Los que más sufren con la pandemia
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Los datos disponibles en todo el mundo son muy reveladores. El virus de la actual pandemia no discrimina entre pobres y ricos o entre los habitantes de los cinco continentes. La plaga se extiende inexorable por el mundo y probablemente no vaya a existir algún lugar de la tierra que se libre de ésta.
Sin embargo, como lo son todas las pestes, las guerras y los cataclismos de distinta índole, las soluciones siguen afectando a los pobres y excluidos más que a los más pudientes o poderosos. En el estado de Lousiana, en Estados Unidos, el 70 por ciento de los muertos son afroamericanos o latinos, cuando la población blanca es muy mayoritaria. También ocurre lo mismo en Nueva York y otros estados del país más afectado por la epidemia, pero que curiosamente tiene los mayores recursos del mundo para enfrentarla.
En Chile se asume que el mal fue importado por quienes volvieron del extranjero. Principalmente por quienes regresaron de vacaciones o trabajo desde Europa, Norteamérica y Asia. Así como se sabe que los barrios más infectados son los habitados por los más ricos, esto es los sectores más altos de la Capital donde las autoridades han debido imponer las más severas cuarentenas y acciones para mitigar los contagios. Pero en su arrogancia, no son pocas las personas de estos barrios las que justamente han evadido las medidas, al grado que varios de ellos vulneraron la disposición de mantenerse en sus casas, recurriendo a aviones o helicópteros para escapar a los balnearios y contaminar a los resistentes del litoral donde se encuentran los principales lugares de descanso y esparcimiento del país.
Todo el mundo celebra la disciplina con que el pueblo chileno ha cumplido las estrictas medidas impuestas para evitar la propagación del Covid 19, pero son los alcaldes de las comunas más pudientes los que se quejan de la irresponsabilidad de su vecinos, instando a que a los infractores se los multe, encarcele y, sobre todo, se den a conocer sus nombres a manera de escarnio público. En esos barrios viven, por lo general, todas las principales autoridades de Gobierno, así como los miembros del Parlamento Nacional incapaces en su amplia mayoría de comportarse como corresponde ante una emergencia tan grave. Pero ya sabemos que a ellos, más temprano que tarde, el pueblo les pasará la cuenta en las elecciones, así como el descrédito del Jefe del Estado ya se le ha hecho irreparable.
En la observación de quienes mueren en Estados Unidos y otras naciones ricas se concluye que el temor a ser deportado del país ha ocasionado los decesos de miles de inmigrantes ilegales. También se constata que son los indigentes los que se enferman y fallecen con mucha frecuencia sin perjuicio de que se trate de personas más jóvenes o niños. Quizás hasta se trate de un rasgo de justicia en toda esta situación el que hasta este momento, el virus se ha hecho mucho más letal entre los hombres que en las mujeres, posiblemente por la mayor resistencia de todas ellas a superar el hambre, la miseria y otras enfermedades. Al ganar mayor inmunidad que los varones ante las injusticias de su cotidiana sobrevivencia.
Pero el número de contagiados crece exponencialmente, por lo que mucho se teme que en algunos meses ya no habrán hospitales, camas, medicinas y respiradores mecánicos suficientes para encarar la pandemia. Ello ha provocado la discusión mundial respecto de quién atender cuando haya que discriminar en los tratamientos para los infectados.
Médicos, sociólogos, filósofos y otros ya discurren qué hacer en tal caso. Si darles prioridad a los más jóvenes que a los más ancianos, a los trabajadores o a los desocupados, la las poblaciones nativas o a los que han venido a avecindarse del otros continentes o países. Toda una disquisición que quiere soslayar que la primera prioridad tendrá que dársele a los que tienen más recursos para financiar su recuperación, versus la suerte de aquellos que, para colmo del mal, perdieron sus empleos, tienen menos educación o aportan menos a la riqueza nacional.
La Universidad Católica de Chile ha colaborado en un manual de procedimiento ético para el momento que el personal de la salud se encuentre ante la disyuntiva de quién salvar de la muerte o dejar que fallezca. Vaya qué difícil disyuntiva, se nos dice, aunque ya sabemos cómo en nuestro país, al menos, hoteles y recintos de lujo ya están habilitados para los enfermos más ricos, así como el nación más rica del mundo y otras pobres como Ecuador se escavan fosas comunes o se construyen ataúdes de cartón para sepultar a los llamados NN o a quienes no pueden financiarse un funeral.
En su aflicción, el Pontífice Católico acaba de advertirnos en una interesante entrevista que él teme por el resurgimiento de la vieja teoría maltusiana que advertía la inconveniencia de que los pobres de multiplicaran mucho para afectar la economía, la inminente escasez de alimentos y bienes para todos. Al mismo tiempo que nos ha recordado los discursos de Hitler y la necesidad de exterminar a los seres inferiores (judíos, discapacitados y otros). Fustigando, nuevamente, la hipocresía de ciertos políticos que hablan del hambre en el mundo mientras siguen fabricando armas…
Todo un enorme desafío no otorga la pandemia, la que sin duda está llamada a cambiar nuestras formas de vida, la hegemonía de los mercados y las relaciones internacionales. A hacernos recapacitar sobre las abusivas prácticas de consumo, la pavorosa desigualdad social y los constantes y suicidas atentados contra la naturaleza. Ahora que la ciudad de Nueva Delhi luce despejada de humo y varias especies animales han atrevido a acercarse a sus dominios ancestrales, mientras una enorme cantidad de pueblos se mantienen confinados.
Por Juan Pablo Cárdenas