Ahora limitamos a la anarquía
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Hasta los analfabetos, conocen los límites de nuestro país. Se enseña en la escuela, junto con escribir, leer, incluida la Canción Nacional y las tablas de multiplicar. Desde siempre admiramos a quienes en el límite de su grandeza, ofrendaron la vida y nos dieron libertad. Conocemos a nuestros vecinos de América, los cuales nos van a acompañar, mientras exista la tierra. Si la humanidad no se pone de acuerdo en frenar la destrucción del planeta, vamos a limitar hacia el caos o hacia la nada. Aunque podría haber un exceso de ficción, si se habla del cataclismo universal. Autores de prestigio internacional, como se ha escrito en otras crónicas, auguran un catástrofe, si el hombre no frena su desatada codicia, el enfermizo énfasis de abusar de los recursos naturales, como si fuesen infinitos. ¿Dónde se sitúa el límite? Ya lo han dicho pensadores, que sólo la estupidez humana, no tiene límite.
Examinemos otros límites. Infinidad de autores se han referido y explorado la conducta de ciertos personajes de la política, que al enfrentar problemas de compleja situación, ignoran cómo resolverlos. Se visten de expertos conocedores, estudiosos destacados del tema y cuando actúan, cometen una tras otra chambonada. Desconocen los límites y perdidos en el desierto, ignoran diferenciar el norte del sur. En época de pandemia, sea la fiebre amarilla, el tifus o el coronavirus, también la idiotez se contagia, pues carece de límites. Y ésta sí que es una enfermedad incurable. La padecen desde los reyes a los más desposeídos súbditos de un reino. Y si hay república, la encabeza el presidente, sus ministros y la corte de orejeros. Hasta la fecha y desde hace siglos, no se ha encontrado la vacuna para frenarla.
Estos sabios de pacotilla, cuya ignorancia limita al vacío, por no decir al abismo, se han encaramado en el poder. Dirigen países, instituciones claves y se les venera. Dominados por la arrogancia y amor a la riqueza, se codean con la elite. De pronto, opinan, dan conferencias, hablan en foros internacionales, y aunque ahora usan mascarilla, igual hacen alarde de sabiduría. Si la mascarilla los protege de contagiarse, y nos alegramos, bien podría servir para no contagiarnos con su desatada verborrea.
Se les advirtió, casi a gritos, que la metodología que se estaba usando, no era la adecuada, pero se apresuraron a desempolvar títulos de sabiduría, añosos pergaminos, cartas de padrinazgo y a jactarse de su erudición. Aseguraron conocer el país en su intimidad, hasta en sus rincones y vericuetos, donde no llega la mano de la justicia social.
Mientras tanto, la desenfrenada pandemia, se escurre como el azogue y escala hasta el cielo, aunque deberíamos decir, bajar al infierno. No al limbo, pues esa instancia ideal para vivir en la deliciosa holgazanería, fue eliminada por la iglesia. Nadie conoce el límite de la pandemia, y las soluciones de los expertos —más bien tuertos o ya muertos— adornadas de moñitos y sombreros emplumados, llevan al desastre y nos arrastran a un rumbo desconocido. De nuevo el límite de la ciega soberbia, nos conduce a este atolladero. ¿Dónde está la anhelada meseta del contagio? Siempre junto a las mesetas se hallan los abismos o los desiertos donde extraviarse.
Los vendedores profesionales de baratijas, con perdón de quienes por necesidad venden sus productos en la calle, hablan por los codos. Desde el púlpito de sus parroquias o cenáculos, quieren ser los únicos conocedores de los límites. Ahora, nos hallamos en un país de difusos límites, encerrados en nuestras casas, cumpliendo arresto domiciliario. Cometimos la estupidez de haber creído en las autoridades y su manejo de la pandemia. Que al menos, se nos ofrezca la posibilidad que profesores de geografía, no de ética, nos enseñen por Internet o por celular, los nuevos límites de nuestra ingenuidad.
Por Walter Garib