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La sabiduría de Joaquín Lavín, un aspirante al trono

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Joaquín Lavín, y nadie lo objeta, posee sabiduría, la cual lo mantiene como el único heredero al trono imperial. Negarle ese atributo es propio de mendaces, que, de política, apenas conocen el Congreso Nacional por la vereda de enfrente. Ni hablar de quienes, roídos por la envidia, se atreven a criticarlo en la prensa y en los pasillos del Congreso. Los candidatos a suceder a su Majestad Imperial —¡sí, sí, ese personaje engreído, que no se quita la mascarilla ni para dormir! — lo ungió su sucesor, después de aventar a los renegados, mercaderes, patipelados, sin excluir al medio pelo arribista, que apresurado se cambió el apellido. Los eternos aspirantes a la corona, en un gesto de despecho, se diluyeron, después que Lavín, diestro espadachín, les cortara las alas.

Al sospechar que podía tener coronavirus, por algo aspira a la corona, se internó en una residencia sanitaria. No en el hotel Sheraton, que en cualquier momento puede ser habilitado en calidad de hospital de emergencia. Ni siquiera se hospedó en la sacristía de la capilla donde va a misa, ni en un asilo de ancianos, pues no cumplen los requisitos. Al poseer madurez y ese airecillo de chiquilín travieso, que tanto seduce a su comparsa de bufones, todos lo admiran.

Debido a su condición de alcalde, le asignaron una pieza monona, donde permanecerá en cuarentena por el tiempo que le designen los facultativos o quienes manejan su campaña. Ahí podrá dedicarse a jugar ajedrez con un rival imaginario, a leer novelitas de cowboys y pasajes de la Biblia, donde le recomendamos el Eclesiastés, que en parte expresa: “Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad”.

De haberse quedado en casita, como lo hacen los demás mortales, le habrían reservado tareas domésticas: lavar platos, fregar ollas, planchar camisas, hacer la cama y pasarle el plumero a la fotografía de su Majestad Imperial. Instalada en el salón en un sitio de privilegio, flanqueada por dos candelabros de plata, provistos de sendos velones, el monarca sonríe, gesto que anima a Lavín a sentirse el heredero. Cualquiera sucumbe al hechizo de esa enigmática sonrisa, como si fuese de La Gioconda de Leonardo da Vinci. Así lo entiende Lavín y cada mañana, ensaya guiños de seducción. Lejos se sitúan los tiempos de su juventud, cuando visitaba al dictador y le pedía consejos.

En 1977 un grupo de 77 chiquillos de la elite, donde se hallaba Joaquín Lavín, ascendió el cerro Chacarillas, antorcha en mano, hasta llegar a la cumbre. Émulos de Fiducia (TFP, por tradición familia y propiedad) adherían a la causa de la dictadura. Sentían proximidad y seducción hacia ella, por haberlos liberado del marxismo. La antorcha que utilizó Lavín junto a los iluminados, para rendir homenaje a la traición, y que por años guardaba en un baúl, la arrojó a la basura, como gesto de tardía expiación.

Ahora la realidad es distinta, aunque persisten los anclajes dejados por la dictadura. Otros son los ideólogos, las doctrinas en boga y quien se mantiene aferrado al pretérito, arriesga a quedar viudo. Se trata de una viudez política momentánea, ajena a perder la cónyuge, aunque en política, siempre hay novios y novias despechados, dispuestos al maridaje por ventaja. Las alianzas sentimentales son pródigas y nadie debe sorprenderse si ve a un tío del medio pelo, emparejado a una señora de largos apellidos, difíciles de pronunciar.

Joaquín Lavín sabe cómo vencer la pandemia en su contra. Si ha superado otras épocas de cataclismos, saldrá airoso de esta impensada situación. Apenas concluya la emergencia y el coronavirus sea una triste historia, concurrirá apresurado a las termas de Cauquenes a darse baños en las ricas aguas minerales de la zona de Rancagua. De ahí, saldrá fortalecido, limpio de pecados de juventud, y la borregada, olvidada de las desdichas, se apresurará en apoyarlo.

 

Por Walter Garib

Escritor

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