¿Y ahora, Brasil?
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Las palabras que más se repiten hoy son estupefacción y perplejidad. El gobierno brasileño ha caído en el abismo del absurdo, en la banalización total del insulto y la agresión, en el atropello primario de las reglas mínimas de convivencia democrática (por no hablar de las leyes y la Constitución), en la destilación de odio y negatividad como única arma política. Todos los días somos bombardeados con noticias y comentarios que parecen provenir de una cloaca ideológica que ha acumulado rancidez y descomposición durante años o siglos, y ahora rezuma el hedor más nauseabundo y pestilente como si fuese el aroma de la novedad y la inocencia. Esto causa estupefacción en quienes se niegan a ver normalidad en la normalización del absurdo. La perplejidad se deriva de otra verificación, no menos sorprendente: la aparente apatía de la sociedad civil, de los partidos democráticos, de los movimientos sociales y, en definitiva, de todos los que se sienten agredidos por semejante desatino. Da la impresión de que la insistencia y el abuso de la insolencia tienen el efecto de un gas paralizante. Es como si nuestra casa estuviese siendo asaltada y nos escondiésemos en un rincón con el temor de que el ladrón, si nos viese, se sintiera provocado y además de nuestras posesiones nos quitara también la vida.
Puesto que un país es más que un conjunto de ciudadanos estupefactos y perplejos, y como en política la fatalidad no existe, hay que pasar de la estupefacción y la perplejidad a la indignación activa y la respuesta organizada y consistente en nombre de una alternativa realista. Para ello hay que responder dos preguntas principales. La primera, ¿cómo fue posible todo esto? La segunda, ¿con qué fuerzas políticas y de qué modo se puede organizar una respuesta democrática que ponga fin a este vértigo y retome el camino democratizador del pasado reciente sin cometer los errores en los que incurrió?
¿Cómo sucedió?
La reflexión al respecto debe tener siempre en cuenta los factores internos y geoestratégicos. Las razones que llevaron a la dictadura entre 1964 y 1985 no fueron superadas con el regreso a la democracia. El pacto con los dictadores no permitió juzgar el terrorismo de Estado que practicaban, exigió la continuidad (y hasta la profundización) del modelo capitalista neoliberal, y no resolvió la cuestión de la concentración de la tierra, sino al contrario, la agravó, permitiendo a las élites patrimonialistas servirse de la democracia como antes se habían servido de la dictadura. La Constitución de 1988 contiene una profunda vocación democratizadora que las élites nunca han tomado en serio.
La continuidad también se produjo en el campo de las alineaciones geoestratégicas. Es conocida la intervención estadunidense en el golpe de Estado de 1964 y esa tutela imperial no terminó con la transición democrática. Solo cambió de discurso y táctica. Organizaciones internacionales de la llamada sociedad civil, formación de jóvenes líderes
, promoción
de un sistema judicial conservador e iglesias evangélicas fueron los vehículos privilegiados para frenar la politización de las desigualdades sociales causadas por el neoliberalismo. En este ámbito, el largo papado de Juan Pablo II (1978-2005) desempeñó un papel decisivo. Liquidó el potencial emancipador de la teología de la liberación y permitió que en las periferias pobres el vacío lo ocupara la teología de la prosperidad, hoy dominante. La receta neoliberal se aplicó en el subcontinente con especial dureza en los años 1990. Suscitó movimientos de resistencia que en la década de 2000 permitieron la llegada al poder de gobiernos de partidos de izquierda, en el caso de Brasil siempre en coalición con partidos de derecha. Este hecho coincidió (no por casualidad) con el descuido momentáneo del Imperio, embarrado en el pantano de Irak desde 2003.
Las lecciones que se pueden extraer de este periodo son las siguientes. La izquierda se embriagó con el poder del gobierno y lo confundió con el poder social y económico que nunca tuvo. El Foro Social Mundial (FSM), del que fui uno de los impulsores desde sus inicios, creó la ilusión de una fuerte movilización política de base. Tenían razón quienes advirtieron desde el principio que el predominio de las ONG en el FSM contribuía a la despolitización de los movimientos. La izquierda partidaria abandonó las periferias y se refugió en la comodidad de los palacios de gobierno. Mientras tanto, en el Brasil profundo el trabajo ideológico conservador seguía su camino, listo para ser aprovechado por la extrema derecha. Bolsonaro no es un creador, es una creación. La parálisis de la sociedad política progresista y organizada viene de lejos. Si ahora es visible es porque sólo ahora se sufren sus peores consecuencias. Se concedieron las mejores condiciones operativas y remuneratorias al sistema judicial y al sistema de investigación criminal, pero se creía que eran órganos políticamente neutrales del Estado. De la operación militar-mediática de 1964 a la operación judicial-mediática de 2014 hay una gran distancia y diferencia. Pero tienen dos puntos en común. Primero, la demonización de la política es el arma política privilegiada de la extrema derecha para asaltar el poder. Segundo, las fuerzas políticas de derecha se sirven de la democracia cuando esta les sirve. Pero cuando la opción es entre democracia o exclusión, o entre libertad política o libertad económica, optan siempre por la exclusión y por la libertad económica.
