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El espacio del optimismo

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La crisis global derivada de la pandemia que ha decidido visitar la sociedad del hombre tecnológico tiende a copar el pensamiento de las personas y las páginas de los medios de circulación nacional e internacional.

La pandemia es una crisis de salud pública frente a la cual nuestra tecnología no tiene respuestas, y el hombre que se sentía pronto a alcanzar la inmortalidad se ve obligado a resguardarse tras la mal llamada distancia social, las puertas cerradas y mascarillas de género a lo sumo enriquecidas con micropartículas de cobre, modesta colaboración de la tecnología chilena al servicio del homo sapiens sapiens inscius, despojado temporalmente de los ropajes con los que pretendía desafiar a la naturaleza.

La esperanza se llama inmunidad comunitaria, para lo cual se debe enfermar al menos un 70% de las personas. El milagro esperado es que la ciencia logre crear una vacuna que venza a la enfermedad sin causar efectos secundarios de consideración.

Sin embargo, con toda su relevancia, la pandemia es solo uno de los cuatro jinetes del apocalipsis que amenazan a la sociedad chilena.

Tenemos un jinete propio, nacido de la obscenidad de la desigualdad en una sociedad que alcanzó el umbral de ingresos per capita de veinticinco mil dólares (PPA) en 2018, creando una clase media caracterizada por la precariedad, endeudada y morosa, cercana siempre de volver a la pobreza. Llamada a veces ‘estallido social’, a veces ‘revolución chilena de octubre’, es sin duda una revolución social en compás de espera, no resuelta y probablemente potenciada por un tercer jinete, esta vez nacido de la misma pandemia, que agudiza las condiciones que llevaron en octubre 2019 a decir basta.

Este tercer jinete es la crisis económica provocada por la paralización de la actividad productiva en la mayor parte de los países del mundo. Su relevancia está asociada al tiempo de paralización de la actividad productiva, requerido por los intentos de frenar la pandemia.

Como antecedente, la crisis económica anterior, llamada la ‘Gran Recesión’, produjo efectos que aún, pasados 12 años de su comienzo, afectan sociedades de países desarrollados como España y Grecia.

En esta ocasión, la crisis se enfrenta con meditadas ayudas a las personas y empresas afectadas, calculadas para que la mayoría sobreviva y canceladas en la confianza de que dichas ayudas serán requeridas por muy corto tiempo.

Cada día que pasa tiemblan dichos supuestos. La pandemia puede ser más duradera, es posible que no se logre la tan ansiada vacuna, se teme una segunda (¿y tercera?) ola de contagios. Quizás el COVID-19 llegó para quedarse, tal como la influencia o el VIH.

Ni siquiera el indudable éxito que sería el logro de una vacuna significa una solución. Ya franceses y norteamericanos discuten por dónde irían las primeras vacunas fabricadas por una empresa francesa con sede en Estados Unidos. Se abren debates éticos acerca de la distribución de la vacuna, discutiendo si debe estar al servicio de la humanidad o al servicio de quienes financiaron las inversiones requeridas para su desarrollo.

Claro, si estuviera al servicio de la humanidad, los primeros vacunados debieran ser las personas más afectadas por el virus, esto es, personas mayores, quienes tengan enfermedades que potencian los efectos del virus, quienes tienen las peores condiciones para aplicar cuarentenas, etc.

Pero, ¿se imaginan a Elon Musk[1] en la fila para vacunarse en 3 años más? ¿Sería sorprendente que se priorizara a quienes pagan al contado, a quienes son más importantes para la economía productiva, a quienes cargan sobre sus hombros la dura responsabilidad de gobernar, quienes tienen influencia?

Sin embargo, más allá de la gravedad de las problemáticas que cabalgan de la mano de estos tres jinetes del apocalipsis, hay un cuarto jinete que no podemos soslayar. Se trata de la revolución científico-tecnológica en curso y las disrupciones sociales que podrían afectar a toda la humanidad, especialmente a los países que no participan de la frontera de la ciencia, entre los cuales se incluye a Chile, toda América Latina, toda África y muchos otros.

Este jinete viene cabalgando desde antes de nuestra revolución social, antes de la pandemia y, por supuesto antes de la nueva depresión económica hoy en gestación.

Entonces ¿por qué titular este artículo como “El espacio del optimismo?

La respuesta es fácil, porque sin optimismo las posibilidades de sobrevivir a los cuatro jinetes son nulas.

Así, ¿cuál es el espacio del optimismo? Es confiar activamente en la inagotable capacidad de los seres humanos para sobreponerse a las más adversas circunstancias.

La historia de la humanidad está llena de grandes desastres, alguno de los cuales han amenazado la existencia misma de la sociedad humana.

Podemos preguntarnos si nuestros tatarabuelos de hace 10.000 a 12.000 años, acuciados por el hambre producido por la desaparición de grandes especies animales, presas favoritas de sus cacerías, causado por el fin de la edad del hielo, la liberación de gases de efecto invernadero y el consiguiente calentamiento global, pensaron que estaban a punto de dar un gigantesco salto en la evolución humana mediante el descubrimiento de la agricultura?

En cuanto a la infinita capacidad humana podemos hacernos preguntas de la historia reciente:

¿Podría haber pensado un judío prisionero en Auschwitz que algún día recibiría el Premio Nóbel[2]?

¿Creía algún francés durante la República de Vichy que algún día su país estaría entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial y tendría un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas?

¿Pensó Nelson Mandela que, después de 27 años en prisión y con 72 años se convertiría en el padre de la Sudáfrica moderna?

Sí, los seres humanos somos capaces de pasar de la muerte segura de Auschwitz al Premio Nóbel, de la vergonzosa rendición de Pétain a la gloria de la victoria, y de 27 años en los peores calabozos del mundo a transformar un país y terminar con el Apartheid.

Hemos estado tan mal o peor que ahora y hemos renacido. Una de las claves para ello es el amor por la verdad, el conocimiento seguro, científico, de lo que pasa y la justicia y equidad necesaria para poder obtener soluciones duraderas.

 

Por José Luis Valenzuela, mayo, 2020

 

 

[1] Creador de Tesla y otras empresas de alta tecnología

[2] Elie Wiezel (Premio Nóbel de la Paz) e Imre Kertész (Premio Nóbel de Literatura

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