho la encontramos en el Manifiesto Comunista- plantea cuál es la clase protagónica de la revolución, aquella con capacidad de alzarse internacionalmente en contra del capital y de tomar el poder.

Este debate central, permanentista, está ya presente en Marx, en su famosa Circular del Comité Central de la Liga de los Comunistas, que efectúa un balance de la llamada Revolución de Marzo en Alemania (1848-1849). En este texto Marx agota severamente la necesidad de que la clase obrera, los trabajadores, intervengan de forma independiente en el proceso revolucionario. Advierte, particularmente respecto de la incapacidad de clase de la pequeñaburguesía radical y democrática de luchar contra el orden burgués, concretamente afirma que la pequeña burguesía democrática «está muy lejos de desear la transformación de toda la sociedad; su finalidad tiende únicamente a producir los cambios en las condiciones sociales que puedan hacer su vida en la sociedad actual más confortable y provechosa«. Refiere que esta pequeñaburguesía requiere créditos blandos, rebaja impositiva, liberación del derecho señorial en la tierra. Es bajo esas premisas que reclama una «nueva Constitución democrática que pueda darles la mayoría en el Parlamento, Municipalidades y Senado».

En relación a los trabajadores, estos demócratas plantean que «deberán continuar siendo asalariados, para los cuales, no obstante, el partido democrático procurará más altos salarios, mejores condiciones de trabajo y una existencia más segura». Rubrica indicando el contenido de clase de la política de la pequeñaburguesía radical: «Mientras que los pequeños burgueses democráticos quieren poner fin a la revolución lo más rápidamente que puedan… nuestros intereses y nuestras tareas consisten en hacer la revolución permanente hasta poner fin a la dominación de las clases más o menos poderosas, hasta que el proletariado conquiste el poder del Estado, hasta que la asociación de los proletarios se desarrolle, no sólo en un país, sino en todos los países dominantes del mundo… Para nosotros no se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva.

No es nuestro interés hacer un simple alegato de autoridad, sin embargo, la tradición marxista, que es el programa obrero de la revolución, desde sus primeros pasos ha planteado la necesaria independencia de los trabajadores en el desarrollo del propio proceso revolucionario. En Chile lo hemos vivido con idéntico balance, las derrotas obreras, que son derrotas también de la lucha democrática, son el resultado de la preeminencia de la pequeñaburguesía radical en el proceso, misma clase social que se expresara en Chile a través del Programa de la Unidad Popular, de una forma extrema y en el proceso de transición democrática post Pinochet como colaboradora de la burguesía «antidictatorial». Ambos procesos, esto es una cuestión objetiva, terminaron el primero con una aplastante derrota histórica a manos de la Dictadura y el segundo, bueno, el segundo lo seguimos viviendo es aquella «alegría» que nunca llegó.

Como corolario al Programa de la Unidad Popular, baste señalar que el proceso revolucionario que acompañó el triunfo electoral de Allende en 1970, se vio frustrado trágicamente como resultado directo de la inviabilidad de la llamada Vía Chilena al Socialismo, aquella con empanadas y vino tinto. Pagamos con la vida de miles de lo mejor de aquella vanguardia, la ausencia de una dirección revolucionaria obrera, de trabajadores, que exprese los intereses de la clase en términos de revolución permanente. La discusión que planteamos por lo mismo no es una exquisitez erudita, sino que una urgente cuestión cuya vigencia en estos momentos resulta de la máxima importancia.

En efecto, el levantamiento popular del 18 de octubre, en Chile, volvió a plantear la cuestión del sujeto histórico con extrema intensidad. La burguesía y sus medios calificaron el levantamiento como «estallido o crisis social». En la extrema derecha se habló de «conspiraciones insurreccionales». A su turno, la izquierda frenteamplista, el PC y la llamada izquierda institucional, limitaron la caracterización del levantamiento a un problema meramente democrático, de la incapacidad del régimen de dar respuestas a las demandas populares. Es aquello que quedó rubricado magistralmente como «no fueron 30 pesos, son 30 años», en una directa alusión a la lentitud y falta de coraje de la transición demócratica post Pinochet.