La respuesta democrática
No se pueden improvisar soluciones de corto plazo para problemas estructurales. La historia de Brasil es una historia de exclusión social causada por una articulación tóxica entre capitalismo, colonialismo y patriarcado o, con más precisión, heteropatriarcado. Las conquistas de inclusión fueron conseguidas con muchas luchas sociales, casi nunca llegaron a consolidarse y han estado sujetas a retrocesos violentos, como sucede hoy. La victoria de la extrema derecha no fue una simple derrota electoral de las izquierdas. Fue la culminación de un proceso golpista con fachada institucional en el que, en el plano electoral, las izquierdas hasta probaron una resiliencia notable en las condiciones de una democracia al borde del abismo en que lucharon. Lo que hubo fue una vasta destrucción de la institucionalidad democrática y un retorno del capitalismo salvaje y del colonialismo por vía de la siempre vieja y siempre renovada recolonización imperial y evangelización conservadora. La sensación de tener que comenzar todo de nuevo es frustrante, pero no puede ser paralizadora. Por otro lado, es necesario actuar de inmediato para salvar lo que queda de la democracia brasileña. Lo más grave que está ocurriendo no es solo el hecho de que el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado está siendo usado antidemocráticamente (y, por tanto, de manera ilegítima), como bien revela la operación Lava Jato. Es también el hecho de que el Estado está perdiendo visiblemente ese monopolio con el incremento de actores armados no estatales, tanto en la ciudad como en el campo.
El corto y el mediano plazo no tienen que chocar necesariamente si se tuviera una visión estratégica del momento y de las fuerzas con las que se puede contar. Es urgente revolucionar la democracia y democratizar la revolución, pues de otro modo el capitalismo y el colonialismo harán una farsa cruel de lo que todavía resta de democracia. Para este propósito, las diferentes fuerzas de izquierda deben abandonar sectarismos y unirse en la defensa de la democracia. Por otro lado, tienen que evitar a toda costa articulaciones con la derecha, aunque eso cueste la conquista del poder. En las condiciones actuales, conquistar el poder para gobernar con la derecha es un suicidio político.
A corto plazo, veo tres iniciativas realistas. La primera es que los movimientos sociales tienen que reinventar el Foro Social Mundial, esta vez sin tutelas de ONG y con la atención centrada en las exclusiones más radicales vigentes en el país. En ese sentido, el movimiento indígena, el movimiento negro y el movimiento de mujeres y LGTBI son, en toda su pluralidad interna, los sujetos más creíbles para tomar la iniciativa.
Segunda: el sistema judicial fue llevado a un desgaste extraordinario por la manipulación grosera a la que ha sido sometido por Moro y CIA al servicio del imperialismo. Pero es un sistema internamente diversificado, y persisten en él grupos significativos de magistrados que entienden que su misión institucional y democrática consiste en respetar el debido proceso y hablar exclusivamente mediante sus fallos. La violación grosera de esta misión denunciada por la Vaza Jato está obligando a las organizaciones profesionales a desmarcarse de los aprendices de brujo. La reciente declaración pública de la Asociación de Jueces para la Democracia en sentido de que el expresidente Lula da Silva es un preso político, constituye una señal auspiciosa del camino iniciado para recuperar la credibilidad del sistema judicial.
La tercera iniciativa debe producirse en el sistema político-partidario. Las elecciones municipales de 2020 son la oportunidad para comenzar a frenar a la extrema derecha y dar ejemplos concretos de cómo las fuerzas de izquierda pueden unirse para defender la democracia. Tres ciudades importantes pueden ser la plataforma para la resistencia: Río de Janeiro, Sao Paulo y Porto Alegre. En Río de Janeiro, Marcelo Freixo del PSOL es el candidato indiscutible para articular las fuerzas de izquierda. En las otras dos ciudades, son indispensables dos cuadros importantes del PT: Fernando Haddad en Sao Paulo y Tarso Genro en Porto Alegre. Se trata de dos políticos que salieron fortalecidos de la crisis, el primero por el modo extraordinario como enfrentó a Bolsonaro y en las condiciones en que lo hizo, y el segundo por haber sido uno de los mejores ministros de la historia de la democracia brasileña y por la integridad que mostró durante todas las crisis por las que pasó el PT mientras fue titular del Gobierno. Los demócratas brasileños deben transmitir a estos políticos el sentimiento de que su momento llegó nuevamente, ahora para comenzar todo de nuevo y desde el nivel local.
*Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez