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Dolores de un parto fingido

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“Me duele el bajo apoyo”, anuncia una y otra vez el jefe y enseguida, habla de “la soledad del poder”. ¿O el poder de la soledad? El lamento lo expresa en gimoteos y pucheros, mientras se enjuga las lágrimas, ahora en sábanas de dos plazas en vez de pañuelos bordados a crochet. Escena destinada a conmover hasta la feligresía, que dice respaldarlo. Semana tras semana al leer su apoyo en bancarrota que se hunde en la ciénaga, bebe aceite de ricino, que odiábamos tomar siendo niños. Nos recuerda el pasaje de La Biblia: “Se echó cenizas en la cabeza, se rasgó la túnica y llevándose las manos a la  cabeza se fue por el camino llorando a gritos”. Escena patética, destinada a graficar el dolor de quien se entrega a la diaria penitencia, se flagela una y otra vez, después de haber bebido el acíbar de la derrota.

Al jefe plañidero, fundador de una hermandad de ascetas, habitantes del oasis del placer, lo apestó el eclipse de sol del año pasado. Los clérigos, orejeros y brujos de la corte imperial, le habían advertido del riesgo de exponerse a la extrema oscuridad, aunque siempre en la oscuridad, hay un rayo de luz. Aconsejado por su visir, ahora silenciado por un quinquenio y arrojado al desierto a hacer penitencia de humildad, le habló sobre la urgencia de asistir al fenómeno celeste. “Debe usted Excelencia, oír la voz del Altísimo, para continuar su labor de gobernante supremo, donde el sol no se pone en sus dominios financieros” le advirtió, hablándole a la oreja derecha, en la cual al jefe le gusta oír adulaciones. La izquierda, la destina a escuchar las reprimendas en el hogar. Otro de sus empleados, un tal Roberto Huero, apoltronado como embajador en España, que desde hace años le sirve de ordenanza, le envía cartas rogativas. En ellas le habla del argumento de su próxima novelita al estilo de Corín Tellado y le pregunta, si quiere hacerle el epílogo.

La morbosidad ha permeado nuestras instituciones y la llantería, sinónimo de la actual crisis galopante, estremece las columnas de la república. Época marcada por la vuelta al uso de cilicios, látigos de cuero con punta de acero, empleados para flagelar la espalda, mientras se camina descalzo, por senderos cubiertos de guijarros. No se recuerda en la historia de nuestro país, tanta exaltación y fervor religioso por vestir de penitente, llorar sobre las cenizas y anunciar “tiempos mejores”. Frase ancla ideada por una empresa extranjera, la cual asesoraba al jefe y que logró convencer a la borregada, a votar por él. ¿Dónde se produjo la falla, el descalabro del modelo ensalzado y bendecido en las basílicas de Chicago? ¿Quién lo embadurnó de cagarrutas?

Mientras la oligarquía succiona las riquezas del país, mama de la teta del estado con avidez de sanguijuela, silenciosa y sin hacer alardes, todo parece funcionar. El latrocinio en marcha —latrocinio se asemeja a lenocinio y bien pueden ser sinónimos— se realiza a pausas, sin despertar sospechas, al amparo de la ley. De pronto, los usureros asaltaron al pueblo a plena luz del día, y se hizo carne la desnudez del régimen. La desmesurada codicia, avidez en fuga, colmó de heces las alcantarillas, incapaces de soportar la presión nauseabunda y el sistema colapsó. El crédito, como panacea, abrió sus fauces glotonas y en compañía del consumismo desenfrenado, asociado a la usura, iluminó el paraíso de cartón piedra de una obra de teatro. Hasta el oasis vocinglero, imagen de los nuevos tiempos, la ópera prima del régimen, inmune a las catástrofes naturales, sufrió la inundación. El estallido popular del 18 de octubre, hizo huir a la desbandada y en paños menores a los habitantes de la Moneda, mientras buscaban dónde refugiarse. Atrás se apagaban las luces de neón, desaparecía el oasis donde se concurría a meditar, el Paraíso Terrenal, la fiesta de la primavera, los bingos solidarios y el chorreo de la riqueza, destinada a endulzar la vida de las capas postergadas.

¿Quién fue el estúpido que dijo: “Chile, los ingleses de América”? Durante años nos quisimos comparar con quienes inventaron la máquina a vapor, la de coser, el teléfono, el Internet y la religión moderna, es decir, el nuevo opio: el fútbol. La patria de Shakespeare, Lord Byron y Oscar Wilde. Ni ingleses ni nada. En nuestro país habitan aimaras, mapuches, diaguitas alacalufes, entre otros pueblos originarios, que se mezclaron con inmigrantes patipelados, venidos de todos los lugares del mundo.

Semana a semana, las encuestas miden la temperatura del país y se augura que el jefe, subido en la montaña rusa, bien logre un apoyo de -3° Celsius, y empiece a nevar, aunque todavía es verano. Hasta ahora, nadie puede controlar el antojadizo clima, menos aún, la desenfrenada estupidez.

 

 

Por Walter Garib

 

 

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