Finalmente, una parte importante de la izquierda revolucionaria, a pesar de formalmente y en la teoría reconocer a la clase trabajadora como sujeto de la revolución, en la práctica no lograron observarla en este levantamiento. Mucho menos comprender que lo que planteaba la lucha de clases era la apertura de un salto en la situación política, una crisis de profundidad revolucionaria, cuyo protagonista era la clase trabajadora. En su momento apuntamos a esta ceguera. Son los socialistas que seguirán esperando que la clase trabajadora se presente organizada y con los distintivos de los años 70, como en la canción de Serrat, son Penélope diciendo «no eres quien yo espero».

Contra todas estas especulaciones es indubitado que desde el estallido del Octubre chileno, en las jornadas de protesta, en la ocupación de las plazas públicas y en las tres huelgas generales -última de las cuales tuvo lugar el 12 de noviembre- fue la clase trabajadora la que salió a las calles masivamente a enfrentar a la represión y a atacar los símbolos sociales del régimen. Esta cuestión de clase, en menos de un mes no sólo obligó la declaración de un Estado de Excepción Constitucional sino que además derrotó al aparato represivo quien hubo de replegarse como resultado de la demoledora fuerza del movimiento, lo que quedó ratificado en el levantamiento del Estado de Emergencia el 28 de octubre.

Hay cuestiones programáticas, como las aludidas, que impiden ver con claridad este sujeto político del proceso, que se traduce en una cierta incapacidad de analizar científicamente la realidad. Las transformaciones productivas, el régimen laboral, la fortaleza relativa de la burocracia sindical, resultan determinantes para la forma con que la clase trabajadora se expresa políticamente. En efecto, la concentración de capital vino a facilitar -contradictoriamente- el ejercicio de un régimen laboral antisindical que impide a los trabajadores en nuestro país actuar ordinariamente de forma unificada y con alcance nacional. Tal privilegio se encuentra reservado para los empleados públicos (ANEF), ciertas ramas del Cobre y el Colegio de Profesores.

La vigencia del «Plan Laboral» pinochetista, en la práctica hasta nuestros días -no olvidemos la última contrarreforma de Bachelet- ha logrado paralizar el accionar de los trabajadores en sus lugares de trabajo. Esta cuestión, sumada a la baja sindicalización, termina por establecer un régimen laboral en que no existe libertad sindical. De hecho en derecho laboral comparado nuestros sindicatos «de empresa» no merecen siquiera ser calificados de tales y son referidos como simples «comisiones de fábrica». De ello se sigue que -como viene ocurriendo desde los 80- los trabajadores se expresen políticamente en sus lugares de vivienda y este cambio de lugar donde se expresan políticamente, tiene profundas consecuencias, pero en caso alguno hace desaparecer a la clase trabajadora como sujeto histórico del proceso.

Frente a este hecho histórico de la mayor relevancia la pequeñaburguesía ha soñado con hacer desaparecer a los trabajadores. Es así como desde fines de la Dictadura la izquierda pretendidamente revolucionaria, viene esgrimiendo la categoría de «poblador» como un sujeto sin carácter de clase, es una versión un poco, sólo un poco, más sofisticada que la de «pobre», característica de lenguaje católico aún vivo en esa época. Si a esta confusión le sumamos que la vanguardia «detonante» de la lucha antidictatorial fue la estudiantil universitaria, tenemos como resultado la completa desaparición de la clase obrera en todos los análisis y programas políticos de la época.

Esta situación se perpetuó en la década perdida de los 90 y recién el 2006 (Movimiento pingüino) y 2011, la lenta fase de inflexión y ascenso de masas en Chile, la cuestión del sujeto histórico volvió a plantearse de la forma como se percibe esta cuestión hoy. Y cómo se responde a este problema, pues bien, con nueva disolución del sujeto histórico, con sociología burguesa.

