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Censura de una mordaza programada

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El uso de mascarillas por tiempo indefinido, ayudará a convencer al pueblo, que mantener la boca cerrada, posee dos importantes beneficios. Olvidarse de comer y de protestar. Desde hace alrededor de 25 años, el pueblo se ha hartado de comer y protestar y las cifras elaboradas en las sombras de los sótanos, lo acreditan. Saque lápiz y papel y realice las sumas y restas del caso y se sorprenderá.

Decir lo contrario, sería una desgraciada ingratitud. Ha llegado por causas del destino, la época de las vacas flacas —desde luego para quienes no tienen vacas— y los tiempo se han convertido en forzosa dieta. En un país donde la obesidad es otra pandemia y maltrata sin mirar la condición social, se la quiere erradicar, bajo el régimen de la austeridad.

Ahora, comparar la mascarilla con un bozal, desmerece la analogía. Casi es un insulto. Las palabras se deben medir en beneficio de la dignidad de las personas. Bien puede tratarse de una burla del escribidor acostumbrado a reírse del prójimo. Alguien alegaría que se trata de una forma elegante de instituir la censura y acabar con la libre expresión. Al menos yo, continúo escribiendo cuanto se me ocurre, aunque mis crónicas circulen en medios restringidos. Es ahí donde se ejerce la solapada censura, cuando quien escribe, no dispone de medios donde expresarse.

Hablar de las mascarillas, nos trae a la memoria los mascarones de proa del poeta Pablo Neruda. En su casa de Isla Negra, los hay y de una admirable belleza. A cualquiera seduce y se deja atrapar por esas mujeres con los pechos descubiertos, desafiando la embravecida mar, los huracanes del trópico o los tifones del Asia o las caricias de los sinvergüenzas. A lo mejor son sirenas, descendientes de aquellas que quisieron seducir a Ulises y a sus hombres.

La historia está plagada de enmascarados y quizá, el caso más seductor, por tratarse de una historia que al parecer es verídica, sea “El hombre de la máscara de hierro” de Alejandro Dumas, novela que en nuestra juventud, se leía hasta metidos en la cama.

Otra pariente de la mascarilla es la careta, cuyo uso es variado. Lo utilizan los soldadores, los colmeneros y quienes practican esgrima. Y una curiosidad que ignoraba. Se dice también que la careta, es la parte delantera de la cabeza del cerdo, salada para su conservación. Usar mascarillas después de esta breve información, no debe perturbar la dignidad de nadie. Cada cual es responsable de la expresión de su rostro, con o sin mascarilla. Y no es justo olvidar el cambuj —bella palabra— que es el velo con que se cubren el rostro las mujeres.

Desde antiguo, el ser humano se ha pintado el rostro, lo ha ocultado con máscaras de madera, cuero o metal, para ir a la guerra y protegerse de las armas del adversario; y si los matan, no vean en sus rostros, la expresión de la muerte.

El coronavirus se hizo presente en nuestra sociedad, como un convidado de piedra, dispuesto a cohabitar con nosotros por largo tiempo. Igual al pariente lejano, que no sabemos si es pariente, y que vemos por primera vez en la vida. Al aparecer en nuestra casa, mientras nos dice primo, se hace el invitado. Almuerza, toma onces, cena, y mientras habla de los supuestos parientes, se apoltrona en la sala. Si uno no pone cara de juez de policía local, se quiere adueñar de la pieza de alojados.

Debemos hablar también del antifaz. “Velo, máscara o cosa semejante con que se cubre la cara, en especial la parte que rodea los ojos”. Se trata del más coqueto de los artilugios, destinado a ocultar el rostro. En aquellas lejanas fiestas de la primavera en nuestro país, usar antifaz era lo usual. La juventud se divertía lanzando serpentinas, challa, en medio del holgorio. Invito a quienes nos leen, a mirarse por unos segundos al espejo, con la mascarilla puesta. Al observarse, entenderán que esta pandemia es una invitación a una infinita desdicha, donde nadie sabe cuándo va a concluir, y cuál va a ser el futuro que nos aguarda.

 

Por Walter Garib

 

 

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