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De la rabia popular a la alternativa revolucionaria

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Fotos: Guillermo Correa Camiroaga

El 18 de julio de 2019, el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), informaba al país que el ingreso mediano de la población ascendía a 379.673 pesos; es decir, la mitad de los chilenos sobrevive de manera precaria con no más de 520 dólares mensuales. A contrapelo de lo anterior, el 1% más rico de la población (no más de 170.000 personas), concentran el 33% de la riqueza total. Este mismo 1% más rico de Chile recibe 2,6 veces más ingresos que el 1% más rico en países como EE.UU., Canadá, Alemania, Japón, España y Suecia. Estos antecedentes, que no son en ningún caso nuevos, abrieron un amplio debate público, debate al cual no sólo concurrieron los economistas, dirigentes empresariales y políticos, sino que también líderes sociales y trabajadores comunes y corrientes. Para todos se hacía evidente que algo no funcionaba bien en Chile. Pero como si la inequidad no fuera suficiente, las autoridades de gobierno se encargaron de enrostrarle a los más humildes todo su desprecio y falta de escrúpulos.

 

 

 

De esta manera, el ministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, al momento de comunicar a comienzos de octubre el alza en el pasaje del metro, les demandó a los trabajadores “levantarse más temprano” a objeto de acceder a tarifas reducidas, mientras que su par de Hacienda, Felipe Larraín, le sugirió a la población “comprar flores”, ya que éstas habían bajado de precio en el mes de septiembre. Esta actitud displicente frente a los pobres, contrasta ampliamente con la postura genuflexa que normalmente adopta la clase política frente a los delitos cometidos por los poderosos. Así, toda la población fue testigo del “juicio abreviado” que benefició a los empresarios y dirigentes de la UDI en el caso de fraude al fisco conocido como Penta (2013-2015), que culminó con penas de “clases de ética” para los principales inculpados, ha sido testigo, también, de los millonarios desfalcos de fondos públicos protagonizados por los altos mandos de Carabineros y del Ejército (2017), así como de las colusiones empresariales de la industria farmacéutica, del papel higiénico y de procesadoras de pollos, entre muchas otras. Todo ello en una sociedad en la cual los derechos sociales de los más humildes (educación, salud, vivienda, previsión, etc.), se encuentran sistemáticamente negados. Pero los trabajadores y el pueblo se cansaron. Se cansaron de la explotación, de la miseria, del maltrato, la discriminación, el abuso y la burla.  Como en muchas otras ocasiones fueron los jóvenes los primeros en salir a las calles, ocupando las estaciones de metro, desbordando los torniquetes y evadiendo el pago de los pasajes del transporte público.

 

Pero luego sus madres y padres, abuelos y abuelas, se tomaron la noche al ritmo de las cacerolas y al calor de las barricadas. Manifestaciones multitudinarias y bulliciosas ocuparon el espacio público superando completamente la capacidad represiva del Estado. El sátrapa de turno (como probablemente lo hubiese hecho cualquier otro representante de las clases dominantes), decretó Estado de Emergencia, sacó (al igual que la dictadura en su momento) a los militares a las calles e impuso un estricto toque de queda.

 

 

Más de 1.200 detenidos, sobre 88 personas heridas y aproximadamente 14 fallecidas (varias de ellas asesinadas por la maquinaria represiva), es el balance parcial de las movilizaciones. La prensa oficial, vergonzosamente alineada junto a los poderosos, ha puesto el acento en los desbordes delictuales, sin discutir ni analizar las causas profundas que incubaron y detonaron el malestar social. Ni siquiera han intentado profundizar en las circunstancias en las cuales perdieron la vida las personas caídas, de las cuales incluso (hasta el momento), no se conocen sus identidades. Para esta prensa basura los partes oficiales resultan un antecedente suficiente. A pesar de la represión, a pesar de la desinformación, a pesar de las maniobras espurias de quienes administraron el sistema en el pasado y que hoy pretenden obtener réditos de las protestas, los trabajadores y el pueblo continúan movilizados. Las reivindicaciones son amplias y se encuentran escasamente formalizadas. Son parte de una intuición extendida, que pone de manifiesto que las cosas no andan bien, que es necesario cambiarlas, pero sin mayor claridad respecto de la orientación y extensión de dicho cambio.

 

 

Se hace imprescindible que las organizaciones populares, aquellas que se han articulado en torno a la Central Clasista de Trabajadores (CCT), asuman roles más protagónicos en la vertebración local, regional y nacional de la protesta. No basta con coordinar acciones a través de las redes sociales, es imprescindible coordinar políticamente los objetivos de corto y mediano plazo que debe tener la movilización popular. Ésta, como ha quedado ampliamente demostrado en la historia, tiene fases: de incubación, explosión, desarrollo y agotamiento. Podemos extender la fase de desarrollo, pero ella no es sostenible en el mediano o largo plazo y, como también indica la historia, las resacas de las derrotas suelen ser amargas y profundas. Esta explosión de rabia y movilización popular nos deja varias lecciones. Primero, que pese a todas las campañas de intoxicación mediática el sistema neoliberal sólo había arraigado superficialmente entre los sectores populares. Para los trabajadores y el pueblo el modelo económico y social impuesto por la dictadura y reafirmado por los sucesivos gobiernos civiles es sólo un cascarón vacío, carente de soluciones para sus anhelos y necesidades. Segundo, que las prácticas legalistas inveteradas, sobre las cuales se construyó históricamente la izquierda, están obsoletas. Ni la parlamentarización de la política, ni los espacios de la legalidad burguesa, tienen nada para ofrecerle a los sectores populares. Sólo la movilización radical de masas y, en especial las diferentes formas de acción directa, trastocan el escenario político, dividen y atemorizan a la burguesía y obligan a sus lacayos a retroceder. Tercero, que sin organización y dirección revolucionaria del proceso político la revuelta sólo se traduce en una explosión de descontento que, circunstancialmente, obliga a un reajuste del sistema de dominación, pero que en estricto rigor no modifica sus rasgos estructurales. Una salida de esta naturaleza no sólo nos devuelve a la marginalidad política, también acentúa la desarticulación, desarme y desmovilización del campo popular. Las tareas son múltiples y urgentes y la más relevante, sin lugar a dudas, es acompañar a los trabajadores y al pueblo en sus movilizaciones y demandas, pero teniendo claro que depende de los revolucionarios y sus organizaciones el generar las condiciones políticas para avanzar hacia el cambio estructural que el país y la región necesitan.

 

 

Por Igor Goicovic Donoso 

 

Historiador

 

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