Hoy la categoría «poblador» ha sido complementada por la de «territorio». Los problemas sociales -porque todo problema político es social o no lo es- han sido travestidos en «ambientales». El programa emancipador de la mujer trabajadora -característico del socialismo- ha sido reemplazado por la llamada «lucha antipatriarcal» y la ortepedia del lenguaje inclusivo, una renovación idealista de «construir realidad» a partir del lenguaje. Estas categorías existen políticamente en la realidad y deben ser valoradas como manifestación política de otras clases sociales, distintas de la trabajadora, pero no nos confundamos: pelearemos juntos, marcharemos separados.

El levantamiento popular del 18 de octubre, ya los hemos indicado, materializa una crisis histórica en el régimen. Una profunda fisura que impide a los de arriba seguir gobernando como hasta ahora, porque los de abajo no están dispuestos a seguir sometidos al orden de explotación, miseria y represión. Esto exige a los socialistas revolucionarios, a aquellos sectores que se reclaman de la clase obrera y el socialismo, a dar la mayor relevancia a estos problemas.

Estamos obligados, por la dinámica de la lucha de clases, a compartir trinchera con la pequeñaburguesía radicalizada, inclusive con demócratas burgueses, con unos más, con otros menos. Sin embargo tal frente único en torno a cuestiones democráticas, como la Asamblea Constituyente, no puede confundir nuestros propósitos. La clase obrera persigue acabar con los antagonismos de clase y con las propias clases sociales, la perspectiva democrática de los trabajadores supone crear una nueva institucionalidad apoyada en los órganos de poder de los explotados, no ocupar un lugar en la institucionalidad patronal.

Para los trabajadores, las conquistas democráticas y las reformas son un puente, si sea quiere una trinchera, un vehículo para abrir camino al poder. Por el contrario, la pequeñaburguesía verá en esos derechos y reformas una manera de impedir que la revuelta social se apodere del escenario político. Mala Imagen, uno de los más brillantes e incisivos críticos políticos del momento, resume este aserto con la idea de «no es la forma», como viva manifestación de la impotencia y cobardía de la pequeñaburguesía frente al movimiento de masas. No cuestionan los reclamos «en sí», sino que la idea de que los mismos puedan imponerse mediante la fuerza. Otra manifestación de este fenómeno, lo constituye la masiva presencia de profesores de Derecho Constitucional durante los primeros meses del levantamiento, mientras los explotados se batían en las calles y avenidas, los sofisticados demócratas del momento se empeñaban en explicarnos «cómo» debía procederse para una Asamblea Constituyente, cuál era la forma «civilizada y ciudadana» de resolver la crisis.

En fin, el ciudadanismo y el particularismo característicos de las corrientes reformistas del momento, corporizan una versión actualizada del frentepopulismo, que en su esencia persigue disolver a la clase trabajadora en la abstracción del pueblo, del ciudadano, del territorio o inclusive del patriarcado, con la finalidad práctica de garantizar su parálisis política. Paradojalmente, los 30 años de transición democrática son la demostración práctica y autoevidente de que el camino institucional y sus pantomimas de acumulación de fuerzas, terminan dando sustento legitimador al régimen capitalista y sometiendo a los trabajadores a la voluntad política del patrón.

La cuestión del poder: el gobierno obrero y campesino

La discusión sobre el sujeto histórico, de la forma como se plantea en la teoría de la Revolución Permanente, conduce directamente al problema del poder. Cómo se allana el camino al poder, en qué consiste y cómo se ejerce. Son cosas muy prácticas sin las cuales resulta imposible esclarecer la identidad de clase del proceso revolucionario. Tal cosa nos conduce a la definición de la Dictadura del Proletariado y su fórmula de popularización, el Gobierno Obrero Campesino.

