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¿Podra sobrevivir el modelo?

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Esta pregunta se la deben hacer muchos y en diversas latitudes. Pero lo esencial es saber qué  tenemos y hacia dónde podemos ir. Los modelos pueden cambiar de manera radical o parcial. Lo primero requiere una verdadera revolución; lo segundo, simplemente reajustes de mayor o menor calibre. Las revoluciones atacan a la estructura fundacional de los sistemas; las reformas tienden a cambiar las funcionalidades de legitimación cotidiana del modelo o sistema.

 

Todo “modelo” o estructura económico-social posee ciertos fundamentos estructurales, que son los que sostienen al edificio. Estos fundamentos están anclados en la economía, vía  aparato jurídico (Constitución) y en la cultura, que es la que reafirma al otro fundamento, mediante la adscripción a ciertos principios, valores, creencias y ritualidades, que finalmente quedan inscritos en una determinada institucionalidad y en una apariencia funcional o normalidad cotidiana.

 

Chile vivió esa “revolución neoliberal” con la alianza cívico militar, a partir de 1973. Ahí se suprimió el aparato jurídico vigente y se comienza a gobernar por dictamen o decreto, por bandos y otras medidas de excepción, hasta llegar a la Constitución de 1980. En la economía se rompe con los modelos socialdemócratas y las teorías desarrollistas, para incursionar en una postura liberal extrema, abierta y de privatismo individualista en lo económico. El agente de la economía será el sector privado, nacional o internacional y al Estado se le asigna un rol subsidiario, es decir de segundo orden y puramente formal.

 

La otra dimensión, de la funcionalidad o FENOESTRUCTURA, comienza a legitimarse mediante los valores conservadores que representa la segmentación de la sociedad entre “ganadores” y “perdedores”, entre los que detentan el poder y la masa informe y manipulada a través del consumo, los medios de comunicación y el espectáculo. Esta fractura social no volverá a unirse hasta ahora, en que la concentración forzada de la riqueza lleva a una crisis social de enormes consecuencias. Los valores individualistas y la jerarquización autonómica del poder político, llevaron necesariamente a la corrupción de los agentes del Estado, en connivencia delincuencial con los actores económicos de mayor relieve.

 

En consecuencia el modelo sufrirá una doble crisis de legitimidad:

 

1.- En la parte estructural (GENOESTRUCTURA), la economía neoliberal se suscribe a una apertura total y se somete a la condición subalterna de exportador de materias primas, con un sesgo transnacional que le resta enormes posibilidades de captar renta de esas mismas materias primas, commodities que constituyen la base estratégica de su estructura económica.

 

Los ingresos extraordinarios obtenidos por la llegada de capitales de inversión en los 90, más la privatización de enormes recursos públicos, explican el extraordinario crecimiento hasta 1998.

 

Luego de cinco años de bajo crecimiento (crisis asiática), se recupera la economía gracias al renacer del mundo asiático y la economía chilena gozará de 10 años de precios muy altos en sus exportaciones primarias, lo que borró la extraordinaria renta que se escapaba del país vía inversiones transnacionales, sujetas a una legislación incompetente.

 

La “crisis norteamericana”, llamada Subprime,  la pudo resolver Chile mediante una política contracíclica, que significó liquidar reservas internacionales por varios miles de millones de dólares.

 

Desde la crisis subprime y su coletazo europeo, la economía mundial comienza una fase de crecimiento lento y en algunas regiones es realmente bajo, lo que repercutirá en la economía chilena, tremendamente dependiente de las fluctuaciones internacionales. La derecha culpó a las reformas de Bachelet, y esa acusación fue usada por Piñera y la derecha en las últimas elecciones, creando una imagen triunfalista de lo que podía significar un retorno de la derecha en términos de reactivación económica.

 

Al triunfar la derecha y no resolverse el clima internacional de crecimiento muy lento, Piñera no puede responder a sus promesas de campaña y Chile se ve enfrentado, ya, a 6 años de bajo desempeño  y de amenazas inflacionarias producto de una economía transnacionalizada en sus áreas estratégicas, áreas que refieren sus rentabilidades en dólar y no en la moneda nacional.

 

La empobrecida condición de una clase que se llamó “aspiracional”, terminó por desatar, junto al alza de los precios en los servicios básicos, un levantamiento social que, en su furia, extrema sus demandas a un “modelo” que hace agua por todos sus costados y cuya dirección tecnocrática no cuenta con la flexibilidad necesaria para hacerse cargo de crisis estructurales.

