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Bolsonaro: etnocida y pirómano

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Hace cuatro meses, los ocho ex ministros del Medio Ambiente que Brasil tuvo desde 1993 hasta el ascenso como presidente del ultraderechista Jair Bolsonaro, publicaron un manifiesto en el que condenan el desmontaje que el actual mandatario realiza de las políticas sociales y ambientales. Lo hicieron en la Universidad de Sao Paulo. Entre otras cosas, señalan que, en contra de lo que dicta la Constitución brasileña, diversas medidas oficiales terminan con la capacidad de formular y establecer políticas públicas sobre el medio ambiente.

 

Criticaron la hostilidad del gobierno hacia las instituciones públicas que buscan conservar la naturaleza y evitar la deforestación de la Amazonia. Bolsonaro dijo en su campaña electoral que esas instituciones forman parte de la industria de la multa y obstaculizan el desarrollo. Los ex ministros, pertenecientes a diversos partidos e ideologías, también reprobaron la supresión de la Agencia Nacional del Agua, la transferencia del Servicio Forestal al Ministerio de Agricultura y la extinción de la Secretaría del Cambio Climático. Con esas medidas –aseguran– Brasil pierde credibilidad internacional y se desdice de lo que prometió cumplir en el Acuerdo sobre el Clima, celebrado en París en 2016. Bolsonaro, como Donald Trump, niega que exista un cambio climático.

 

A lo que pasa en Brasil se suman los efectos que tiene en Bolivia la medida aprobada por el gobierno para alentar la quema de pastizales: más de un millón de hectáreas arboladas consumidas por el fuego; desaparición casi total de una importante reserva natural en territorio indígena: Ñembi Guasu (en guaraní, Gran Refugio). Hay otras tragedias en el sector forestal que no debemos olvidar: los incendios en Siberia que hace un mes todavía no podía apagar el gobierno ruso. Arrasaron con más de 3 millones de hectáreas. No se destaca en los medios y poco por las organizaciones defensoras del medio ambiente, el drama que viven varios países de África, al que la agencia aeronáutica y del espacio estadunidense, la NASA, califica como un continente en llamas. Allí se localizan más de las dos terceras partes de los incendios que cada año hay en el mundo. Esto aumenta el drama que viven millones de personas y explica en parte por qué migran hacia Europa. Groenlandia, el estratégico territorio que el señor Trump ofreció tontamente comprar a Dinamarca, padece daños por el fuego. En fin, lo hay igualmente en los bosques de las islas Canarias y en California.

 

Pero la actitud más insolente y arrogante ante tragedias que pudieron evitarse es la del gobierno de Brasil. Su presidente ha demostrado insensibilidad por lo que se vive en la Amazonia y pretende poner condiciones a los apoyos financieros internacionales que ayudarían a apagar el fuego. Calla sobre el destino de las superficies arrasadas por las llamas. Eso quiere decir que, en vez de establecer programas para reforestarlas, serán utilizadas por los grandes intereses económicos locales e internacionales. Los incendios en los países tropicales son provocados fundamentalmente por quienes desean establecer emporios ganaderos, agrícolas y mineros. Eso muestra la historia en Brasil y las demás naciones que comparten con él la Amazonia. Y sucede también, por ejemplo, en el sureste de México.

 

Es lamentable que sea un mandatario europeo, el de Francia, el que en la reunión del Grupo de los Siete, llamara a salvar la Amazonia y reciba por ello críticas de Bolsonaro. Éste presume tener una esposa guapa, a diferencia del señor Macron. Hay mujeres hermosas y hombres apuestos, pero muy tontos. Agreguemos la tibia y tardía, respuesta para acciones conjuntas de los gobiernos corresponsables de garantizar el buen estado del pulmón verde del planeta: Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, Chile… En el colmo, descartaron a Venezuela en las tareas de protección.

 

A lo dicho por los ex ministros y a la repulsa internacional por no proteger la Amazonia, la burocracia brasileña respondió que lucha contra la deforestación ilegal con acciones efectivas y no meramente retóricas. En la realidad hace lo contrario y alienta la desaparición de los pueblos nativos, guardianes de la biodiversidad más importante del planeta.

 

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