El Programa de Transición se refiere a esta cuestión afirmando que «la consigna degobierno obrero y campesino” es empleada por nosotros, únicamente, en el sentido que tenía en 1917 en boca de los bolcheviques, es decir, como una consigna anti-burguesa y anti-capitalista, pero en ningún caso en el sentido “democrático” que posteriormente le han dado los epígonos haciendo, de ella, que era un puente a la revolución, la principal barrera en su camino.// Nosotros exigimos de todos los partidos y organizaciones que se apoyan en los obreros y campesinos, que rompan políticamente con la burguesía y tomen el carro campesino. En este camino de la lucha por el poder obrero prometemos un completo apoyo contra la reacción capitalista. Al mismo tiempo desarrollamos una agitación incansable alrededor de las reivindicaciones que deben constituir, en nuestra opinión, el programa del “gobierno obrero y campesino”.

Ya está esclarecida la significación de la fórmula «obrero-compesina«, tal no significa una formulación algebraica, sino que es una manera de señalar que la clase obrera, los trabajadores, arrastrarán a las capas explotadas y oprimidas no proletarias en su lucha por el poder. En el Chile actual, la mayor parte de estas capas sociales distan mucho del campesinado por ser predominantemente urbanas, sin embargo su mecánica en la lucha de clases sigue a la conducta del campesinado.

La clase trabajadora debe saber forjar esta alianza con la finalidad de asegurar su propio triunfo revolucionario. En efecto, la clase obrera no podrá acceder al poder, menos en un país de capitalismo atrasado como el nuestro, si no es capaz de liderar a estos importantes sectores de la población.

Demostración concreta de esta cuestión, en Chile, la encontramos en las movilizaciones de masas fuera de las grandes urbes en la última década. En torno al alza revolucionaria de masas del 2011 Coyhaique, Punta Arenas, Freirina, y más cerca Chiloé, por señalar las más notorias, destacaron por protagonizar movilizaciones que pusieron en jaque al primer Gobierno de Piñera. Y en ellas sectores de pescadores, pequeños campesinos, transportistas, comerciantes y pequeños rentistas, se pusieron en línea con el movimiento de trabajadores utilizando sus métodos bloquearon caminos, enfrentaron a los aparatos represivos y llevaron adelante sostenidas luchas y paralizaciones de actividades.

Tal cuestión prefigura la perspectiva del poder y señala, blanco sobre negro, que la alianza de la clase trabajadora con la mayoría nacional, bajo liderazgo obrero es el pilar de la revolución social y que como tal ha de proyectarse en la forma de Gobierno que impondrán los trabajadores.

Cuando hablamos de Dictadura del Proletariado, no pretendemos aludir a los regímenes totalitarios y contrarrevolucionarios del estalinismo. La Dictadura del Proletariado lo es para los explotadores, en tanto para la mayoría trabajadora es el régimen de mayores libertades y derechos, la materialización de todos los reclamos democráticos y sociales que el propio movimiento levanta.

Aquí encontramos -en la definición de poder- otra antinomia entre el programa obrero y aquél reformista del frentepopulismo. Estos últimos, si las circunstancias lo demandan enuncian la cuestión del poder. Como ya hemos aludido, no son pocas las veces que llegan a utilizar expresiones militares para referirse a sus conductas políticas. El ya indicado Programa de la Unidad Popular, planteaba en el papel la lucha por el poder. Los grupos democratizantes de la izquierda parlamentaria, también lo expresan, no podría ser de otro modo pues realizan actividad política. Sin embargo su definición de poder la expresan únicamente en el espacio institucional burgués, como poder burgués democratizado, humanizado y participativo. Los adjetivos no importan aquí, sino la cuestión de clase.