 

La primera salida del gobierno, manejado por herederos de la dictadura, obviamente fue la guerra, es decir la represión. Pero ante la perseverancia de la sociedad civil y su voluntad inconmovible para sostener sus posturas, con movilizaciones nunca vistas en las calles de Chile, el aparato tecnocrático debe ceder y ahora manifiesta su disposición al diálogo.

 

Pero este diálogo es sesgado, pues pareciera ser que más bien están en disposición de ganar tiempo, como tantas veces lo han hecho con los movimientos  sociales de años anteriores. La diferencia con los otros movimientos está en que ya la gente no les cree y, peor aún, definitivamente no los quiere.

 

La derecha quiere algunos ajustes a la funcionalidad del sistema, pero no desea hablar de cambios estructurales y menos de una Constituyente, para avanzar hacia una nueva Constitución.

 

El meollo de todo esto radica en que la derecha  en el poder quiere administrar la salida y la ciudadanía, mayoritariamente, lo que desea es la salida de quienes sostienen a este modelo que los ha burlado por tanto tiempo y de manera tan desvergonzada.

 

Entonces ¿cómo resolver este dilema?

 

Este forcejeo se decidirá en las calles. Si la ciudadanía es capaz de escalar una movilización sostenida, sin desfallecer en el tiempo, atacando las áreas vitales del sistema, entonces podrá tener una oportunidad de que las deserciones vengan por el lado de la derecha y el poder, hasta ahora bien consolidado. En cambio, si son los movimientos sociales quienes decaen, entonces deberán esperar años para levantar otra movilización tan esperanzadora como la acontecida por estos días.

 

La ciudadanía tiene por ahora el poder y la voluntad en las calles, pero no olvidemos que la derecha tiene el poder fáctico, de los medios de comunicación y una especie de dominación cultural cuyo imperativo es el orden y el disciplinamiento, argumentos que calan muy hondo en una clase media sumisa, timorata y arribista.

 

La condición líquida (Bawman)  y las características circunstanciales y los “rizomas” (Guattari) que se les asignan a estos movimientos sociales, requerirían una institucionalidad planificadora y dosificadora de la acción popular. Si no se suma la gran institucionalidad gremial a conducir las etapas de condensación de las fuerzas y las energías, entonces se puede disolver todo en la dispersión energética del desgaste.

 

La pregunta de si podrá sobrevivir el modelo, puede intentar responderse ahora en función de lo expuesto. La correlación de fuerzas es hasta ahora indefinida, por tanto no se puede decidir nada.

 

Lo cierto es que el modelo va a ser retocado en algunas de sus aristas más conflictivas: pensiones, salarios, transporte y legislación sobre representación de la actividad política; también el aspecto tributario puede estar entre los escogidos.

 

El esfuerzo estructural, para cambiar el rol subsidiario del Estado y los quórum para reformar leyes y las iniciativas de ley desde el Parlamento o desde la ciudadanía, son temas que quedan en medio de una lucha frontal que se definirá en un plazo intermedio.

 

Si el modelo sobrevive, tendrá borrado su rostro extremoso, gamonalicio y desvergonzado; la sociedad deberá buscar formas más directas de mantener vigilado el poder y eso sería un camino para romper las barreras duras del modelo neoliberal.

 

Si no sobrevive el modelo, es porque sus dirigentes actuales perdieron facultades de manejo y la sociedad perdió toda fe en sus dirigentes más históricos y, por ende en sus relevos también. En ese caso, la sociedad fue capaz, de manera aleatoria, de generar una nueva imagen país, capaz de movilizar una mística creativa e integrativa de gran empuje.

 

El caos anárquico o los liderazgos mesiánicos son dos extremos que se deben evitar en estos procesos de cambios. Por ahora prima el deseo de desarmar todo lo existente, pero en el futuro inmediato la sociedad debe abocarse a tejer el fino hilar de una sociedad desde todos sus filamentos. Para ello debe primar una inteligencia  abierta, no contaminada y extensamente inclusiva. Las férulas ideológicas que han dañado a Chile y su gente, deben batirse en retirada y dejar el horizonte abierto para que soplen nuevos y revitalizantes aires. Si ya hemos sido capaces de desatar las ataduras paralizantes, entonces seamos optimistas para saber sortear las amenazas de la desmesura.

 

 

Por Hugo Latorre

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