Bolsonaro arremete contra la cultura y las artes en Brasil
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La aversión del presidente Jair Bolsonaro a las artes y la cultura era conocida desde siempre. También era conocida la oposición de la inmensa mayoría de artistas e intelectuales a sus posiciones ultraderechistas.
Sobraban indicios, por lo tanto, de que las relaciones entre su gobierno y la clase artística y cultural serían, en el mejor de los casos, tensas.
Lo que nadie esperaba era la furia con que Bolsonaro se lanzó para censurar cualquier manifestación cultural que considere ‘‘impropia’’.
Empezó por liquidar el ministerio de Cultura, transformado en una secretaría integrada por personas ajenas al sector.
Luego mandó prohibir una publicidad del estatal Banco do Brasil, que mostraba jóvenes en actitudes que consideró ofensiva a las familias.
En seguida amenazó con cerrar la Agencia Nacional de Cine (Ancine). Informado de que no tiene poderes para tanto –dependería del Congreso–, Bolsonaro no descansó: mandó congelar los recursos destinados al sector audiovisual. Bajo el argumento de que no admitiría que se hiciesen ‘‘películas pornográficas o ideologizadas’’ con dinero público, dijo que no se trata de censura, porque sería inconstitucional: se trata solamente de imponer ‘‘filtros’’.
Un buen ejemplo de esos ‘‘filtros’’ son vistos en la estatal Caja Económica Federal. La institución, tradicionalmente una de las más importantes patrocinadoras, suspendió de manera abrupta obras teatrales contratadas. Su presidente, nombrado por Bolsonaro, dice no admitir ‘‘posiciones políticas’’ en espectáculos que patrocina. Funcionarios recuerdan que los ‘‘filtros’’ también apuntan hacia obras que tratan de cuestiones relacionadas a la comunidad LGBT.
Ataques a Chico Buarque, ícono de la cultura brasileña
Varias convocatorias lanzadas por estatales establecen cuáles temas siquiera serán analizados: los ‘‘ideológicos’’ y los que atenten ‘‘contra los valores de la familia tradicional’’.
Pero hasta filmes ya finalizados sufren ‘‘filtros’’: la película de estreno como director del actor Wagner Moura, trata de la vida del guerrillero Carlos Marighella. Exhibida en importantes festivales internacionales, cosechó aplausos entusiasmados por donde pasó.
No tiene fecha de estreno en Brasil: la Ancine no libera la cuota contratada para su distribución.
Otro blanco de ataques se llama Chico Buarque, el compositor y escritor que es uno los íconos más representativos de la cultura brasileña.
Por presión de la embajada de Brasil, el documental del director Miguel Faria sobre Chico fue expurgado de un festival en Montevideo dedicado al cine brasileño.
En mayo, Chico obtuvo el premio Camões, el más importante del idioma portugués (equiparable al Cervantes). Bolsonaro rehúsa firmar el diploma correspondiente, como ya lo hizo su par portugués, Marcelo Rebelo de Sousa. La reacción de Chico ha sido corta y precisa: ‘‘Tener un diploma sin su firma representa, para mí, un segundo Camões’’.
Además del agredir las reglas más elementales de la democracia, el retorno de la censura tiene consecuencias económicas.
La industria cultural genera más de medio millón de puestos de trabajo y representa una parcela del PIB que oscila entre uno y 1.5 por ciento.
Parte esencial de ese movimiento resulta de subsidios públicos previstos en ley. Estudios indican que para cada real de renuncia fiscal dedicado a la cultura, retornan al Tesoro 1.59 reales. O sea, 59 por ciento más. No se trata, queda claro, de una cuestión de mal uso de recursos públicos: se trata de puro autoritarismo.
Son precisamente esos subsidios lo que más furia provoca en Bolsonaro. Al imponer su muy peculiar visión del mundo –la defensa radical de ‘‘valores de la familia cristiana’’–, lo que el ultraderechista logra es afectar duramente un significativo sector de la economía.
El año llega a su fin con la producción audiovisual literalmente congelada. Lo que se está produciendo viene de contratos y financiación logrados el año pasado.
En el sector cultural, nadie se arriesga a prever cómo será 2020. La única certeza es que será terrible. Resta por ver hasta qué punto.
Fuente: La Jornada