Para la clase obrera, al contrario, al poder se accede como el resultado de la movilización y la lucha insurreccional. El poder se ejerce en tanto los explotados conformen esos órganos asamblearios desde los cuáles ejercer el nuevo gobierno proletario, porque sin ellos no hay revolución. Es en ese terreno, el de la acción directa en el que habrá de ser derrotada militarmente la burguesía y tal derrota supone necesariamente la destrucción del aparato estatal en tanto aparato de dominación capitalista. Esto es central, si no existe una concepción programática que se haga cargo de esta tarea, entonces no habrá camino revolucionario socialista posible.

La derrota de las clases patronales comienza en la esfera política, se desarrolla en el problema militar y se consuma en lo económico, mediante la expropiación de la burguesía. Estas cuestiones, que constituyen el ABC de las concepciones marxistas, son negadas por los frentepopulistas que niegan el carácter protagónico de la clase trabajadora en la revolución, profesan un metódico pacifismo legalista y si les hablan de cuestionar la propiedad privada de los grandes medios de producción, piensan en sus limitaciones y en el mejor de los casos en su «función social» y el Estado de Bienestar de Keynes.

La involución que en esta materia representa el ciudadanismo pequeño burgués, con su explícita reivindicación de la propiedad privada, de la tecnificación productiva y de la agregación de valor industrial, ubica a estas variantes más recientes de reformismo más bien en el plano liberal burgués que en el de la tradición socialdemócrata. La reciente votación en el Parlamento del plan económico piñerista, con los votos favorables de casi la unanimidad de los votos del Frente Amplio y el PC, es expresiva de su posición de clase y del contenido que tienen sus planteamientos de poder. Un 30% de la fuerza de trabajo expulsada de sus puestos laborales, la ocupación militar del país y uno de los índices más desastrosos en el mundo en el manejo de la pandemia, son la verificación concreta del completo fracaso de toda política burguesa o de colaboración con ella.

El problema de dirección política de la clase

La cuestión del sujeto político, obrero, de la revolución y la estrategia de gobierno de los trabajadores, en los términos de clase expuestos, condicionan a su turno el tipo y naturaleza de dirección política que demanda el proceso. En el Programa de Transición, Trotsky alude a la IV Internacional al hablar del partido y la define con total nitidez el espacio político que ha de ocupar esta nueva dirección y señala que ella: «No tiene ni puede tener lugar alguno en ningún frente popular. Combate irreductiblemente a todos los grupos políticos ligados a la burguesía. Su misión consiste en aniquilar la dominación del capital, su objetivo es el socialismo. Su método, la revolución proletaria. Sin democracia interna no hay educación revolucionaria. Sin disciplina no hay acción revolucionaria«.

Se ha debatido intensamente sobre este problema. A fines de los 90 en Chile arreció en la izquierda las concepciones antipartido del anarquismo, sin embargo el propio proceso ha ido decantando estas cuestiones. Los reformistas han vuelto a la construcción de sus aparatos destinados exclusivamente a la intervención electoral. El levantamiento del 18 de Octubre puso de manifiesto la ubicación de tales aparatos, las masas en la calle nos ahorraron el esfuerzo de cualquier crítica. la lucha de clases los puso en el lugar que les corresponde: en el bando de los explotadores.

El problema de organización, del tipo de dirección que el movimiento reclama es medular y no puede ser soslayado a riesgo de hacer de toda nuestra actividad política algo meramente especulativo. Las concepciones permanentistas del marxismo definen, como ya hemos señalado, el tipo de organización que hemos de construir. Sin embargo, tal cuestión no agota todos los problemas organizativos de la clase. Por el contrario, no hace más que plantear su urgencia.

En este sentido la organización revolucionaria debe estructurarse para la intervención política en el seno de las masas y construirse en ella. Nada podemos esperar de una organización que renuncia a esta tarea. En este sentido, sobre todo en nuestro país en que el desarrollo de las organizaciones revolucionarias es mínimo, las tendencias sectarias tienden a tener una enorme incidencia.

