El Joker es el nuevo actor político
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El éxito de Joker, o Guasón, ha superado todas las previsiones comerciales y sólo en Chile alcanzó el millón de espectadores hacia inicios de la semana. Un fenómeno comercial para Warner Bros, que ya inscribe la cinta como un estreno histórico en estas latitudes, pero que apunta a mutar en un fenómeno social. Cuando fue premiada con el León de Oro en Venecia en septiembre pasado un torrente de críticas cubrió a Todd Phillips al recordarle que el 2012 durante el estreno en Colorado, EE.UU. de El Caballero Oscuro Asciende, de Christopher Nolan, un tirador apostado en las puertas de la sala de exhibiciones disparó a diestra y siniestra matando a doce personas. El asesino, que fue detenido por la policía, estaba vestido como el Joker.
No sucedió algo similar durante el estreno en octubre de Joker. Pero los medios y familiares de víctimas de aquel y otras masacres denunciaron al filme de Phillips como de alto riesgo, una película peligrosa. Bien recordamos que en agosto pasado otro tirador, esta vez a rostro descubierto, mató a más de veinte personas en El Paso en un crimen de odio racial.
Tras la aclamación de la crítica y pese a las aprensiones, hoy es el público el que aplaude la película y ha acudido en masa a las salas en todo el mundo a ver posiblemente una de las cintas más complejas, ambiguas e inquietantes de todos los tiempos. Y es, sin lugar a dudas, el filme de súper héroes más extraño jamás filmado. Aquí no hay efectos especiales y tampoco héroes, sino un villano al borde de la demencia atado a una condición neurológica que lo instala en los límites de la sociabilidad.
Armada sobre el estilo del Nuevo Hollywood de los años 70 y 80 y principalmente sobre Taxi Driver y El Rey de la Comedia, ambas de Martin Scorsese, aunque Phillips amplía sus citas también al intenso y crudo Sam Peckinpah, el guión se desarrolla en una Ciudad Gótica que no es otra cosa que un Nueva York, con énfasis en un Bronx, en aquellos años representada como el centro de la cultura de la violencia. Una ciudad opaca y sucia, llena de obstáculos, riesgos y profundas desigualdades captada por una mirada cruel, irónica, pero también de compasión, que no pone límites ante la perversión o los extremos de la corrupción. Para mostrar aquello, el más crudo realismo, hay una cámara detenida a ratos o inoportuna en otros, que no se detiene ni ante la humillación, la desesperación o el error de un personaje más allá de nuestra capacidad de tolerancia.
¿Por qué el Guasón de DC Comics era necesario para contar una historia de las frustraciones sociales? ¿Era necesario recurrir al villano del cómic para reflexionar sobre las patologías sociales que provoca el capitalismo en sus fases más extremas? Todo esto hace de Joker algo aún más complejo. Esa ambigüedad, propia del Nuevo Hollywood autoral, se estrella contra el clásico maniqueísmo del cine de súper héroes y su universo de buenos y malos. Joker es tan extraña, como si un Pasolini hubiese filmado a Batman en Estados Unidos. Joker no es solo un filme crepuscular para el género de súper héroes. Tal vez acabe de una vez por todas con las películas de su tipo o lleve esta indagación social hacia nuevas profundidades. Así como hoy sólo podemos atender a un western clásico por su interés histórico, del mismo modo veremos a partir de ahora este género ingenuo de héroes y villanos que reproduce las contradicciones de un mundo de rasgos fascistas.
Se ha dicho que Joker ha logrado lo que hoy tiene por la extraordinaria actuación de Joaquin Phoenix en el personaje del comediante fracasado Arthur Fleck. Por su risa, pero no solo su risa. Por su triste baile de un Fred Astaire o sus citas evidentes al Travis Bickle de Taxi Driver con sus dedos gatillando sobre su cabeza. El tradicional Joker posee una risa burlona, pero la carcajada recreada por Joaquin Phoenix es su enfermedad. Es un acto fuera de control, como un ataque epiléptico, que surge en los momentos de tensión.
Fleck vive de una seguridad social ineficiente. Un hombre moldeado por la publicidad y los programas de talentos. De allí su sueño de comediante y su admiración por un Robert de Niro en una reedición del ochentero Rey de la Comedia. El sueño narcisista, que es también el sueño propio de una civilización. Que por lo menos la muerte tenga más sentido que la vida escribe en un cuaderno que lee de forma periódica a la asistente social que le costea antidepresivos y ansiolíticos. Y claro, aquí regresa el riesgo, el peligro que han visto en Joker. Porque la muerte como acción de trascendencia la invoca desde el Estado Islámico, toda la variedad de kamikazes a los múltiples y frecuentes tiradores solitarios en Estados Unidos. Si mi vida no valió la pena, por lo menos que valga mi muerte.
Phillips, que es también el guionista, abre la reflexión. El Joker no padece de una patología particular. Sufre de una enfermedad social. El filme sale de la indagación social e ingresa en el terreno de la política porque es una película cruzada por la lucha de clases. Si Arthur Fleck no nos genera empatía en cuanto a su anomalía individual, sí respecto a su condición social y política. Sufre y colapsa por los excesos y contradicciones del capital, de un modo similar a como empujamos diariamente nuestras vidas. El Guasón es el colapso total. Y llama a reproducirlo.
Éxito de taquilla pese a toda su complejidad y rareza. Hay aquí algo que empuja hacia zonas aún más difíciles y que trascienden al cine y las artes en general. ¿Es el cine o el arte un actor político? Esta semana durante las protestas en Cataluña unas de las imágenes más repetidas en las redes sociales han sido las de Joker. En Chile, las protestas han sucedido, no sabemos si solo coincidencia, al estreno del film. La empatía, el rasgo de identidad, no es ni con la risa ni su enfermedad, sino con su condición humana ante el control político y social. Y el llamado, como pocas veces visto en el cine, es a la rebelión.
PAUL WALDER