Pretendidos marxistas ofician de comentaristas y limitan su accionar a fortalecer pequeñas capillas autorreferentes enteramente incapaces de un diálogo con los obreros de vanguardia. Estos elementos le exigen a los trabajadores elevar su conciencia política y se proponen ellos como tal superación. Sus análisis políticos, estériles, se limitan a repetir generalidades sobre el Socialismo a los que si les sacamos un par de sustantivos y fechas, podrían servir en cualquier época.

La clase trabajadora no necesita que le expliquen qué es la explotación, qué es el capitalismo ni que les refrieguen en la cara las derrotas que cotidianamente viven. La clase no requiere de nuevos jefes, requiere popr el contrario de una nueva dirección política para la acción, para la lucha inmediata, para dar respuestas de fondo a las luchas que lleva adelante y le proyecten hacia el poder.

No me imagino un período histórico en que la derrota del capitalismo y el hundimiento de su orden social se expresen con tanta intensidad. Es el orden patronal en el mundo el que se cimbra merced a una crisis política, económica y militar sin precedentes. Se agudizan los conflictos interimperialistas, declina el otrora invencible imperio norteamericano, la clase obrera casi sincronizadamente actúa en todo el mundo peleando por sus condiciones de vida. Aunque no inevitable, se dibujan en el horizonte los perfiles de mayores enfrentamientos y en ese contexto toda las concepciones reformistas, colaboracionistas de clases y frentepopulistas de la pequeña burguesía y la burguesía liberal, se diluyen y se hacen ilegibles como papel mojado.

Las ideas reformistas no sólo se hacen ilegibles y anticientíficas, resultan extravagantes a la magnitud y profundidad de la crisis. Ser reformista hoy día, sostener las concepciones del frentepopulismo es equivalente con mucho al terraplanismo. La enorme diferencia es que mientras estos últimos pueden alegrarnos una tarde con su ingenio paranoico, los frentepopulistas no hacen otra cosa que maniatar a los trabajadores, confundirlos, propiciar derrotas y abrir las puertas al fascismo.

La canalla burocrática de Stalin, los estranguladores de la revolución y restauradores del capitalismo, los estalinistas, han pasado a decorar el muro de la infamia y han sido sepultados por la historia. Tal lección resulta inequívoca y necesaria.

Finalmente, a 80 años del asesinato de Trotsky -cuya enorme figura no hace más que crecer con el devenir histórico- queremos detenernos finalmente en su persona, un sujeto que encarnó la revolución obrera y que murió en su ley. Murió en combate, no podía ser de otra manera. Rubricamos emocionados este instante con los últimos párrafos que escribiera, momentos antes de morir: «Fui revolucionario durante mis cuarenta y tres años de vida consciente y durante cuarenta y dos luché bajo las banderas del marxismo. Si tuviera que comenzar todo de nuevo trataría, por supuesto, de evitar tal o cual error, pero en lo fundamental mi vida sería la misma. Moriré siendo un revolucionario proletario, un marxista, un materialista dialéctico y, en consecuencia, un ateo irreconciliable. Mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es hoy menos ardiente, aunque sí más firme, que en mi juventud. // Natasha se acerca a la ventana y la abre desde el patio para que entre más aire en mi habitación. Puedo ver la brillante franja de césped verde que se extiende tras el muro, arriba el cielo claro y azul y el sol que brilla en todas partes. La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren de todo mal, opresión y violencia y la disfruten plenamente«.

(las fotografías que acompañan esta nota corresponden a Robert Capa y fueron obtenidas en 1932, Copenhage)

 

Por Gustavo Burgos

 

Fuente: El Porteño

Publicado en El Clarín de Chile con autorización del autor

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  1. Con todo respeto ….DELIRANTE!! en que mundo y en que país vive este Sr Burgos falta que hable del partido bolchevique .
    Mucha verborrea solo para leerse a si mismo ,sin aplicación en el siglo XXI

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